María
es una mujer concreta, histórica, cuya personalidad encierra
cierto carácter hierofánico. ¿Cómo interpretar la
transignificación de María? ¿El mito y el rito nos ayudan a
entrever el misterio mariano?
1.-
INTRODUCCIÓN
Así nos viene dado el tema. Por supuesto: en referencia a la
transignificante figura de María. Ya de entrada, cabe preguntar:
¿se limita esa gramatical copulativa "y" a simplemente
sumar dos sustantivos que ninguna o muy escasa relación tuvieran
entre sí? Iremos viendo que no. Más bien, es expresiva de una
interna y cuasi-dialéctica conexión entre uno y otro, de suerte
que estaría así dicha copulativa mostrando su secreta valencia
transgramatical.
Sólo dentro de tal correlación entre "mito" y
"rito" se revelaría, concretamente, la figura de María
con todo su realismo histórico, por una parte, y en su más hondo
sentido teológico-antropológico, por otra. La ruptura de tal síntesis
dialéctica, por oscurecimiento o malentendimiento del mito, o por
inflación del rito, no vendría, en nuestro caso, sino a
desfigurar la auténtica imagen de María en lo que, por designio
de Dios, tiene de más honda transignificación dentro de la
historia de la salvación. Y también aquí cabe preguntar si no
se habrá dado una cierta ruptura de esa dialéctica.
En efecto, no sin fundamento, se ha afirmado que, en la tradición
católica mariana, el mito ha permanecido en un como estado
latente. ¿Por qué? ¿Por sus negativas resonancias o sus
malinterpretaciones? ¿Por falta de una clara y sistematizada
doctrina sobre el mito y su aplicación a la persona histórica de
María? Del rito, en cambio, se afirma haber alcanzado cotas
elevadas.
Y nuevamente, uno tras otro, se agolpan los interrogantes: ¿no se
ha llegado, tal vez, a devaluar el rito por reducción de lo que
denominaríamos su campo magnético? ¿Se tenía conciencia de
que, al perder el mito su vigencia –no decimos su
virtualidad–, venía también a perder consistencia el rito, aun
dentro de sus supuestas elevadas cotas? ¿Por qué una más que
conceptual distinción entre mito y rito había de romper su
interna estructura dialéctica? ¿No es lo que de más "mítico",
concretamente, implica la figura de María la mejor fundamentación
de su historicidad y la mejor revalorización teológico-antropológica
del culto que, a través del rito, se le tributa? Y seguirían los
interrogantes: ¿por qué había de identificarse lo "mítico"
con lo "no-histórico"? ¿Solamente es "histórico"
lo que, como simples, pasivos o empíricos observadores podemos
constatar o contar? ¿No va el sentido de una realidad histórica
mucho más allá de lo empírico y puramente observable?
Evidentemente, no es de simple curiosidad intelectual la respuesta
que pueda darse a tales interrogantes.
Con su figura, concretamente, en el punto de mira, digamos, pues,
ya desde ahora que ni preguntas ni respuestas tienen por qué
cuestionar, invalidar o desvirtuar la historicidad de María.
Vienen, más bien, a iluminarla en lo que tiene –y no es juego
de palabras– de histórico-teológicamente más transignificante
y de signológicamente más histórico y más teológico.
Esa serie de interrogantes que hemos formulado sólo pretende
ambientar el tema de nuestra reflexión, como una forma de
destacar su importancia, incluso para la misma vivencia del
misterio cristiano en su perspectiva o dimensión mariológica.
Sin embargo, no dejan tales interrogantes de encontrar una cierta
respuesta a través de estas notas.
Hemos aludido a una cuasidialéctica vinculación –que tanto la
Fenomenología como la Psicología de la religión se complacen en
subrayar– entre el mito y el rito. El segundo no es más que la
vertiente expresiva del primero. Esto quiere ya decir, por una
parte, que, sin el rito, tiende el mito a desvanecerse, y, por
otra, que, sin el mito, puede el rito llegar a devaluarse, por
elevadas que parezca mantener sus cotas. Es, sí, el mito lo que
justifica y da consistencia al rito. Pero, cabalmente por eso, está
el rito exigiendo la revalorización del mito como típico modelo
hermenéutico, y en determinados casos como única vía de acceso
a una figura histórica que –como la de María– trasciende lo
puramente empírico y hasta se trasciende, en cierta manera, a sí
misma. Sólo dentro de este presupuestal contexto tienen sentido
las reflexiones que estructuran el presente artículo.
2.-
EL MITO, MODELO DE HERMENÉUTICA
¿No es ya de por sí significativa la importancia que en todas
las épocas se ha dado al mito, independientemente de la
interpretación que de él se haya hecho? Dejando a un lado
interpretaciones y valoraciones definitivamente superadas (1),
partimos de la valencia claramente positiva que hoy –en un como
retorno a los orígenes– vuelve a otorgarse al mito como
"expresión elegida para designar lo que está más allá del
saber y de la ciencia" (2), pero que no por eso deja de
afectar a la realidad y a la vida en lo que una y otra tienen de más
inmanente y a la vez más trascendente (3).
2.1.-
Hacia un concepto de mito
En sus orígenes, mito significaba, sencillamente,
"discurso", "mensaje", "proclamación",
"anuncio", "comunicación de una noticia",
"conocimiento". Podía, igualmente, significar –y
significaba– "acontecer e historia" (4). No era, pues,
sinónimo de invención, ficción imaginaria o mentira. Por lo que
tampoco era –ni tenía por qué serlo– objeto o motivo de
descrédito o desconfianza. Se trataba de un discurso en forma de
relato encaminado a despertar y transmitir toda su credibilidad.
