Voces de todos los siglos celebran a María

La Voz católica

No todos somos madres, pero, todos somos hijos; no hay persona alguna que no haya nacido de una madre. Del mismo modo, no existe hijo ni madre, sin un padre. Toda persona humana es hijo o hija de una madre y un padre; este trío relacional es esencial a la vida del hombre. Así pues, en la historia personal se es siempre, ante todo, hijo y, con la madurez, se llega a vivir la maternidad o la paternidad. Esta vivencia produce una liberación tremenda para amar. Los padres viven grandes sacrificios desde que engendran a sus hijos hasta que los conducen a su crecimiento y maduración. El amor materno-paterno es la manifestación más concreta del amor de Dios para cada persona. Por eso todos somos, básicamente, hijos del Padre, de quien procede el don de ser padre y madre.

Partiendo de esta base, detengámonos en ese atributo maravilloso que sólo es vivido por la mujer: la maternidad. Ser madre es un privilegio único. La maternidad se asienta básicamente en la femineidad, esa particular forma de expresión de la sexualidad humana que lleva en sí la virtud de ser recipiente de vida; la capacidad de donar su cuerpo para una nueva vida; el poder de aceptar ser fecundada y entregarse para hacer nacer y crecer al nuevo ser, incluyendo la experiencia inefable de sentir el latido de vida dentro de sí: la entrega total a la humanidad de un nuevo potencial de amor.

Ese pequeño regalo brota de las entrañas maternas a través del alumbramiento. Un acto misterioso y divino que, en ocasiones, la madre no vive en toda su intensidad, incluso espiritual, ya sea por falta de madurez, de preparación, o por desconocimiento. A veces, inmersa en los dolores, en el cansancio y los temores, no repara en que, en ese instante tan trascendente, ella está participando directamente del más preciado don divino, como herencia legada por María Santísima.

Pero consideremos que, si grande es alumbrar la vida en el nacimiento, esta misión de dar a luz a un nuevo ser es una responsabilidad para toda la vida. Es ofrecerle al hijo el conocimiento de vivir, de qué hacer con esa vida; es seguir paso a paso ese crecimiento, ofreciéndole al hijo alimento material, psicológico y espiritual, integrados para lograr una persona de bien. Y ésta es la manera más real y concreta en que toda mujer puede luchar por el bien de la humanidad: vertiendo toda su creatividad amorosa en esa personita que hace crecer. Es por eso que todo se detiene en la vida de la mujer, cuando esta es llamada a la maternidad.

Un crecimiento personal en el Amor
A veces pensamos que la maternidad termina cuando los hijos nacen, o cuando crecen; pero el ser madre es la nobleza suprema de la mujer; es proyectar la vida hacia fuera de sí, desde lo hondo. Es por eso que la maternidad conlleva un crecimiento personal en el Amor donado por el Padre.

Es preciso ser consciente y asumir que la maternidad nace de un vínculo trascendente entre María, Madre de Jesús, y todos los hombres y mujeres del mundo. Ella es Madre de madres, es Ella la llena de todo bien, de la armonía suprema. Su dichosa respuesta: “Hágase en mi según tu palabra…”, nos hace mirar hacia Ella cuando sentimos que no podemos con nuestro papel de madre, cuando nos percatamos de nuestros errores, cuando nos cansamos de la lucha y pensamos que no podemos… Ella es la guía; Ella es testimonio de maternidad.

Recordemos cuántos secretos lleva María en el silencio de su corazón. A veces no somos capaces de guardar silencio: debemos tener en cuenta que en la esencia del respeto, está la discreción. Sigamos a María Madre en el silencio necesario; aprendamos a no comentar, con familiares y amigos, lo privado de nuestros hijos; estos silencios reforzarán en ellos la confianza en la vida, ofreciéndoles seguridad y apoyo; seamos discretos con su privacidad. Cuántas veces pensamos que lo que hacemos es bueno para ellos y, queriendo hacer un bien, hacemos el mal que no queremos… (Cf. Romanos 7, 17-20).

Demos gracias a las madres de todo el mundo, mujeres que han enriquecido a la humanidad, que han vertido su dolor, sufrimientos y alegrías en esta bellísima misión. Hagamos homenaje a esas personas especiales, privilegiadas y sacrificadas, responsabilizadas, en gran medida, en detener el mal, haciendo crecer la luz del bien en el mundo.

Y, en todo momento, encomendemos nuestras relaciones con los hijos a María Madre: Ella es la Madre por excelencia.

Fuente: La Voz Católica