La Iglesia se hace evangelizadora en cenáculo con María

Padre César Palomino Castro, CMF

El proceso de maternidad virginal de María se realizó bajo la acción del Espíritu Santo (Lc 1,35; Mt 1,18-20). La Iglesia comenzó a ser misionera y madre guiada por esta misma acción del Espíritu, a modo de «plenitud» (Hech 2,4), que capacita para anunciar a Cristo con audacia (Hech 2,32-33; 4,31). «La era de la Iglesia empezó con la venida, es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el cenáculo de Jerusalén junto a María, la Madre del Señor» (DeV 25) .
La presencia de María en la comunidad eclesial que preparaba Pentecostés (Hech 1,14) se ha convertido en un hecho paradigmático, como punto de referencia para toda época histórica de la Iglesia. En esta realidad bíblica se entrecruzan las imágenes de la anunciación (Nazaret) y de Pentecostés (cenáculo). «Fue en Pentecostés cuando empezaron los hechos de los Apóstoles, del mismo modo que Cristo fue concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María» (AG 4); «antes de Pentecostés... también María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la anunciación ya la había cubierto con su sombra» (LG 59).
La realidad misionera de la Iglesia arranca de la encarnación y de la redención, pero se manifiesta desde el día de Pentecostés: «La Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del evangelio por la predicación y fue, por fin, prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por medio de la Iglesia de la Nueva Alianza» (AG 4). Esta misionariedad de la Iglesia tiene características de maternidad: «La Iglesia, contemplando su misteriosa santidad e imitando su caridad (de María) y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios» (LG 64).
María en la anunciación simboliza a la Iglesia y la precede. Por esto en Pentecostés se encuentra en medio de la comunidad eclesial, como expresión de la misma Iglesia:
« Por consiguiente, en la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén» (RMa 24).
Es ya una «constante» en la época postconciliar del Vaticano II la invitación a reunirse en cenáculo con María. En Evangelii Nuntiandi, Pablo VI hizo esta invitación para preparar el año dos mil, puesto que ya estamos en «la vigilia del tercer milenio»: 
«En la mañana de Pentecostés, ella (María) presidió con su oración el comienzo de la evangelización bajo el influjo del Espíritu Santo. Sea ella la estrella de la evangelización siempre renovada que la Iglesia, dócil al mandato del Señor, debe promover y realizar, sobre todo en estos tiempos difíciles y llenos de esperanza» (EN 82) .
En su primera encíclica, Juan Pablo II hacía una invitación semejante, puesto que estamos en «un nuevo adviento» (RH 1, 20, 22), en una «nueva etapa de la vida de la Iglesia» (RH 6), en una «época hambrienta de Espíritu» (RH 18). Esta invitación se ha ido repitiendo de modo más insistente durante el año mariano.
En el fondo de esta temática mariana y eclesial se encuentra el tema del Espíritu Santo, que hace madre a María y hace misionera y madre a la Iglesia. En Maríalis cultus, Pablo VI subrayó esta relación: «María es también la Virgen-Madre constituida por Dios como tipo y ejemplar de la fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual se convierte ella misma en madre»... (MC 19; cita a LG 64).
Los momentos más fecundos de la historia de la Iglesia han sido aquellos en los que se ha tomado conciencia de esta realidad mariana y eclesial. Se podría hablar de un «nuevo Pentecostés», en el sentido de recibir nuevas gracias del Espíritu Santo para poder afrontar nuevas situaciones eclesiales. Así lo dejó entrever el papa Juan XXIII al convocar el concilio Vaticano II y en la oración para pedir el éxito del mismo: «Renueva en nuestra época los prodigios de un nuevo Pentecostés».
La misión que la Iglesia recibió de Cristo es la misma del Señor (Jn 20,21; 17,18). Es, pues, misión bajo la acción del Espíritu Santo (Hch 1,8), como fue la de Cristo (Lc 4,18). Se trata de anunciar y comunicar un «nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu» (Jn 3,5), como fruto de la glorificación de Jesús (Jn 7,37-39; 19,35).
Esta misión, que Cristo recibió del Padre y que ejerció bajo la guía del Espíritu Santo, al ser comunicada a la Iglesia constituye la fuente de la fecundidad eclesial (Jn 15,26-27; 16,13-15). Por esto Jesús compara la vida y acción apostólica a una maternidad que, para llegar al gozo de la fecundidad, ha de pasar por los dolores del parto (Jn 16,20-22). Pablo aplicó este símil materno a su propio trabajo apostólico (Gal 4,19; cf. 1 Tes 2,7-8), en el contexto de la maternidad de María (Gal 4,4) y de la Iglesia (Gal 4,26).
Esta realidad misionera y materna de la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo, fundamenta el deseo que la misma Iglesia tiene de vivir en cenáculo con María (Hech 1,14). Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia vive de la palabra y de la eucaristía, se edifica como fraternidad y se orienta audazmente hacia la evangelización (cf. Hch 2,42-47; 4,31-34). María está presente de modo ejemplar y activo en este proceso de maternidad.
El mismo Espíritu Santo que hizo madre a María siempre Virgen, hace misionera y madre a la Iglesia. La maternidad eclesial, como fecundidad apostólica, es, pues, obra del Espíritu Santo. Efectivamente, el Espíritu Santo «guía la Iglesia a toda la verdad... la unifica en comunión y ministerio... Con la fuerza del evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo» (LG 4).
La acción del Espíritu Santo, que guía a la Iglesia en todo el proceso de maternidad apostólica, la constituye en «instrumento eficaz') de vida divina. Por esto, «la comunidad eclesial ejerce una verdadera maternidad para conducir las almas a Cristo» (PO 6). De ahí deriva la actitud espontánea de la Iglesia de «identificarse» con María en la anunciación y de sentirla siempre presente en el cenáculo de cada comunidad apostólica (cf. LG 65).
La venida del Espíritu Santo no se limita, pues, a la comunidad eclesial, sino que, por medio de ella, se prolonga en toda la humanidad. Por el Espíritu Santo, la Iglesia, a imitación de María, se hace madre y evangelizadora de todos los pueblos (cf. Hch 10,45; 11,15.18).