En
esta nueva serie de artículos sobre María, la vamos a considerar en el
complejo haz de relaciones que en que estuvo envuelta mientras vivió en
esta historia nuestra; ahora, en la gloria, las mantiene plenificadas,
tanto con Dios, como con nosotros y con la realidad en que vivimos.
He aquí la lista de relaciones que vamos a considerar: hermana nuestra
(como ser humano que fue y es); mujer hebrea; esposa de José; madre de
Jesús; discípula de Jesús; compañera del Redentor; sus relaciones
con
la Iglesia
; su relación con Dios Padre y con el Espíritu. Por último, para
cerrar la serie, hablaremos de nuestra relación con María, bajo el título
“acoger a María”.
1.
Única pero nunca sola
En
conversaciones de pasillo, durante el Concilio Vaticano II, se decía
con cierto humor: “a fuerza de exaltarla en la predicación y la
teología, María ha acabado ‘excomulgada’. Es hora de devolverla al
seno de la comunión eclesial”. Sin duda, María es miembro eminente
en la comunión de los santos, pero no deja de ser miembro, y la
eminencia parecía haber ocultado la pertenencia. Nuestro propósito es
mostrarla como haz de relaciones. En esta primera entrega recordamos
algunas formas de enaltecimiento suyo que se dieron en el pasado;
indicamos luego ciertos efectos que pudo tener esa forma de presentarla;
ofrecemos al fin un apunte sobre la importancia de la relación.
1.1.
Exageraciones del pasado
Sobre todo a partir de
la Edad Media
, y sobre todo del Barroco, el interés por la singularidad de María
alcanzó extremos sospechosos: se la adornó de prerrogativas,
privilegios, exenciones; se la situó casi en la otra orilla, distinta
de la del común de los mortales; se la vio como ser aparte y
absolutamente excepcional por todos los costados. Hasta cierto punto se
explica, porque su singularidad es innegable; pero también pesó la
coyuntura cultural. El Medievo considera la sociedad como un todo jerárquicamente
organizado, en cuya cúspide se halla el rey, y en la base los siervos
de la gleba; cada estamento tiene régimen jurídico propio; el monarca
concede títulos y privilegios. El Barroco se caracteriza, entre otras
cosas, por la amplificación. Es fácil trasponer al orden religioso
esos rasgos de cada época; sumando ambas tendencias, la encendida
palabra de predicadores, publicistas y teólogos de los cuatro últimos
siglos convierte así a María en un personaje que hoy se nos antoja
casi de otra condición y otro mundo.
En
esos sermones y escritos aparece como una figura colmada y sobresaturada
de dotes. Según algunos, es un ser ya consciente desde su misma
concepción, y al punto ejercita las virtudes teologales. Son ajenas a
ella las carencias, la enfermedad, el deterioro físico, la pérdida de
facultades, los errores; da la impresión de que no vive procesos, ni
aprendizajes, como si estuviera más allá de la historia.
La Madre
Ágreda († 1665) dice que María derramó lágrimas a poco de ser
concebida; que, llegada a la edad de los 33 años, quedó estabilizada
en ese punto de madurez, con una plenitud física inmarcesible; que
experimentó en distintas ocasiones la visión beatífica, como un
morador del cielo. Podemos deducir que su categoría de ser humano ha
sido única: ella sola la llena, y los demás nos quedamos fuera. Otro
tanto cabe decir de su categoría de mujer; y de sus carismas: se le
aplicaba el principio de “omnicontinencia”, según el cual se
arracimaban en ella todas las gracias y dones que Dios distribuye entre
sus fieles y santos.
1.2.
Daños o peajes
Lo que a ciertas generaciones produce pasmo a otras les causará
problemas. Los olvidos y silencios que se daban en esa visión de María,
la etiqueta de “privilegio” puesta sobre ciertos dones suyos, el
prurito de la hipérbole, el gusto por los superlativos y las
concesiones a una fantasía poco contenida tendrán este resultado: esa
mujer se nos vuelve pasmosamente irreal, no encaja en las ideas y
esquemas que, desde la experiencia, nos hacemos de los mortales y de su
vida.
