La Era de María en la documentación oficial de la Iglesia. 

J. J. Echave-Sustaeta

 

Como dice el P. Ramière, la Revolución: «El gran levantamiento de los tiempos modernos contra Jesucristo y su Iglesia», tras sus ataques a la verdad religiosa primero, y a la verdad en el terreno filosófico después, dio el tercer combate en el terreno político, y tendía a arrebatar a la Iglesia toda influencia sobre las sociedades y a descristianizar a los individuos». Esta fue la lucha sostenida en el Siglo XIX.

La Revolución de 1830 y la Medalla Milagrosa

Europa se rehízo del caos político que la conmocionó tras la Revolución francesa mediante un frágil andamiaje de equilibrios y alianzas llamadas santas, pero inspiradas en principios anticristianos. Poco habían de dudar. El 28 de julio de 1830 se levantaban barricadas en París. Como en toda Revolución las iglesias eran profanadas y los sacerdotes perseguidos. El último borbón francés legítimo era sustituido por el hijo del regicida Felipe Igualdad, recibiendo el trono de la revolución, anticipando lo que sucedería pronto en España y Portugal. Pero 10 días antes, el 18 de julio, la Inmaculada Virgen María se había aparecido a una humilde religiosa, Catalina Labouré, que el 27 de noviembre recibía de nuevo la visita de la Inmaculada ordenándole acuñar la Medalla Milagrosa con esta invocación: «Oh María concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a Vos».

El 20 de enero de 1842 la Inmaculada, tal como figura en la Medalla, se apareció al judío Alfonso de Ratisbona, convirtiéndole con sólo mirarle, y haciendo de él el principal propagandista de la medalla y sus misericordias. Ese mismo año 1842 el 22 de abril el P. Rauterau buscando entre viejos papeles para preparar un sermón, halló en el fondo de un cofre escondido, el original del Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, de San Luís María Grignión de Montfort, escrito en 1712 y oculto, tal como el santo había profetizado, durante 130 años.

La Revolución de 1848. La Salette y la definición de la Inmaculada

Se gestaba el segundo intento de Revolución general en Europa. El 16 de junio de 1846 había sido elegido Papa Pío IX, y el 19 de septiembre, se aparecía la Virgen María en La Salette, pidiendo oración y penitencia: «Si mi pueblo no quiere someterse, me veré obligada a dejar que el brazo de mi Hijo caiga sobre él. Es ya tan fuerte y tan pesado que ya no puedo sostenerlo más».

Su mensaje no fue atendido y la Revolución de 1848 asoló Europa. Pío IX ante el ataque de los revolucionarios tuvo que huir de Roma y re­fugiarse en el puerto napolitano de Gaeta.

El Cardenal Lambruschini halló una tarde a Su Santidad Pío IX con muestras exteriores de profundo abatimiento y tristeza moral. El Papa en íntimo desahogo manifestó los graves males que amenazaban a la Cristiandad, los manejos de las logias contra el papado, las guerras que asolaban el norte de Italia y amenazaban a los Estados de la Iglesia y tantas calamidades como perturbaban todo el orden y la paz del mundo.

«Y para tantos males, concluía el afligido Pontífice, no hallo remedio humano». El Cardenal, que había callado hasta entonces, pronunció estas breves palabras: «Santidad, para todos estos males, no hay más que un remedio; que S. S. defina el dogma de la Inmaculada Concepción» (P. Feo. de P. Sola S.I. Prólogo de su libro «La Inmaculada Concepción». Ver Cristiandad 1946, pgs. 416 y ss.).

Pío IX consciente de que ante la gravedad de la situación resultaban insuficientes los remedios naturales, recibió «la luz especial» de que hablaba San Leonardo de Porto Mauricio, y decidió confiar sólo en los sobrenaturales, con absoluta seguridad de victoria. El 2 de febrero de 1849 publicaba su famosa encíclica «Ubi primum»: «Si tenemos alguna esperanza, sepamos que de Ella la recibimos... Confío, sobre todo en la Bienaventurada Virgen María... que quebrantó con firme planta la cabeza de la antigua serpiente, y colocada entre Cristo y la Iglesia, libró siempre al pueblo cristiano de las mayores calamidades, se dignará disipar las horrorosas tempestades que asaltan a la Iglesia».