Era, en una palabra, un discurso tejido de imágenes, símbolos y
plasticidad (5). Sin ser un abstracto filosofar sobre el origen y
la naturaleza del hombre o de las cosas, tampoco era, como creyera
Andrew Lang, una explicación fantástica de cómo hombre y cosas
llegaran a la existencia (6).
El mito se refiere, fundamentalmente, al origen de una realidad,
pero en el sentido de un presupuestal "principio y
fundamento" que activamente interviene en el acontecer cósmico
o histórico y en concurso con la acción humana. Y de ahí que,
en el mito, las acciones sean "fundación de un estado y
modelo de configuración ulterior, y que el mito mismo como tal
sea fundación" (7).
Lejos, pues, de toda ficción, el mito representa una experiencia
viva y tradicional de la realidad, un conocimiento y una palabra
sobre el verdadero ser y real acontecer que todo lo funda y al que
todo retorna, no sólo bajo su aspecto de causalidad, sino también
como interpretación y sentido de lo que existe y acontece. Con lo
que el tiempo propio del mito aparece –lo veremos en su
momento– como un tiempo a la vez originario y final, anterior y
superior al tiempo histórico, pero en él operante.
¿Qué peligro o inconveniente habría, concretamente, en definir
la figura de María desde un orden categorial de conocimiento e
interpretación así entendido?
2.2.-
¿"Mythos" frente a "logos"?
En el primitivo helenismo, el mito no tenía otro significado que
el ya descrito. Es siglos más tarde cuando, ya en plena ilustración
griega, cae en desuso el vocabulario descriptivo-narrativo de
mythos y mythein y viene sustituido por otro más semántico y
racionalizado: el de logos y léguein. Es ahora cuando empieza a
considerarse el mito como una forma de expresarse, si no opuesta,
sí radicalmente distinta de la razón demostrativa. El mythos
designa ahora lo que solamente puede ser narrado, pero no
demostrado: concretamente, las historias de los dioses y los héroes
(8). Al no obtener su verdad mediante el logos, venía a
catalogarse el mythos como simple fábula o mera parábola.
Convendrá subrayarlo. Ese paso de uno a otro ámbito no implicaba
de suyo oposición –tal como hoy pudiéramos entenderla– entre
mythos y logos. Las narraciones míticas tenían su verdad. Hasta
más consistente que la notificación de acontecimientos históricos
transmitidos por simples historiadores u observadores empíricos.
No, el mito no es lo opuesto a la verdad. Sólo persigue
expresarla describiendo la realidad por lo que ella tiene de más
hondo y más trascendente, a sabiendas de que es algo más que
pura facticidad.
Lejos de ser "historias inventadas", en el sentido que
damos hoy a tal expresión, el mito seguía siendo declaración de
lo conocido, de la noticia transmitida sin necesidad de determinar
ni demostrar su procedencia. Y, de hecho, aun dentro de su plena
ilustración, el pensamiento helénico vio siempre cierta sintonía
y mutua referencia entre logos y mythos. Platón –es un ejemplo
representativo– acierta a armonizar el legado lógico-racional
de su maestro Sócrates con la tradición mítica de la religión
popular. En sus famosos Diálogos, aparece frecuentemente el mito
nada menos que como culminación del mismo logos. Aun sin
reivindicar la verdad completa, los mitos platónicos representan,
como narraciones, un radical destello de verdad. Incluso,
proyectan más allá de sí mismos un logos ávido siempre de más
verdad, que –curiosamente– sólo en el mythos llegará a
descubrir. Diríase que el logos platónico trasciende sus propias
posibilidades demostrativas e invade el terreno privativo del
mythos (9). No deja, concretamente, de ser sorprendente –¿y por
qué no aleccionadora?– la forma con que Platón contextualiza
antiguas tradiciones y contenidos –transmitidos en el culto
ritual y en la leyenda– con la más acendrada y aguda reflexión
lógico-conceptualizadora. Su al fin nada platónico discípulo
Aristóteles verá, igualmente, en la tradición "mítica"
sobre los dioses una valiosa información en torno a conocimientos
olvidados en los que vendrá él a descubrir nada menos que su
metafísica del primer motor (10).
¿Qué concluir de lo dicho? Que, ni demostrativa ni demostrable,
la forma de relato propia del mito tiene su lógica y su verdad
del todo peculiares. Incluso que, más o menos consciente de sus límites,
el mismo logos empírico-racional está de alguna manera proyectándose
más allá de sí mismo para iluminar su propio ámbito con esa
otra peculiarísima lógica que inspira e informa el relato mítico.
Y lo que parece una conclusión, ¿no tendría cierto carácter de
principio hermenéutico-epistemológico y explicativo de la
realidad?
Pensando explícitamente en nuestro tema, cabe ya preguntarse: ¿no
es significativo que toda una tradición mítico-religiosa fuera
susceptible de seria y madura racionalización? ¿Por qué la
relación entre mythos y logos había de adquirir caracteres antitéticos
–por no decir antagónicos– bajo el signo de una religión
revelada? Quede ahí de momento pendiente de respuesta el
interrogante. Y demos un tercer paso no menos esencial para una
hermenéutica del mito en su aplicación a la figura de María.
2.3.-
¿Mito frente a realidad histórica?
Ya el Renacimiento planteó el problema de la realidad y grado de
verdad de los mitos. Para no pocos –todos los
"ilustrados" del siglo XVIII– los mitos no merecían
crédito ni mención. La "verdadera historia"
–afirmaban– no tiene nada de mítico. Por lo que el
"historiador" debe depurarla de todo cuanto sepa a mito
o a leyenda.
Volveríamos nuevamente a preguntar: ¿qué entienden tales
pensadores por "historia" y por "historiador"?