El
espesor humano de María se volvía tenue, a fuerza de excepciones.
Remedando palabras de un filósofo a propósito de otro asunto, diríamos:
la humanidad concreta de María muere con la muerte de las mil
excepciones. Si se reducen las notas que se pueden predicar a la vez de
ella y de nosotros, parece que no podemos afirmar de María lo que se
nos enseña de Jesús: que fue “semejante en todo a nosotros, menos en
el pecado” (Heb 4,15). Decimos, en fin, que nada humano es perfecto;
pero a ella se la presentaba como la omniperfecta; conclusión: casi no
parecía humana.
De
tal modo se la elevó que esa presunta verdad suya acabó siendo inverosímil.
Se cumplía con dicha imagen mariana la conocida expresión “morir de
éxito”. Como se sabe, algunas especies animales desarrollaron un
sistema de defensas tan hipertrofiado que se volvió contra ellas y
provocó su extinción; también a esta representación de María, su
desmedido desarrollo acabó pasándole factura. El cambio vendría de la
mano de una lectura más afinada de
la Escritura
, del examen de ciertos “principios marianos” como el apuntado más
arriba y de un sentido medianamente crítico de las cosas.
Los
dos últimos siglos han sido épocas de democracia en Occidente,
estaciones de reivindicación de la igualdad, tiempos de repartos
equitativos y cuotas; muchas viejas diferencias se perciben como formas
de discriminación. Con María ha sucedido esto en parte: sus
privilegios se han visto como atentado a la condición común. ¿Habremos
olvidado que es hermana nuestra? Al menos, rara vez le dábamos ese título.
Sectores
de mujeres consideran que cierta imagen de María difundida en
la Iglesia
tiene efectos contraproducentes. El cliché habitual del pasado
–dicen– ofrecería estos rasgos: María es una mujer encerrada en
los muros domésticos, sumisa y pasiva, callada y oculta, dolorosa y
sufriente, “humilde” y abnegada. ¿Se pueden admitir tales formas de
relación? ¿Es ése un modelo válido para la mujer, quien reclama una
intervención activa en los variados campos de la vida pública? Esa
propuesta fomenta el predominio del varón y la esclavitud femenina. Un
poderoso anhelo de emancipación y un amor a la propia verdad que habita
a toda mujer conducirán al rechazo de tal modelo.
1.3.
En el principio era la relación
La palabra griega “lógos” significa, entre otras cosas, relación.
Según esto, podríamos traducir el comienzo del cuarto evangelio: “En
el principio existía la relación”. Cada vida, cada historia, están
trenzadas con otras vidas e historias. No aparecemos en el mundo por
generación espontánea; el embrión necesita implantarse en la matriz,
y semanas más tarde la madre lo alimentará por el cordón umbilical;
entre madre e hijo se entabla ya durante la gestación una relación del
todo especial, y después del nacimiento es decisiva para el niño la
urdimbre afectiva que se teje entre ambos.
La
criatura habrá de crecer en autonomía, y esto requiere cortar lazos,
empezando por el cordón umbilical y por la fusión anímica entre niño
y madre. La aparición de la palabra puede expresar esa separación y
una nueva forma de vínculo; además, la palabra dilatará enormemente
la capacidad de establecer relaciones.
Vivimos en la aldea global. Hay trazadas incontables pistas por
tierra, mar y aire. Circulan masas de información; fluyen capitales, se
deslocalizan empresas, emigran colectividades. Las facilidades de
comunicación crecen exponencialmente: teléfono, fax, cibercorreo, chat,
videoconferencia. Hay peligros: el coleccionismo del que quiere “tener
un millón de amigos”, la superficialidad y mariposeo de “la cultura
de los tres minutos”, la aceleración de los procesos sin respetar los
ritmos que ciertas formas de relación piden. María vivió en otra
cultura, marcada sin duda por límites; pero sus relaciones pudieron ser
variadas, esenciales, hondas. ¿Por qué no examinarlas?