La Madre

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Quizás los cristianos no hemos comprendido plenamente cuánto valemos para Jesús y su Madre. Tal vez, meditando en su pasión nos engañemos al pensar que todo ha concluido con la muerte en la cruz. Sin embargo, el sufrimiento del Hijo de Dios y de María todavía no se ha completado, porque los hombre somos pecadores. Doquiera que exista un pecador sobre la faz de la Tierra, se infligirá una herida en el cuerpo de Jesús y en el Corazón de María.

Continúa el horrendo suplicio. La partida hacia el Gólgota era larga y más dura aún por la condición física y la pesadez de la cruz que, en ese estado, me pesaba como una roca sobre la espalda ensangrentada. El mal del pecado oscurecía la mente y yo era empujado como un animal llevado al matadero. El ruido de la multitud a lo largo del sendero, las burlas e insultos se sumaban al gran dolor, donde pusiera los ojos los hallaba soltando odio, rencor, perfidia, desprecio y un cruel disfrute de mi sufrimiento. Estaba solo en un mar de dolores. El pueblo que me había exaltado con hossanas, ahora estaba sediento de sangre y deseaba con odio la muerte del inocente. ¿Dónde esta ahora el recuerdo de su Dios? Con el corazón endurecido estaban listos, como una hiena, a deleitarse en su presa.

En medio de aquella confusión, en el tremendo avanzar, caminando, encuentro a mi Mamá en la tierra. Estaba esperando a su hijo condenado a muerte. ¡Qué maravilloso acto de amor me demuestra! Sin importarle el furor del pueblo, quería estar cerca mío, que tremenda fue su sorpresa al verme en ese estado. Con sus ojos privados del llanto vio las heridas y la sangre fluyendo de las espinas incrustadas en la cabeza y de la espalda. Vio el temblor de mi cuerpo febril y el intenso dolor. Ella estaba horrorizada de tanto, debilitada por las noches de insomnio, por las copiosas lágrimas derramadas y el dolor de saber que su hijo, condenado a muerte, estaba ahí. No podía abandonar al hijo que su Dios generó en su vientre.

En medio de aquella confusión, en el tremendo avanzar caminando encuentro a mi Mamá en la tierra. Estaba esperando a su hijo condenado a muerte. ¡Qué maravilloso acto de amor me demuestra! Sin cuidado del furor del pueblo, quería estar cerca mío, que tremenda fue su sorpresa al verme en ese estado. Con sus ojos privados del llanto vio las heridas y la sangre fluyendo de las espinas incrustadas en la cabeza y de la espalda. Vio el temblor de mi cuerpo febril y el intenso dolor. Ella estaba, horrorizada de tanto, debilitada por las noches de insomnio, por las copiosas lágrimas derramadas y el dolor de saber que su hijo, condenado a muerte, estaba ahi. No podía abandonar al hijo que su Dios generó en su vientre.

En su mirada descubro el intenso amor, la piedad, el deseo de reemplazarme, si hubiera sido posible, en este sacrificio. La mamá, que de niño me acunaba tiernamente sobre su corazón, ahora no podía siquiera extenderme su brazo. Viéndola así, aplastada y apenada, pronuncié la palabra más bella: ¡Mamá! Fue un grito de mi corazón, el estallar de tanto dolor, amargura y calor humano. Ella comprendió todo esto y su corazón se unió al mío. Su amor destiló cual una gota de rocío sobre un pétalo al sol y respondió: ¡Hijo!

En aquella dulce palabra de entrega estaba el amor, la adoración, la infinita piedad, la inmensa ternura, en esa palabra todo se detuvo. En aquel mar de odio había encontrado a la persona más querida y amada. Un instante, pero estaba en el transcurso del camino y debía retomarlo con el pesado leño que me cargaron al partir. Gracias, Mamá por esto que has hecho, ahora vuelvo al camino del dolor pero tú estás en mi corazón.

Fuente: Grito de amor