¿Solamente es "histórico" lo que como mero simple
observador puede uno constatar y referir? ¿No se juega y se
decide la auténtica historicidad en el más allá de lo puramente
empírico y observable? ¿No será, incluso, el mito la única vía
de acceso a lo que dicha historicidad tiene de más metafenoménico?
Ya es significativo, dentro de este contexto, que en el intento
mismo de estudiar empíricamente la historia se haya llegado a la
conclusión de que, si pueden los mitos no ser
"verdaderos" en lo que narran, son siempre
"verdaderos" en el sentido de narrar algo realmente
acontecido en la historia, a saber, la creencia en los mitos (11).
Pero también ahora surge obligada la pregunta: ¿por qué esa
universal e histórica creencia en mitos? ¿No será ya de por sí
expresiva de una visión a la vez más radical y más trascendente
–más metaconceptual, pero no menos existencial– de la
realidad histórica en lo que ésta tiene, según el mito, de
metatemporal y metaespacial? Y, bajo este aspecto, ¿no es la
"verdad mítica" una "verdad histórica" en lo
que ésta lleva de más metaempírico? ¿No será, pues, el mito
la viva expresión de ese radical deseo humano de trascender
–sin negarlo– lo temporal y espacial, o, si se quiere, de ese
innato y patético esfuerzo por calar en el fundamento y sentido
de la realidad, hasta llegar a una realidad originaria y última a
la vez? Así lo han afirmado filósofos –y hasta científicos–
de ayer y de hoy (12).
El mito es, pues, relato, sí, pero de una realidad que se vive o
realidad viva, que se cree sucediera en su momento y que desde
entonces viene iluminando los destinos de la humanidad (13). Los
antiguos no necesitaban explicar racionalísticamente nada de lo
relatado en sus mitos. Bastábales con que expresaran o
codificaran sus creencias y con que respaldasen la eficacia de sus
ritos y sus principios morales. Del mismo modo que nuestra
historia sagrada sigue viva en nuestros ritos y en nuestra moral,
sosteniendo nuestra fe y orientando nuestra conducta (14).
El mito se convierte, así, en un lenguaje de la verdad y
profundidad de las cosas, que no puede ser superado, ni sustituido
por nada, y cuya pérdida representa un déficit de realidad y de
verdad. Lo narrado lo es de un acontecimiento. Y, bajo este
aspecto, apunta a un pasado. Pero su referencia a un presente y a
unos oyentes es constitutiva del mensaje mítico (15). Como muy
bien se ha afirmado, el mito viene a "expresar en forma
sucesiva y anecdótica lo que es supratemporal y permanente, lo
que jamás deja de acontecer, lo que, como paradigma, vale para
todas las etapas. Mediante el mito queda fijada la esencia de una
situación cósmica o de una estructura de lo real. Pero, como el
modo de fijarla es un relato, hay que encontrar una manera de
indicar e incitar al oyente o lector más lúcido a que busque, más
allá del tiempo en que se desarrollan los
hechos o en que parece transcurrir lo relatado, lo arquetípico,
lo siempre presente, lo que no transcurre" (16).
Un poco entre paréntesis –más sin olvidar nuestro contexto–,
¿no sería ese el mérito, acierto y originalidad de los
escritores del Antiguo y Nuevo Testamento? Sin duda ninguna. Hasta
ahí llegaba la divina inspiración que los asistía. El narrador
acierta a introducir a sus extáticos oyentes o lectores en un
mundo nuevo. Les hace sentirse partícipes de dicho mundo como
algo que les afecta en lo más hondo porque de alguna manera lo
han soñado siempre como un ideal del ser humano. El narrador se
sabe en posesión de la totalidad y densidad de la historia que
quiere narrar. Y lo da claramente a entender. Crea con su relato
un "clima de interés". Suscita expectativas. Y las
satisface. Sin dejar de crear otras siempre nuevas.
A modo de conclusión, nos atrevemos a preguntar: si, como todo lo
humano, la historia escapa al puro y abstracto logos, como se
escapa el agua de una cestilla de mimbre, ¿qué tipo de razón o
logos emparentaría con esa realidad histórica de fondo que viene
a describir el mito? ¿No tendría aquí su más válida y plena
aplicación la por Ortega y Gasset tan invocada –por tantos tan
escasamente valorada– "razón vital" o "razón
histórica"? No, dicha razón histórica nada tiene que ver
–como alguien pudiera sospechar– con historicismos,
relativismos o irracionalismos más o menos postmodernos. Es
"razón" en el más riguroso –y hasta ilustrado–
sentido del término: una razón que necesitó y supo desprenderse
de toda categoría estática o esencialista, inadecuada como tal
para entender lo humano dentro de esa constitutiva dinámica e
historicidad por las que internamente se define.
Así es cómo, frente a negativas o minimalistas interpretaciones,
vuelve hoy el mito a interpretarse en clave
realista y ontológica y hasta epistemológica. No es pura creación
de la fantasía. Menos todavía una aberración del espíritu
humano. Es un lenguaje de hondo contenido. Sin desplazar ni
sustituir la razón o abstracto logos, el mythos viene a darle
acceso a otra dimensión menos conceptualizable, pero también
inteligible.
Con la imagen de María ante los ojos, ¿no implicaría su radical
desmitologización su no menos radical deshistorificación?