Pío IX solicitaba oraciones a toda la Iglesia, y parecer a todos los Obispos sobre su opinión y la devoción de sus fieles hacia la Inmaculada, ordenando rogativas especiales para implorar las luces del Espíritu Santo. 

Como muestra de las respuestas, transcribimos la del insigne Obispo de Lérida, Costa y Borras el 10 de mayo de 1849: «Beatísimo Padre: En Cataluña y en toda España es tan ardiente la devoción a la Concepción Inmaculada de María, que no se empieza ningún sermón sin invocar al principio el misterio, ni se entra en ninguna casa sin decir Ave María Purísima, y sin oír que le contestan: sin pecado concebida; en España en todas sus Universidades, maestros y discípulos, al recibir los grados juran defender, predicar y enseñar este glorioso misterio; y con la primera leche mamamos todos los españoles la devoción a la Concepción Inmaculada, y la aclamamos a cada instante».

El 8 de diciembre de 1854 mediante la Bula «Ineffabilis Deus» Pío IX proclamaba solemnemente:

«(...) para honor de la Santa e indivisible Trinidad, para honra y loor de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la Fe Católica, para aumento de la Religión cristiana, con la autoridad, de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, y la Nuestra, DECLARAMOS, PRONUNCIAMOS Y DEFINIMOS, que la doctrina, que defiende, que la Bienaventurada Virgen María Madre de Dios, en el primer instante de su Concepción, por gracia y privilegio especial de Dios, por los méritos previstos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original, ha sido revelada por Dios y, por tanto, ha de ser creída firme y constantemente por todos los fieles».

Y tras la definición dogmática seguían las palabras de la esperanza:

«Nos apoyamos en una esperanza ciertísima y en una confianza absolutamente total de que sucederá que la misma Virgen Bienaventurada, que toda hermosa e Inmaculada aplastó la venenosa cabeza de la crudelísima serpiente, y trajo la salvación al mundo, y extinguió siempre las herejías, y arrancó de las mayores calamidades de todas clases a los pueblos y naciones fieles, y a Nos mismo nos libró de tantos peligros amenazadores, quiera hacer con su poderosísimo patrocinio, que la Santa Madre Iglesia, removidas todas las dificultades y vencidos todos los errores, en todas las naciones y lugares de día en día se afirme, florezca y reine, de un mar al otro mar, y del río hasta los extremos de la tierra, y goce de plena paz, tranquilidad y libertad, para que... desechada la niebla de su mente, todos los extraviados vuelvan al sendero de la verdad y la justicia, y se haga un solo rebaño y un solo pastor».

En este texto de la esperanza, capital en la historia de su desarrollo histórico, Pío IX, a la luz de la definición y bajo el resplandor de ella, concibe en su corazón de Pontífice que actúa en un solemne momento del magisterio, una singular y poderosa esperanza acerca de la misma Iglesia: esta esperanza es calificada con los más firmes términos que pueden aplicársele: ciertísima… Esta esperanza tiene como objeto de certeza el auxilio de la Virgen a la Iglesia y su acción sobre su desarrollo futuro. En cuanto a lo que se espera de este modo que la Virgen hará con la Iglesia es desarrollado en una serie de incisos que prácticamente comprenden: el triunfo y florecimiento real de la Iglesia universal en paz y libertad, y como fruto y final del desarrollo esperado, la vuelta de los que están extraviados fuera de ella a su sendero de verdad. Todo ello queda por fin resumido en el inciso final, que alude claramente a la palabra del Señor en el Evangelio de Juan: que se haga un solo rebaño y un solo pastor .

Columna de la Inmaculada. Plaza de España. Roma.

