La vida en Nazaret


Padre Henri Derrien, monfortiano 

 

 

La Virgen María vivió en Nazaret lo diario de todas las madres. Su vida era humilde y ofrecida a Dios a través de las ocupaciones de cada día: cocina, cuidado de la casa, de la huerta, ayuda a José en su trabajo, educación de Jesús, oración en familia y en la sinagoga, vida social y de vecindad. Como todas las madres del mundo... Esta vida muy sencilla, imitable aunque rica de todas las virtudes que Dios ha depositado en María desde su nacimiento, era también muy bella y muy profunda.

Las virtudes de María 
“Toda la vida de la humilde sierva del Señor, desde el momento cuando fue saludada por el ángel, hasta su Asunción a la gloria celeste con su cuerpo y alma, fue una vida de servicio en el amor... Contemplamos con admiración: María, firme en la fe, pronta en la obediencia, sencilla en la humildad, glorificando al Señor con alegría, ardiente en la caridad, fuerte y constante en el cumplimiento de su misión hasta el sacrificio de ella misma, comulgando plenamente a los sentimientos de su Hijo que se inmolaba en la cruz para dar a los hombres una vida nueva”.

Panorama de su vida 
La pequeña Virgen de Nazaret ha tenido un lugar excepcional en el plan de Salvación de Dios. Su destino, único en la historia de la humanidad, es anunciado desde el principio, y su obra se persigue hasta el fin de los tiempos. María ha sido asociada a Jesús en las profecías del Antiguo Testamente; ha vivido todos los acontecimientos de la Salvación que Jesús ha traído a los hombres; ha sido el apoyo de la Iglesia naciente, y es el apoyo de la Iglesia hasta el fin del mundo.

La vida de la Santa Familia 
La realidad dominante de lo que fue la vida de Jesús, María y José en su pequeña ciudad de Nazaret donde José ejercía el oficio de carpintero, es la sencillez. Aunque de ascendencia ilustre por sus antepasados – dado que descendía del rey David – la Santa Familia llevaba, en medio de una numerosa parentela, la vida de un matrimonio modesto, ni pobre, ni rico, ganando con el sudor de su frente el pan de cada día y respectando las leyes administrativas y sociales de su pueblo. Con el ritmo de la oración común en la sinagoga, los ritos y las numerosas fiestas religiosas del judaísmo (entre otros, el rito de la circuncisión, la fiesta de las tiendas, la peregrinación al Templo de Jerusalén), la vida de oración de la Santa Familia era exteriormente la de cada buen israelita practicante de la época.

Sin embargo, detrás de la modestia de este comportamiento respetuosa de los usos y costumbres de su cultura, la Santa Familia vivía una realidad tan grandiosa, que sólo el silencio y la discreción podían asegurar en el hogar de Nazaret la serenidad necesaria al desarrollo del plan de Dios: dar nacimiento al Mesías tan esperado desde siglos por el pueblo hebreo, Jesús, Cristo-Salvador del mundo, y cuidar de su infancia y su adolescencia, hasta que alcance su plena madurez de hombre y pueda empezar su vida pública y la predicación de su Evangelio.

En efecto, en la humilde morada de Nazaret empezaron a desarrollarse, entre los miembros de la Santa Familia, las primeras páginas de este Nuevo Testamento que el cielo, en su Verbo hecho carne, ha venido a dar a los hombres por amor y para la Salvación de todos. El testimonio de Cristo y de sus padres muestra también la inmensa grandeza que pueda alcanzar una vida familiar común vivida en Dios, en la sencillez y en un amor partido.

El misterio de 30 años de vida escondida de Cristo 
San Luis María Grignion de Montfort escribe: “Este buen Maestro no se desdeñó encerrarse en el seno de la Santísima Virgen como prisionero y esclavo de amor, ni de vivir sometido y obediente a Ella durante treinta años. Ante esto –lo repito– se anonada la razón humana, si reflexiona seriamente en la conducta de la Sabiduría encarnada, que no quiso –aunque hubiera podido hacerlo– entregarse directamente a los hombres, sino que prefirió comunicarse a ellos por medio de la Santísima Virgen; ni quiso venir al mundo a la edad de varón perfecto, independiente de los demás, sino como niño pequeño y débil, necesitado de los cuidados y asistencia de su santísima Madre. 

Esta Sabiduría infinita, inmensamente deseosa de glorificar a Dios, su Padre, y salvar a los hombres, no encontró medio más perfecto y rápido para realizar sus anhelos que someterse en todo a la Santísima Virgen, no sólo durante los ocho, diez o quince primeros años de su vida –como los demás niños–, sino durante treinta años. Y durante este tiempo de sumisión y dependencia glorificó más al Padre que si hubiera empleado estos años en hacer milagros, predicar por toda la tierra y convertir a todos los hombres. 

¡Que si no, hubiera hecho esto! ¡Oh! ¡Cuán altamente glorifica a Dios quien, a ejemplo de Jesucristo, se somete a María! Teniendo, pues, ante los ojos ejemplo tan claro y universalmente reconocido, ¿seremos tan insensatos que esperemos hallar medio más perfecto y rápido para glorificar a Dios que no sea el someternos a María, a imitación de su Hijo?” (VD 139). Durante 30 años, Jesús vivió una existencia común cerca de María y de José, en Nazaret. Tenemos que meditar sobre esta realidad sorprendente y sobre esta duración que representa los noventa por ciento de la vida del Hijo de Dios en la tierra”