3.-
MITO Y SACRALIDAD
El homo symbolicus –no menos que el homo rationalis– es una
definición, en profundidad, del ser humano. ¿No es, pues, lógico
que en mayor o menor grado vaya su actividad espiritual impregnada
de simbolismo? Vale ello de modo especial para el hecho religioso,
dado su "esencial carácter simbólico" (17). El mito,
dentro de este específico contexto, se ha considerado como el órgano,
por excelencia, de la conciencia religiosa, cuyo campo de realidad
y de verdad trasciende el de la pura empiría, que viene a ser el
propio del pensamiento puramente racional. Por lo que bien puede
definirse el mito como "la categoría expresiva de la vida
religiosa" (18). En lo que se revelaría ya su inmediato
parentesco con el rito.
3.1.-
Mito y religión
Es algo en que todos vienen a coincidir: el mito actúa como vehículo,
transmisor y despertador de un patrimonio religioso que atraviesa
pueblos y civilizaciones. Es un método epistemológico, hermenéutico
y aproximativo a la concepción sagrada de la existencia,
valorado, por consiguiente, dentro de su ropaje más o menos poético,
como sistema exhaustivo de conocimiento de lo inefable y divino
(19).
Digámoslo una vez más: el mito no es una explicación para
satisfacer la curiosidad científica, sino "una resurrección,
por vía de relato, de la realidad primordial, que se narra como
respuesta a profundas exigencias religiosas, anhelos morales,
necesidades sociales, reivindicaciones y hasta exigencias prácticas"
(20).
Bajo un aspecto psico-antropológico más personalístico, el mito
respondería, aquí, a una exigencia y necesidad de conocimiento e
interpretación de unas realidades y contenidos de orden
religioso, inexpresables en puros conceptos de abstracta y desnuda
racionalidad (21). Lo cual explicaría por qué los grandes y más
importantes temas de la religión y del culto se hayan transmitido
y vivido o vivenciado en forma de mitos dentro de las más
diversas culturas y épocas históricas.
Y bajo otro aspecto, ahora más socio-comunitario, el mito cumple
su función como "una fuerza cultural o carta constitucional
sociológica" de carácter fundacional (22). Viene, así, a
expresar e, incluso, a garantizar unas aspiraciones humanas y unos
valores o contenidos de transfondo religioso, que caracterizan la
vivencia de un grupo socio-cultural, que polarizan, en cierto
modo, sus energías, que lo consolidan y estabilizan como tal
grupo, confiriéndole sacralidad (23).
El mito, en una palabra, es algo así como un grito humano
postulando a lo alto salvación. ¿Un grito lanzado al vacío? No.
Dios ha escuchado ese grito, haciéndose presente en el
subconsciente y consciente humano para responder a dicho clamor y
salvar al hombre. A ello respondía, en el fondo y ya por
adelantado, la denominada "revelación primitiva", que
encontraría su plenitud histórica en la Encarnación del Verbo,
que, en última instancia, no es sino la historificación del
mismo Dios. ¿Representaría tal historificación de Dios la
radical abolición del mito y del conocimiento que en él tiene su
fuente? ¿No sería, más bien, su definitiva iluminación y su
pleno cumplimiento?
3.2.-
Mito y revelación bíblica
¿Qué valor tiene, pues, el mito dentro de este radicalmente
nuevo contexto? Es base obligada clarificarlo para definir, en
concreto, su alcance y sentido mariológico.
Cierto que la Sagrada Escritura pretende ser y es, efectivamente,
mucho más que la simple transmisión de un mensaje mítico. Su
relato es Palabra de Dios. Ni el narrador es mero reportero, ni
los oyentes o lectores son simples receptores de unos relatos.
Pero no menos cierto que esa Palabra de Dios viene transmitida en
palabras de hombre. Por lo que no puede su contenido revelado
desligarse de su singular contexto histórico y hermenéutico, ni
puede entenderse al margen del relato. Ahí, cabalmente, radica el
problema de la teología bíblica.
La posible o presunta relación entre mito y revelación depende
ahora del concepto de mito que se tome como punto de partida. Tras
las precedentes aclaraciones, puede ya verse cuál sea aquí
nuestro punto de partida. El tema, siempre vivo, ha vuelto a
cobrar actualidad en la teología contemporánea, sobre todo por
influjo de Bultmann y su programa de desmitologización (24).
Ciñéndonos ya al marco de la revelación neotestamentaria, el
mito nace y se basa esencialmente en un hecho histórico –pero
de metahistórica trascendencia– o en personas históricamente
reales. Si se quiere, y en última instancia, se basa en la
Encarnación y existencia histórica de Jesucristo al que se
dirige toda religiosidad cristiana y de quien le viene a todo símbolo
o mito su sentido originario y definitivo. ¿Por qué, incluso, no
poder afirmar que, como Verbo de Dios hecho hombre, en Cristo se
encuentran fusionados de alguna manera el Logos y el Mythos? Él
es, a la vez, el Logos, en cuanto Palabra de Dios, y el Eikon o
imagen del Dios invisible, en cuanto hombre, de suerte que quien
le ve a Él ve a Dios (cf. Jn 14, 9).
Pero entremos en el núcleo del tema. La relación entre mito y
revelación no es algo contingencial, vista la revelación desde
el hombre su destinatario. Fundamentalmente, la revelación
comienza recogiendo la pregunta del mito por la realidad, aunque
exponiendo su propia concepción sobre el mundo, el hombre y la
historia en el contexto del mito. Bajo este aspecto, diríamos que
el mito es un como presupuesto histórico o cronológico de la
revelación. Lo cual significa que el mensaje revelado llegará a
unos seres humanos en su horizonte mítico a través del cual vivían
y expresaban sus ideas sobre lo divino y sobre la acción de Dios
en la historia. La revelación asume el mito y viene a
plenificarlo, que es una manera, no de negarlo, sino de
trascenderlo. Lo cual, por su lado, significa que quienes vivían
en el horizonte del mito tenían ya una cierta y elemental
precomprensión de lo que constituye el objeto de la revelación
explícita: la unión de Dios con el hombre y la comunión de la
actividad divina con la humana. Lejos de oponerse al conocimiento
de la revelación, la experiencia mitológica, rectamente
entendida, estaría, pues, ordenada a ella y vendría a participar
analógicamente de su carácter. Es, incluso, tal experiencia
mitológica una manera de conocer lo que supera todo comprender y
decir, lo que sólo puede conocerse en enigma o como en espejo
(cf. 1 Cor 13, 12).