El 25 de septiembre de 1857 bendecía Pío IX la esbelta columna que se eleva en la Plaza de España en honor de la Inmaculada. Rodean la columna las estatuas de cuatro profetas que anunciaron el misterio definido: Isaías, con el texto: «He aquí que una virgen concebirá» (Is. 8, 14); Ezequiel «Esta puerta estará cerrada» (Ez. 45, v. 5) y Moisés, con el libro del Génesis en sus manos en el versículo que dice: «Pondré enemistades entre ti y la mujer» (Gen. 3,15).

«YO SOY LA INMACULADA CONCEPCIÓN»

El día de la Encarnación del Verbo de Dios en las entrañas purísimas de María, el 25 de marzo de 1858, Bernardita Soubirous tuvo que insistir tres veces preguntando: «¡Señora! ¡Haced el favor de decirme!: ¿quién es Usted?», hasta que al fin, María sonriendo reveló su secreto:

«YO SOY LA INMACULADA CONCEPCIÓN».

San Maximiliano Kolbe escribía: «¿Qué es la Inmaculada? ¿Quién la comprenderá con toda perfección? ¡María, Madre de Dios!, la In­maculada, mejor, la misma «Concepción sin mancha», como ha querido Ella misma denominarse en Lourdes. Lo que quiere decir Madre, lo sabemos, pero «de Dios» no lo podemos comprender con la razón, con nuestra inteligencia... Sólo Dios sabe perfectamente lo que quiere decir Inmaculada. «Concebida sin mancha» se comprende algo, pero «La Inmaculada Concepción» con mayúscula, está llena de muy consoladores misterios... Si la Inmaculada lo quiere, fundaremos una academia mañana para estudiar, enseñar y publicar en todo el mundo lo que es la Inmaculada... Y después nosotros seremos suyos, del todo suyos...» (Carta 12.4.1933 en travesía de Shangay a Honkong).

Pío IX en 1869 confirma la «luminosa evidencia de Lourdes» que desde entonces es la casa de la Inmaculada Concepción.

LAS ESPERANZAS DE 1854 REAFIRMADAS EN LOS X, XV, XXV y L ANIVERSARIOS

Confortado con la bendición de la Inmaculada Pío IX completaba la gloria de su definición señalando la cabeza de su enemigo con la publi­cación de la Encíclica «Quanta Cura» y el «Syllabus» en su X aniversario, el 8 de diciembre de 1864, condenando los errores anticristianos del mundo moderno. En el XV aniversario de su acto más solemne, convocaba el Concilio Vaticano, puesto bajo el patrocinio de la Inmaculada, el 8 de diciembre de 1869. Cuando voces engañosas, la víspera del 18 de julio de 1870, le urgían a que aplazara la aprobación de la Infalibilidad pontificia por el Concilio, respondió el Papa: «La Inmaculada me conforta, y seguiré adelante». Al día siguiente se desencadenaba la Guerra Franco-Prusiana. Tras abrir brecha en la Puerta Pía, el 20 de septiembre los revolucionarios se apoderaban de Roma. El Papa quedaba prisionero en el Vaticano. Se desataba la Revolución de la Comunne en París en los mismos días en que la Virgen María se aparecía en Pontmain.

Con ocasión del 25 Aniversario de la definición, León XIII el 8 de diciembre de 1879, recordó:

«Han transcurrido ya veinticinco años desde que Nuestro glorioso predecesor Pío IX, de feliz memoria, a quien la Providencia había reservado la dicha de añadir a la corona de la Virgen una espléndida joya y de asociar sus glorias a las de Ella, promulgaba al mundo católico, reverente y gozoso, el decreto dogmático de la Inmaculada Concepción de María.

El pensamiento del poder de María contra el demonio y su descendencia lleva los ánimos a la confianza en Aquélla que, fuerte con el poder de su divino Hijo, extinguió todas las herejías y fue en los más difíciles acontecimientos el escudo y auxilio siempre presente de los cristianos. Este pensamiento infunde en los pechos la certeza de que también esta vez la victoria final será de María...» 

