María y el Don del Espíritu de Amor

Thalia Ehrlich Garduño  

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(Catequesis del Papa Juan Pablo II, 28 mayo, 1997)  

    Recorriendo la vida de la Bella María, el Concilio Vaticano II recuerda la presencia de la  Madre De Dios en la primera comunidad cristiana que espera la manifestación del Espíritu en Pentecostés:

    “Dios no quiso manifestar solemnemente el Misterio de la Salvación humana antes de enviar el Espíritu prometido por Cristo. Por eso vemos a los Apóstoles, perseveraban en la oración, unidos junto con algunas mujeres, con María la Madre de Jesús y sus hermanos (Hch. 1,14).

    María pedía en sus oraciones el Don del Espíritu Santo que en la Anunciación le había cubierto con su sombra” (Lumen Gentium, 59).  

    La primera comunidad cristiana es el preludio del nacimiento de la Iglesia; la presencia de la Madre de Dios ayuda a delinear su rostro definitivo, fruto del Don de Pentecostés.  

    La atmósfera de espera que había en el Cenáculo después de la Ascensión de Jesús, ¿Cuál era el rol de la Bella María con respecto a la venida del Espíritu de Dios?

    El Concilio pone en relieve expresamente su presencia, en oración, con vistas a la efusión del Paráclito. La Joven de Nazaret implora “con sus oraciones el Don del Espíritu”.

    Está afirmación tiene mucho significado, pues en la Anunciación el Santo Espíritu vino sobre Ella y la cubrió con su sombra, dando origen a la Encarnación del Hijo de Dios.  

    Al haber tenido una experiencia totalmente personal sobre la eficacia de este Don, la Madre de Dios estaba en condiciones de poderlo apreciar más que otra persona.  

    En efecto, la intervención Misteriosa del Espíritu de Amor, a quien la Bella María le debía su Maternidad y quien la convirtió en la puerta de entrada del Salvador del mundo, Jesús nuestro Señor.  

    A diferencia de los demás que esperaban por primera vez, Ella estaba plenamente conciente de la importancia que tenía la Promesa de Jesús, su Hijo a sus Discípulos (Jn. 14,16) y estaba ayudando a la comunidad a prepararse para la venida del Paráclito.

    Es por esto, que su singular experiencia, a la vez que le daba impulso para desear con todo su corazón la venida del Espíritu también la comprometía a preparar el corazón y la mente de todos los demás.  

    Durante la oración, la Hermosa María tiene una profunda comunión con los Apóstoles, con las mujeres y los hermanos de Jesús, la Joven de Nazaret invoca el Don del Espíritu para sí misma y para la comunidad.                 

    Fue oportuno que la primera manifestación del Santo Espíritu que tuvo la Hermosa Virgen y que la cubrió con sombra para que fuera la Madre del Hijo de Dios, fuera renovada y reforzada.

    Al pie de la Cruz, la Madre de Dios fue revestida con una nueva Maternidad, con respecto a los Apóstoles y todos los seguidores de su Hijo Jesús. Esta Misión exigía un renovado Don del Espíritu, así pues, que la Bella Doncella de Nazaret esperaba la nueva Manifestación del Espíritu Divino deseando la fecundidad de su Maternidad espiritual.  

    En la Encarnación el Espíritu Santo descendió sobre Ella, como persona y la llamó a participar dignamente en el gran Misterio. Ahora todo se realiza en función de la Iglesia de Jesús, y ahora la Bella María está llamada a ser ejemplo, modelo y Madre de la Iglesia.

    Ella, recordando la Promesa de Jesús, espera Pentecostés y ora para que todos tengan Dones en abundancia según su personalidad y Misión que tiene cada uno.  

    En la Iglesia, la oración de la Joven de Nazaret es revestida de un significado especial, porque favorece la venida del Paráclito, pidiendo su acción en el corazón de los Discípulos y de cada persona de este mundo.  

    Pentecostés es también fruto de una intensa y continua oración  de la Hermosa María y que el Santo Espíritu acoge con favor peculiar, pues es una expresión de Amor Materno de Ella a los Discípulos del Señor y a toda persona de este planeta.

     Contemplando la intercesión de la Madre de Dios que espera al Santo Espíritu, cada cristiano de todo lugar y de todos los tiempos en su camino hacia la Salvación, recurren con frecuencia a su intercesión para recibir con abundancia los Dones del Paráclito.  

    Contestando las plegarias de la Bella María y de la comunidad reunida en el Cenáculo el día de Pentecostés, el Espíritu de Dios colma a la Joven María y a cada persona presente ahí con la plenitud de sus Dones, provocando en cada uno una transformación profunda con vistas a la difusión del Evangelio.

    A la Madre de Cristo y a los Discípulos se les concede una nueva fuerza y un nuevo dinamismo apostólico para el crecimiento de la Iglesia.  

    En particular, la efusión del Espíritu lleva a la Hermosa Virgen a ejercer su Maternidad espiritual de manera personal a través de su Amor, su presencia y su testimonio de Fe.

    A la Iglesia que acaba de nacer, la Madre de Dios le entrega un tesoro inestimable, que son su recuerdos sobre la Encarnación, la infancia, la vida oculta y la Misión de su Hijo Jesús, y así contribuye a darlo a conocer y a que se fortalezca la Fe de cada persona que cree en Él.  

    Las actividades de la Bella María después de Pentecostés en la Iglesia primitiva no se saben con exactitud, se puede suponer que, iluminada por el Espíritu de Amor, tuvo una profunda influencia en la comunidad, siendo su guía por el camino que le marcó a la Iglesia su Hijo Jesús.