¿Qué inconveniente, pues, habría en afirmar que ciertos
elementos expresados en múltiples mitos son aplicables a
Jesucristo o a María? Rasgos hay, imágenes y representaciones míticas,
que bien pueden asumirse y que efectivamente han sido asumidos
para expresar el transfondo mistérico de Cristo y de María con
el sentido y transignificación que encierran sus personas dentro
de la historia de la salvación. Lo cual no significa que por eso
conviertan en mito la misma revelación.
En lo que sobre la revelación conlleva de hermenéutico en torno
a los relatos que la transmiten, la fe puede hacer y hace
efectivamente uso del mito y de sus elementos. Los contenidos de
la revelación, como temas de fe, trascienden la pura razón y
toda pura racionalización, y sólo vienen a hacerse inteligibles
a través del símbolo o del "mito" que ilumina y
expresa tales contenidos, como no puede expresarlos ni iluminarlos
un frío y objetivante concepto de la razón. La inteligencia que
tiene lugar en el mito viene, pues, ahora a prestar a la fe su
lenguaje como el más a propósito para expresar y hacer
vivenciables esas nuevas –en su fondo, viejas y eternas– y
universales dimensiones de la salvación que vienen dadas en la
revelación. Por su referencia a la persona, historia y obra salvífica
de Jesucristo, con todas esas concomitancias que en sí llevan de
hecho esa persona y su historia, el mito alcanza –como ya hemos
apuntado– su consumación y superación: su final en Cristo es a
la vez su consumada plenitud (25), no su negación o supresión.
Entrando María, como entra, en el misterio de Cristo por un título
que es de la esencia misma del misterio –su maternidad, aquí,
virginal–, es natural que venga su figura humana e históricamente
inscrita en ese ámbito transignificante, simbólico,
"sacramental", "mítico", que expresa, mejor
que todos los conceptos, su rico mundo interior y las valencias
que encarna dentro de esa siempre soñada y añorada aspiración
del hombre a entrar en íntima relación y contacto con Dios.
Cabalmente, la revelación –y aquí sí corrige al mito y
proyecta sobre él nueva luz– presenta al hombre, no como
sometido a los poderes del destino, sino como imagen y semejanza
de Dios, creado para la comunión y comunicación con Dios, de la
que Cristo –el Dios-Hombre– es su nuevo fundamento y su
definitiva garantía, y María –la Madre del Dios-Hombre– su máximo
exponente y su más plena realización y, consiguientemente, su
ideal y su más inmediato arquetipo. Pero el acceso a este nuevo y
más amplio horizonte ¿puede encontrar una vía que no sea la del
"mito"?
El mito viene así a convertirse, dentro de nuestro contexto
mariológico, en un modelo narrativo-expositivo y hermenéutico
regido por esa secreta intención kerigmática que intenta
transmitir. No afronta la realidad histórica en su superficie,
sino en su más profunda significación teológico-religiosa: una
significación –o transignificación– que no podía el hombre
ni siquiera imaginar, mucho menos realizar. El autor sagrado
–sirviéndose de un lenguaje universal y abierto ahora a nuevos
horizontes– atestigua y transmite una verdad revelada sobre la
persona de María en la que el mito viene a ser una palabra cuyo
último sentido sólo queda explicitado y se hace inteligible en y
por el conjunto de la frase, es decir, en y por la historia de la
salvación en su conjunto. Con lo que la revelación constituye el
horizonte en que el mito encuentra su auténtico topos y donde
adquiere su verdadero y más trascendente significado.
Con lo que, como efectivo e histórico medio de expresión, el
mito viene a prestar un servicio en el desarrollo de la revelación
en sí misma considerada, así como en su aprehensión e
inteligencia y vivencia por parte del hombre. Y es que –según
lo ya anteriormente dicho– en la revelación la Palabra de Dios
se hace real y verdaderamente palabra humana, y sólo como tal
derrama luz y logra su eficacia salvífica. Cierto que las
realidades históricas –aun admitiendo que sólo mediante el
mito pueden expresar mejor su pleno significado– existen
independientemente de ese modo de manifestación de su contenido.
Y cierto que el misterio revelado tampoco depende intrínsecamente
de un concreto modelo de promulgación. Pero, dado que el misterio
revelado es misterio de salvación y que, como tal, sólo se
realiza verdaderamente en la medida de su percepción humana, en
esa misma medida, al contribuir a dicha percepción, viene a
recibir y a proyectar el mito una nueva, positiva y existencial
significación.
4.-
EL RITO Y SU DINÁMICA INTERNA
Hemos aludido ya a la vinculación –cuasidialéctica– entre
mito y rito. En efecto, la realidad fundante y patente en el mito
tórnase viva y eficaz en el rito. La convicción que el mito
expresa en forma de relato viene a reactualizarse o expresarse en
un conjunto de acciones más o menos codificadas, que dan
"cuerpo" al rito, pero cuya "alma" trasciende
la pura facticidad ritual.