El propio León XIII, el Papa del Rosario, escribía:

«Tenemos una gran confianza de que se han de renovar y amplificar, por la intercesión de María, los triunfos de la Iglesia. Y aunque hay quienes esto que decimos, aunque lo creen, pero como no se ha obtenido nada de lo que se esperaba sino que los tiempos han empeorado, se cansan de orar... recuerden éstos que no se puede señalar a Dios el tiempo ni el modo de acudir en auxilio de su Iglesia» .

SAN PIO X RENUEVA Y AUMENTA LA ESPERANZA DE PIO IX

Pero, como destaca el P. Igartua, el más claro y universal testimonio de la esperanza surgida en la Iglesia entera con la definición, fue pro­nunciado cincuenta años más tarde por San Pío X con ocasión del cincuentenario de la definición :

«... por una misteriosa inspiración, nos parece que podemos afirmar que se cumplirán en breve aquellas grandes esperanzas, a las que, como consecuencia de la solemne definición de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, fueron llevados, no ciertamente de modo temerario, nuestro antecesor Pío IX y todos los obispos del mundo.

(...) No pocos son los que se quejan de que estas esperanzas hasta hoy no se han realizado, y aplican a ellas las palabras de Jeremías: «Es­peramos la paz y no hubo bien, el tiempo del remedio y sobrevino el temor» (Jer. 8,15). Pero ¿quién no reprenderá como de poca fe a éstos, que descuidan el examinar a fondo las obras de Dios y sopesarlas conforme a la verdad?

Testigos, pues, de tantos y tan grandes beneficios como Dios, por la benigna imploración de la Virgen, nos ha hecho en estos cincuenta años próximos a cumplirse, ¿por qué no hemos de esperar que nuestra salvación está más cerca que cuando lo pensamos? (Rom. 13,11). Tanto más que sabemos por experiencia que es costumbre de la divina providencia que la cumbre de los males no esté muy lejos de la liberación. 

Cerca está de llegar su tiempo, sus días no se alejarán. El Señor tendrá misericordia de Jacob y pondrá sus ojos todavía en Israel (Is. 14,1); de modo que tenemos esperanza total de que también nosotros proclamaremos dentro de poco tiempo: «Rompió Yavé la vara de los impíos, el cetro de los tiranos... Toda la tierra está en paz, toda en reposo y en cantos de alegría» (Is. 14, 5 y 7).

(...) «Hay motivo para levantar el ánimo. Porque vive Dios y hará que a los que aman a Dios todas las cosas les ayuden al bien (Rom. 8, 28). El sacará bienes de los males, habiendo de dar a la Iglesia triunfos tanto más espléndidos, cuanto más obstinadamente se ha empeñado la perversidad humana en obstaculizar su obra. Este es el admirable plan de la divina Providencia; para restaurar todas las cosas en Cristo no debemos prefijar a la divina Sabiduría ni el tiempo ni el modo de venir en socorro nuestro».

«¡Oh, cuan acerba y rabiosamente se persigue ahora a Cristo Jesús y a la religión santísima, fundada por El! Y con eso, ¡cuánto peligro se ofrece para muchos, de que, arrastrados por errores tortuosos, abandonen la fe! «Así pues, el que cree estar en pie, mire no caiga» (I Cor. 10, 12). Mas la Virgen no cesará de socorrernos en nuestras angustias, por graves que sean, y de proseguir la lucha en que viene combatiendo desde su Concepción, de manera que todos los días podamos repetir: «Hoy ha sido quebrantada por Ella la cabeza de la antigua serpiente». (Off. Inmac. Concep. in II vesp. ad Magnif.).

«(...) Cierto es que nos encontramos en tiempo tan funesto, que podemos aplicarnos aquella lamentación del Profeta: «No hay en la tierra verdad, ni misericordia, ni conocimiento de Dios. Perjuran, mienten, matan, roban, adulteran, oprimen, y las sangres se suceden a las sangres» (Os. 4, 1-2).

