La Sagrada Familia de Nazaret

Camilo Valverde Mudarra

Los Santos, así se llamaban los primeros cristianos, veneran la Sagrada Familia porque toda ella está formada por Santos. El Hijo del Altísimo, naciendo en seno de un hogar familiar, ha santificado la familia humana.

          Jesucristo necesitaba una familia, para tener su cuido y la atención, el desarrollo y la protección, la ayuda y la educación propicios. María y José criaron y sustentaron al Niño Jesús, unieron su esfuerzo y trabajo, sin que, en lo posible, sufriera carencias; le proporcionaron, en la feliz humildad de su hogar, los elementos adecuados para su crecimiento mental y corporal.

 Descendió Jesús con ellos, fue a NAzaret y les estaba sumiso. Su madre guardaba todas las cosas en su corazón. Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres (Lc 2,51-52).


          José era trabajador manual, albañil o agricultor, tal vez, según la tradición, carpintero; y, como es corriente, Jesús también trabajaría la madera, ya después, sus propios paisanos, al oírlo, se preguntan: ¿No es este el hijo del “carpintero”? María se dedicaba se ocupaba de la casa de Nazaret y de las faenas domésticas precisas al marido y al hijo, limpiaría y cocinaría y estaría al tanto de sus necesidades con esmero y mimo de esposa y madre. El Niño colaboraba en el quehacer, como se habituaba entre los judíos, ayudando a moler el trigo, acarreando agua del pozo y acercando las tablas o las herramientas. Jesús, entroncado en la  familia, aprendería y ayudaría con generosidad y alegría.  Obedecía a sus padres, confiaba en ellos, los abrazaba y los respetaba y quería.
          Jesús pudo escoger su nacimiento; podría haber sido en el más suntuoso palacio de Roma, Egipto o Jerusalén y ser príncipe, rey o emperador, obedecido y aclamado por los hombres. Todo eso lo dejó, lo rechazó, para, escondiéndose de este mundo, ocuparse de las cosas de su Padre en cumplimiento de su misión de Siervo de los siervos; y, sometiéndose obediente a María y a José, realizar el humilde trabajo diario del taller y de la casa de Nazaret. Aceptaba sin tristeza, sin renegar de su situación, contento con lo mucho o lo poco, sin obtención de caprichos y exigencias superiores a la familia, en la gozosa renuncia, en la felicidad que proporciona vivir la sencillez cotidiana de la familia unida en las dificultades o en las
pequeñas alegrías, en el calor del afecto y del amor que envuelve; y, en la corrección y disciplina, miraba con respeto el rostro del padre que sabe por qué corrige y amonesta, se le oye y se le atiende. Cuando, tras la dolorosa búsqueda, lo encuentran en el Templo, María le regaña y lo llama al orden: “Hijo, ¿por qué has hecho esto? Tu padre y yo te buscábamos angustiados” (Lc 2,48).
          La familia es una unidad delicada que se ha de proteger y cuidar con el amor y el respeto, con la paciencia y la verdad, como rosal de jardín requiere riego poda y abono de entrega y renuncia, para que arraigue fértil en la unión y en la educación de los hijos;  ha de vivir ese crecimiento de Jesús en sabiduría y gracia ante Dios y los hombres y seguir el hermoso ejemplo de la Sagrada Familia en la práctica de las virtudes que nos enseña: bondad, humildad, caridad, laboriosidad.
La familia debe ser una escuela de virtudes que imparte el aprendizaje y cumple su misión educativa, que funda los cimientos de la personalidad del hijo, de lo que será el adulto y enseña el camino del buen cristiano. La familia forma el carácter, la inteligencia y voluntad del niño, labor hermosa y trascendente. Los niños, como Jesús, han de ser amables y respetuosos, estudiosos y obedientes, confiar en sus padres, ayudarles y quererlos, orar y pedir por la familia.
          Lo dijo el Papa Juan Pablo II: “La familia es la primera comunidad de vida y amor, el primer ambiente donde el hombre puede aprender a amar y a sentirse amado, no sólo por otras personas, sino también y ante todo por Dios.” (Encuentro con las Familias en Chihuahua 1990). Y, en su carta a las familias añadía, que es necesario que los esposos orienten, desde el principio, su corazón y sus pensamientos hacia Dios, para que su paternidad y maternidad, encuentren en Él la fuerza, para renovarse continuamente en el amor. Recordemos que “la salvación del mundo vino a través del corazón de la Sagrada Familia”. «En la familia se fragua el futuro de la Humanidad», proclamó.
          La familia es la piedra angular de la sociedad. Sin la consistencia y fundamento familiar las naciones se hunden; la salvación del mundo, el porvenir de la humanidad y la prosperidad de los pueblos y sociedades están en que el ritmo sano y el fluido arterial del corazón de la familia funcionen siempre con regularidad.   