4.1.-
Noción de rito
Tomamos ya el término en su más restringida –e históricamente
más apropiada– acepción. En referencia, pues, al ámbito
religioso. Y, como extraída a posteriori del análisis de los
ritos de fondo religioso, bien puede aceptarse la siguiente
definición: rito es la acción con la que el hombre busca ponerse
en relación y entrar en contacto con un mundo superior, metaempírico,
divino, para expresar determinadas actitudes y alcanzar
determinados objetivos (26). En última instancia, el rito es la
actualización de ese acontecimiento salvífico que, según
creencia común, puede ser calificado de "fundacional".
Ante todo, como vertiente expresiva del mito o momento dialéctico
del mismo, participa de su simbolismo, con todo lo que ya en sí
conlleva lo simbólico. Se ha dicho que, como homo symbolicus,
"el hombre es un animal ritual" (27). Y, bajo este
aspecto, deberá afirmarse del rito lo que se afirma del mito.
También el primero, como el segundo, trasciende el orden
puramente racional. Lo cual no significa que no sea inteligible y
expresable su transignificación ritual. Por otra parte, y también
como el mito, el rito afecta a todas las zonas del ser humano:
intelectivas, volitivas, afectivas, emocionales, sociales.
Al plasmar en ritos simbólicos cultuales el mito, estaba el
hombre primitivo experimentando y vivenciando en ellos la más
trascendente y definitiva significación de la existencia y hasta
interpretándose a sí mismo desde arriba, es decir, desde la
trascendencia. Como muy bien se ha podido afirmar, en la
"respuesta del hombre a la realidad mítica, con sus mil
formas de expresión ritual", tendríamos la clave del
"significado real de esos ritos y ceremonias –comunes a
casi todos los credos– con que el hombre expresa su convicción
de que ningún acontecimiento o experiencia de la vida humana son
comprensibles a menos de ponerlos en relación con la
Trascendencia". Hay, pues, en tales ritos "algo más que
su significado natural, algo que debe santificarse mediante tal
referencia a los poderes invisibles" (28).
4.2.-
Intencionalidad del rito
Verdad es que la acción ritual religiosa puede esconder en sus
fondos unas internas reacciones emocionales, ante un orden de
sacralidad que el individuo o la sociedad creen responder a sus más
trascendentes necesidades humanas y valorado en términos de
poderes o seres superiores (29). Pero tampoco aquí puede pecarse
de reduccionismo. Toda forma ritual está como en tensión dialéctica
o bipolar hacia la satisfacción, sí, de unas necesidades
humanas, pero no menos hacia el reconocimiento de ese mundo de lo
sagrado que se evoca en el mito religioso. Es algo que no deja de
subrayar la Fenomenología de la religión.
En efecto, el hombre del rito tiene que vérselas y busca verse
con un mundo "distinto" del de su quehacer terreno; con
un tiempo y un espacio "distintos" del tiempo y espacio
de sus problemas de cada día; con realidades
"distintas" de las de sus habituales relaciones. Y,
evidentemente, no se trata de una relación convencional, ni de un
hobby elegante pero superfluo. Esa realidad "distinta"
afecta a la existencia humana en lo que ella tiene de más óntico
y más axiológico, define su sentido y determina su destino.
Pero conviene subrayarlo. Tal carácter "distintivo" no
significa ni implica antinomias entre uno y otro ámbito. Por lo
que no ha de verse en tal distintividad una pretendida o mal
disimulada fuga mundi de tipo místico o alucinatorio. Necesario o
esencial para la identificación y vivencia del sentido y destino
humanos, el rito no es rito en una perspectiva de transposición
extramundana o extrahistórica del hombre, sino más bien condición
de posibilidad de ser-en-el-mundo o ser histórico, abierto a una
dimensión de trascendencia. Y "trascendencia" no es sinónimo
de "afuera"; significa simplemente "alteridad"
(30).
A través del rito, lo sagrado, lo trascendente, lo divino,
confiere a lo humano fundamento y solidez, lo re-crea, da sentido
de ultimidad a sus más hondas aspiraciones (31). Con el rito, en
una palabra, se busca establecer relación vivenciada y entrar en
esa dimensión trascendente significada por el mito, como una
manera de hallar respuesta a las demandas del espíritu humano, así
como de garantizar sus más secretas esperanzas mediante la
denominada "causalidad imitativa" (32).
4.3.-
El rito como memorial
En ningún nivel religioso-cultural se ha considerado el genuino
rito como mera ceremonia conmemorativa. Sí: es memorial. Pero no
como simple recuerdo de algo pasado, sino como reactualización de
un acontecimiento o de una realidad. Lo que confiere al rito su más
hondo sentido no es lo que de meramente funcional o acción
ejecutiva hay en él, sino lo que esencialmente es, lo que
simboliza y lo que realiza (33).
Para el hombre religioso, lo sagrado es el fundamento, o, mejor aún,
el ámbito de una realidad misteriosa que se hace presente en el
rito. El rito puede ser, y es efectivamente, un hecho
"puntual"; pero lo sagrado que lo enmarca es una dimensión
constante (34). El rito cesa "cuando queda garantizado"
el denominado "orden de lo útil; pero el orden de lo útil
queda garantizado porque, cabalmente, a través del rito se
vincula más estrechamente a lo sagrado" (35). La
fundamentación de lo útil es momentánea, pero su fundamento es
estable. Y fundamento significa aquí no tanto una garantía de éxito
cuanto una constitución de sentido, inserción en un orden más
amplio y más hondo, transfiguración.
Lo dicho es consecuencia de las varias veces aludida cuasidialéctica
relación entre mito y rito. En efecto, y como hemos visto, el
mito describe y contempla como siempre actual el acontecimiento
determinado por una realidad primigenia y a la vez arquetípica,
que sigue influyendo en el presente y que, incluso, se corresponde
con la realidad del final de los tiempos, de suerte que a la
historia de los orígenes responde, así, la historia del fin, a
la protología, la escatología. Ahora bien, el rito evoca el
correspondiente acontecimiento mítico, lo representa y expresa
mediante la consagración de unos tiempos y lugares, mediante unos
actos rituales y simbólicos o mediante la invocación (36).