Pero, sin embargo, en medio de este diluvio de males, a modo de iris, se nos presenta ante nosotros la Virgen Santísima, como arbitro de la paz entre Dios y los hombres. «Pongo mi arco en las nubes, será señal de mi pacto con la tierra» (Gen. 9,13). Aunque la tormenta se desencadene y se entenebrezca el cielo, no tiemble nadie. Viendo a María, Dios se aplacará y perdonará. «Estará el arco en las nubes, y yo lo veré, para acordarme de mi pacto eterno» (Gen. 9,16). «Y no volverán más las aguas del diluvio a destruirla» (Gen. 9,15). Certísimamente, si confiamos como es debido en María Santísima, sobre todo ahora que con más ardorosa piedad celebraremos su Concepción Inmaculada, aun en estos tiempos conoceremos que es aquella Virgen potentísima «que con su planta virginal quebrantó la cabeza de la serpiente» (Of. Inm. Conc. B. V. M.).

1917: FATIMA Y LA REVOLUCIÓN COMUNISTA

Como ha escrito magistralmente Luis Creus, 1917 marca otro hito en la historia moderna. La lucha del príncipe de este mundo contra Dios en­tra en una nueva fase. «El 13 de mayo de 1917 María Alexandrovna enseñaba el catecismo en una iglesia de Moscú. Tenía ante sí en los bancos a 200 niños. En la puerta principal se oyó un gran estrépito; entraron unos jinetes, cargaron por la nave central, destruyeron el altar y derribaron las imágenes; finalmente cargaron sobre los niños, matando a algunos de ellos. María Alexandrovna salió gritando de la Iglesia. Fue a ver a uno de los revolucionarios, que después iba a ser famoso, y le dijo: «acaba de suceder algo terrible. Estaba enseñando el catecismo en la iglesia cuando entraron hombres a caballo .destruyeron la iglesia, pisotearon y mataron a varios niños». Lenin, el revolucionario, respondió: «Lo sé. Yo los mandé» (Mons. Fulton J. Sheen. Cristiandad 1954. p. 326).

El 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre según el calendario juliano vigente en Rusia) Lenin toma el poder, derrocando al Zar. Es la Revolu­ción de Octubre. Tres meses antes, el 13 de julio, la Virgen Inmaculada había dicho: «Vendré a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión reparadora de los primeros sábados. Si se escuchan mis peticiones Rusia se convertirá y habrá paz, si no, ella propagará sus errores por el mundo provocando guerras y persecuciones contra la Iglesia... pero finalmente mi Corazón Inmaculado triunfará...». 

El 13 de octubre de 1917 María se apareció por última vez bajo la advocación de Nuestra Señora del Carmen; tres días después Maximiliano Kolbe fundaba la Milicia de la Inmaculada con el fin de «enrolar al mundo entero bajo la guía de la Inmaculada, para que alcance la salvación».

En plena Guerra Mundial, el 31 de octubre de 1942, Pío XII consagraba, no Rusia, sino el mundo, al Inmaculado Corazón de María:

«Finalmente, así como fueron consagrados al Corazón de vuestro Jesús la Iglesia y todo el género humano, para que, colocando en El toda su esperanza, El les fuese señal y garantía de victoria y salvación; así, de modo semejante, Nos los consagramos para siempre a Vos, a vuestro Corazón Inmaculado, ¡oh Madre nuestra y Reina del mundo!, para que vuestro amor y patrocinio aceleren el triunfo del reino de Dios, y todas las naciones, pacificadas entre sí y con Dios, os proclamen Bienaventurada, y entonen con Vos, de un extremo al otro de la tierra, el eterno Magníficat de gloria, amor, agradecimiento al Corazón de Jesús, en el cual únicamente pueden encontrar la Verdad, la Vida y la Paz».

Consagración completada con la de 7 de julio de 1952, de todos los pueblos de Rusia, aun cuando no se hizo, como pedía la Virgen, en unión de todos los obispos del mundo.

«Dedicamos y consagramos todos los pueblos de las Rusias al Corazón Inmaculado, esperando sucederá que... el reino salvador de Jesucristo...se establezca firmemente en todas las partes de la tierra».