          Se dice que Occidente vive en la sociedad del bienestar. Aún las familias cristianas viven hoy en la abundancia de lo superfluo. El Hijo de Dios, viene al mundo en la austeridad de un pesebre. Quiere que pongamos el corazón en Él y en los demás; no en las cosas. Posiblemente la austeridad sea una de las grandes virtudes ausentes en los hogares. Muchos padres no entienden que hay que practicarla, y que tienen que enseñarla a sus hijos, y la mejor enseñanza se trasmite por el ejemplo diario en su vida y en su hogar. Puede que la raíz del fracaso de muchas familias cristianas en la educación de los hijos se halle en el menosprecio de la virtud de la austeridad. Las causas radican, en realidad, en no ejercer y hacer norma de vida el mensaje espiritual de la austeridad de Belén.

          La realidad revela los costes sociales que arrastra el derrumbe de la familia. No sorprende que, ante el déficit de caridad y de paz, y el aumento de la agresividad y la violencia en sociedades altamente tecnificadas, se reflexione y se torne a los valores olvidados de la familia: una fecundidad que asegure el futuro, una crianza de los hijos que enraíce la bondad y la fortaleza y una revalorización del trabajo, de la entrega, del esfuerzo en la disciplina de la unión y del amor. Si la familia se arruina, se destruye la paz. La paz ha de brillar en la familia, para que se establezca en las naciones. Es la paz de Nazaret que inundó el mundo.

          De ahí surge la esperanza de un mundo más sereno, de que el hombre, individual y comunitariamente, se esfuerce en conseguir las vías de la justicia y la paz. La Constitución Gaudium et spes afirma que la humanidad no conseguirá construir «un mundo más humano para todos los hombres, en todos los lugares de la tierra, a no ser que todos, con espíritu renovado, se conviertan a la verdad de la paz».[2] La paz no puede reducirse a la simple ausencia de conflictos armados, sino que es «el fruto de un orden asignado a la sociedad humana por su divino Fundador», un orden «que los hombres, siempre sedientos de una justicia más perfecta, han de llevar a cabo».[3] En cuanto resultado de un orden diseñado y querido por el amor de Dios, la paz tiene su verdad intrínseca e inapelable, y corresponde «a un anhelo y una esperanza que nosotros tenemos de manera imborrable» [4]. La paz es un don celestial y una gracia divina, que exige a todos los niveles el ejercicio responsable de conformar, en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor, la historia humana con el orden divino. Cuando falta la adhesión al orden trascendente de la realidad, o el respeto de aquella «gramática» del diálogo que es la ley moral universal, inscrita en el corazón del hombre; [5] cuando se obstaculiza y se impide el desarrollo integral de la persona y la tutela de sus derechos fundamentales; cuando muchos pueblos se ven obligados a sufrir injusticias y desigualdades intolerables, ¿cómo se puede esperar la paz? En efecto, faltan los elementos esenciales que constituyen la verdad de dicho bien. San Agustín definía la paz como «tranquillitas ordinis»,[6] (C. E. Vaticano II, GS).

          La tranquilidad del orden, es aquella situación que permite en definitiva respetar y realizar por completo la verdad del hombre. La paz es un anhelo imborrable en el corazón de la criatura. Todo hombre ha de comprometerse en la consecución y el servicio de tan alto bien precioso: Todos pertenecen a una misma y única familia. La exaltación exasperada de las propias diferencias contrasta con esta verdad de fondo. Hay que recuperar la conciencia de estar unidos por un mismo destino, en un rumbo trascendente que conduce a afirmar las relaciones de familia, para valorar mejor las propias diferencias históricas y las identidades específicas culturales, buscando la coordinación, frente a la contraposición, en la unión de paz y amor que expande la Sagrada Familia.