Y lo dicho vale por entero, dentro de su específico contexto,
para el rito cristiano. Como todo rito religioso, también el rito
cristiano se especifica por su referencia al "mito"
fundador, en orden a hacerlo revivir de algún modo en quienes lo
celebran. Sumergiendo "sacramental" o simbólicamente a
la persona o al grupo en el tiempo primordial del que ha nacido,
"esta anámnesis ritual opera una verdadera regeneración".
Retomar, mediante el rito, "energía en el in illo tempore mítico
que diera origen a un grupo religioso sirve de freno a las fuerzas
de disgregación o de muerte que, inevitablemente y sin descanso,
socavan su identidad y son una amenaza tanto para su existencia
como para su significancia en el mundo. Tal es el poder de la anámnesis
mítica: liberar al pasado de sí mismo en cuanto pasado y
tornarlo presente, como una forma de convertirlo en una viva génesis
del hoy y del mañana. En la anámnesis ritual el grupo recibe a
la vez su pasado como presente y como don de gracia" (37).
Son, cabalmente, esos tres vectores –acontecimiento original,
continuidad, tendencia hacia un télos (38)– los que hacen de la
revelación bíblica una historia de salvación. La revelación no
sólo libera al hombre del miedo ante la historia. Ha comenzado
por convertir la misma historia en coordenada ontoteofánica.
Asumidos en y por esa revelación histórica, mito y rito vienen
también a historificarse. Sólo que el mito aparece ahora como
misterio, silenciado desde la eternidad en Dios y revelado,
finalmente, en Cristo Salvador (cf. Rom 16, 25). Con lo que el
tiempo –repetimos– se convierte en historia de salvación. El
mito pretendió eternizar la historia; el misterio viviente comenzó
por historificar la eternidad, para que, dentro de su misma
historicidad, vaya el hombre gestando y alumbrando su eternidad. Y
así es cómo –dentro de su cualificación histórica– se va
orientando el rito cristiano según la triple y esencial dimensión
del tiempo: es memorial del pasado, es actualización en el
presente, y es profecía y promesa de un futuro escatológico
(39).
5.-
MARÍA, ¿FIGURA "MÍTICA"?
Puede ya fácilmente atisbarse el sentido de la respuesta. Como
puede también ahora entenderse por qué, aun pudiendo haber
perdido vigencia, no podía en la tradición católica mariana
perder el "mito" su rica "virtualidad". Era y
es la cifra, la expresión de la identidad de María, cuya figura,
con la revalorización del mito, tal vez esté hoy readquiriendo
una "re-presencia" o "re-presentación" más
en consonancia con su historicidad y con el papel que en la
historia de la salvación está llamada a transignificar y hacer
presente. Una radical desmitologización, al estilo bultmanniano,
más que a purificar, vendría a borrar esa más honda
transignificación teológico-antropológica de María (40).
En efecto, en los relatos bíblicos María aparece como la Madre
del prometido y esperado Mesías que había de llevar a su pleno
cumplimiento las más radicales esperanzas y aspiraciones de la
humanidad, tales cuales se reflejaban en el los mitos y ritos de
fondo religioso. ¿En qué sentido, dentro de tal contexto histórico-teológico,
sería María figura "mítica" ?
5.1.-
María como "símbolo"
Ya hemos aludido a ello. Desde siempre, con mayor o menor énfasis,
ha venido la condición humana siendo calificada como condición
simbólica. Lejos de restarle ontologicidad, tal simbolismo (41)
viene a expresar esa dimensión menos empírica y más
trascendente por la que ónticamente se identifica el ser humano.
Decir que María es un "símbolo" equivale a afirmar que
no es pura y desnuda enseidad o simple "ser ahí". María
es una personalidad histórica, con unos valores humanos y
divinos, con un sentido y una transignificación, que constituyen
el núcleo mismo de su personalidad de mujer, de virgen, de madre.
El simbolismo vendría, pues, a desempeñar, aquí, una función
mediadora (42).
Puede, sí, tal simbolismo mariano presentar múltiples facetas.
Pero fundadas todas ellas, por una parte, y desembocando, por
otra, todas en la totalidad englobante y universalizadora de la
persona de María como "sacramento humano",
"sacramento cristiano" y "sacramento histórico"
(43). Exceptuada la de Cristo, ninguna otra figura como la de María-sacramento"
o "símbolo" con mayor virtualidad para despertar e
impulsar al hombre –como individuo y como grupo– hacia lo
trascendente y lo divino en ella y por ella
"sacramentalizado".
Será menester subrayarlo una vez más. Tal polivalente y
englobalizante simbolicidad de María hace referencia al presente
existencial de cada uno, de la Iglesia, de la humanidad, ya que,
si la historicidad implica "retrospectiva" hacia el
pasado y "prospectiva" hacia el futuro, una y otra
–retrospectiva y prospectiva– son tales por la posibilidad
–histórica– que nos confieren de ser constructores de nuestro
presente (44).
Son tres los vectores que, convergentemente, convierten a María
en "sacramento", "símbolo" o
"mito": su transignificación por encima o más allá de
todo tiempo o espacio concretos; su unión con la Divinidad; la
actividad y colaboración con su Hijo, como expresión de su misión
divina dentro de la misma historia en lo que ésta tiene de salvífica.
