María al pie de la Cruz

Claudio Marsico

En todos los momentos del año es oportuno hacer una reflexión acerca de los dolores de la Virgen María cuando se encontraba al pie de la cruz de Cristo.

Lo que Jesús sufrió en su cuerpo y en su alma, María lo sufrió en su corazón. Ella estaba espiritualmente clavada en la cruz ofreciéndose al Padre junto con su hijo porque Cristo nos salvó con su sangre y María, con el mar de lágrimas que brotaban de sus ojos enrojecidos.

Jesús, que era el Hijo de Dios, el que nos estaba salvando, estaba clavado en la cruz, muriendo de la forma, que en esa época lo hacía, el más vil de los delincuentes. Sufría las burlas y los salivazos de los mismos por quienes estaba dando su vida. Y allí, junto a la cruz, latía el corazón de María, el más tierno y dulce de todos los corazones, atravesado de dolor por culpa de nuestros pecados. 

La presencia de la Virgen aumentaba el sufrimiento de Jesús, aunque también era un consuelo para El.

Pero, a pesar de tanto sufrimiento, María no rechazó la espada que le traspasaba su pecho. ¿Qué madre, si pudiese, no elegiría morirse en lugar de su hijo?. Pero en estos momentos dolorosos, la Virgen, vuelve a darnos ejemplo de amor a Dios entregándose totalmente a El, igual que en la Anunciación, porque esta Madre entregó lo que más quería: su propio Hijo.

María está junto a la cruz, herida profundamente en su corazón de madre, pero erguida y fuerte en su entrega. Es la primera y más perfecta seguidora del Señor, porque con mayor intensidad que nadie, toma sobre sí la carga de la cruz y la lleva con amor íntegro.

En el Calvario el Padre nos muestra, a todos los hombres, cuanto nos ama y es el momento de la derrota de Satanás. Pero para María es la hora de la fidelidad y de la fe, de la ratificación de su primer SÍ. Y en Ella se hace carne la actitud central en la vida de Jesús: "Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya". Esa es su alegría y su aliento aún en el dolor.

Ese amor crucificado de María se vuelve un amor fecundo. Jesús no se ofrenda por sí mismo, sino por nosotros. María no sufre por sí misma, lo hace por nosotros. No se repliega sobre su dolor, lo abre a sus hermanos, representados en ese momento por el discípulo Juan. Jesús, al pronunciar, desde la cruz, las palabras "Mujer, ahí tienes a tu hijo", nos dio a su propia madre como nuestra madre. Entonces María, nos tomó a todos los hombres como sus hijos y con el mismo amor y fidelidad con que permaneció junto a Jesús en el Calvario, permanece junto a nosotros toda la vida. Y Dios ha querido que nosotros, como hijos de María, recibamos todo nuestro alimento espiritual de las manos de Ella, que es la mejor de todas las madres. 

Fuente: Servicio de Pastoral Universitaria - Arquidiócesis de Buenos Aires.