Ya el 13 de mayo de 1946 en el Mensaje a la Coronación de la Virgen de Fátima Pío XII había escrito: «...En la esperanza de que nuestros deseos sean acogidos favorablemente por el Corazón Inmaculado de María, y apresuren la hora de su triunfo y del triunfo del Reino de Dios...».

Son numerosos los textos de Pío XII vinculando el próximo triunfo de María con el esperado advenimiento del Reino del Corazón de Jesús en el mundo. 

El P. Igartua en su definitiva obra «La esperanza ecuménica de la Iglesia». B.A.C. 1970, y en «El mundo será de Cristo». Bilbao 1971, hace una enumeración exhaustiva, a la que remitimos, y de la que sólo destacamos dos: La Alocución a la Peregrinación nacional portuguesa el 5.6.1951, y el Mensaje al Congreso Mariano Internacional de Lourdes de 17.9.1958:

«Implorad incesantemente sobre él la intervención milagrosa de la excelsa Reina del mundo, para que las esperanzas de una era de paz verdadera se realicen cuanto antes, y el triunfo del Corazón Inmaculado de María apresure el triunfo del Corazón de Jesús en el reino de Dios» (An Petr, 1951, n. 62, p.101).

«Nos queremos proclamar muy alto, al terminar el Congreso que corona de algún modo este incomparable centenario, nuestra certeza de que la restauración del reino de Cristo por María no podrá dejar de realizarse».

Paulo VI el 21 de noviembre de 1964, en la Alocución a los Padres del Concilio Vaticano II, en la que declaraba a María Madre de la Iglesia, y enviaba la Rosa de Oro a Fátima, escribe:

(...) «Mientras dirigimos nuestro ánimo con ardiente oración a la Virgen María, para que ruegue en favor del concilio ecuménico y de la santa Iglesia, y para que acelere el esperado tiempo en que todos los seguidores de Jesucristo de nuevo queden unidos entre sí, nuestros ojos... se vuelven hacia todo el orbe de la tierra; que... nuestro predecesor de v. m., Pío XII, no sin celeste inspiración, consagró con rito solemne al Inmaculado Corazón. Hemos juzgado justo conmemorar hoy de modo singular este santísimo acto de religión».

El Concilio Vaticano II, del que Paulo VI dijo: «Es la primera vez que un Concilio Ecuménico presenta una síntesis tan extensa de la doctrina católica sobre el puesto que María Santísima ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia», afirma que: (María) «precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor» (LG 68).

EL SENTIDO DEL AÑO MARIANO

Juan Pablo II tiene por lema «Totus tuus» del Santo de Montfort. Salvado milagrosamente de la muerte un 13 de mayo a la hora de las apa­riciones, en su reciente Encíclica: «Redemptoris Mater», afirma:

«En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según la cual María «está también unida» a Cristo porque, aunque como madre-virgen estaba singularmente unida a él en su primera venida, por su cooperación constante con él lo estará también a la espera de la segunda; «redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo», ella tiene también aquella función, propia de la madre, de mediadora de clemencia en la venida definitiva, cuando todos los de Cristo revivirán, y «el último enemigo en ser destruido será la Muerte» (1 Co. 15,26).

«Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de Cristo con la Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella «mujer» que, desde los primeros capítulos del Libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues María, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella «dura batalla contra el poder de las tinieblas» que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana».

«Precisamente el vínculo especial de la humanidad con esta Madre me ha movido a proclamar en la Iglesia, en el período que precede a la conclusión del segundo Milenio del nacimiento de Cristo, un Año Mariano. Una iniciativa similar tuvo lugar ya en el pasado, cuando Pío XII proclamó el 1954 como Año Mariano, con el fin de resaltar la santidad excepcional de la Madre de Cristo, expresada en los misterios de su Inmaculada Concepción (definida exactamente un siglo antes) y de su Asunción a los cielos» 

Publicado en "Cristiandad", diciembre de 1987