5.2.-
María y los "mitos" de relación con la divinidad
Serían los más nucleares y, como tales, determinantes últimos
de otros aspectos "míticos" que pudieran verse
encarnados en la figura de María. La historia religiosa de la
humanidad vendría a atestiguar cómo una de las más hondas –y
hasta más dramáticas– aspiraciones humanas ha sido siempre
poder alcanzar una singular experiencia de encuentro con Dios, así
como poder hallar un modelo relacional con lo divino que no
quedase reducido a simple contraposición entre el Todo –de
Dios– y la Nada –del hombre–, es decir, entre una plenitud
fundante y fundamentante y una pura y pasiva dependencia.
Los mitos expresivos de tal aspiración vienen a centrarse en la
figura de personajes excepcionales, héroes y heroínas, que, más
que perder, llegan a trascender de alguna manera su naturaleza
humana, para convertirse en semidivinos. ¿No es esto lo que se
historifica en María? Por cierto, hasta lo insospechado.
Leídos en clave de "símbolo" o "mito", eso
es lo que claramente atestiguan los más nucleares relatos evangélicos
relativos a la persona de María.
En el relato "mítico" de la Anunciación (cf. Lc 1,
26-38) –que Teilhard de Chardin denomina "misterio de lo
femenino (45)– aparece excepcionalmente valorada la persona
humana, ya que, en María, se le brinda nada menos que una sinérgica
y compartida función con la creatividad divina. A través del
consentimiento de María, Dios da insospechada longitud de onda a
las limitadas potencialidades humanas, alterando, incluso, las
leyes naturales en el hecho de la concepción de su Hijo. El
"mito" de relación hombre-Dios recibe así una nueva y
definitiva luz de comprensión. En efecto, el relato de la
concepción virginal del Hijo de Dios en el seno de María
simboliza la radical posibilidad de llegar a establecer el ser
humano una relación o unión con Dios no necesariamente sometida
a condicionamientos biológicos o culturales. Y simboliza,
igualmente, cómo su disponibilidad ante la Palabra de Dios hace
al hombre capaz de encarnarla en sí mismo y en otros (46).
En el relato del drama del Calvario (cf. Jn 19, 25-27), tampoco es
María mera y pasiva expectadora. Su presencia está cargada de
simbolismo, y lo "sacramentaliza". María es allí la
"Mujer" en "com-paciente" comunión con el
Hijo y haciendo propio el misterio del amor del Padre revelado en
el Hijo sacrificado. Es el gran "sacramento" de un
pueblo escogido por Dios para colaborar sinérgicamente en la
redención de toda la humanidad. Es la "Esposa de
sangre" del "Esposo", que con su oblación es la
primera en "completar la pasión de Cristo por su cuerpo la
Iglesia" (Col 1, 24), alumbrando así maternalmente una nueva
humanidad (47).
Y, leído en clave "simbólico-mítica", ¿no viene el
relato de las bodas de Caná (cf. Jn 2, 1-12) a certificar la
posibilidad y hasta la certeza –abiertas incluso a la sorpresa y
al milagro– de la intervención divina en la vida ordinaria o de
cada día merced a esa íntima relación del ser humano con el Ser
divino?
5.3.-
María y el "mito" del más allá
La creencia en la supervivencia, como continuidad de la vida después
de la muerte, es tan antigua como el mismo hombre. Y supervivencia
es más que simple inmortalidad del alma, idea ésta que ha dejado
al hombre siempre insatisfecho. Dada su conciencia de parentesco y
semejanza con la divinidad, el hombre lleva en sí el innato
anhelo de una vida plena y sin fisuras en y con Dios. No importa
ahora cómo se interprete por las distintas religiones tal
supervivencia concebida siempre como salvación del ser humano. Lo
importante y significativo es el hecho en sí y con su sello de
universalidad (48).
¿Qué "sacramentaliza" ahora María? Su Asunción
corporal al cielo es la respuesta cristiana a todos los antiquísimos
mitos en busca de un sentido y un destino de la existencia humana,
como unidad de cuerpo y alma, para el más allá de la muerte. María
asunta es, así, la imagen escatológica –y el comienzo– de la
Iglesia celeste, y el signo de esperanza cierta en un télos como
salvación integral. Lejos de ser una realidad alienante, la
Asunción de María es para la humanidad viadora un estímulo y un
punto de referencia que la compromete en la realización de su
propio camino histórico hacia la perfección definitiva y
consumada.
5.4.-
María y el "mito" del "eterno femenino"
Si lo evocamos aquí es por hallarse ya más o menos implícito en
lo que de más significativo, simbolizado y simbolizante lleva en
sí la figura de María. Nos limitamos a simplemente iluminar su
sentido. Comencemos por afirmar que María no es una personalización
alegórica destinada, aquí, a dar a entender poéticamente lo
femenino como concepto universal. Al hablar ahora de símbolo o
"mito", no decimos que sea María el símbolo perfecto
de lo universal femenino. Se pretende, más bien y a la inversa,
afirmar que ese universal femenino debe entenderse, en su más
pura esencia, como el símbolo de María, de quien recibe su más
alta significación. Es, en efecto, María "la que da forma
al misterio metafísico de la mujer y la que lo hace
comprensible"; en ella se concentra "el misterio
femenino como tal", con sus "rasgos metafísicos y cósmicos,
su categoría religiosa y, en última instancia, su imagen ideal y
final en Dios" (49).
Lo femenino no es, pues, un principio abstracto que pretenda aquí
identificarse con María. Es esta mujer histórica y real en su
propia singularidad la que se universaliza en dicho principio. En
efecto, María está –ya lo hemos visto– singularísimamente
asociada a lo divino e íntimamente vinculada a la obra personal y
universalizante de su Hijo. Comprender tal unión y tal vinculación
equivale a "universalizar" a María y es comprender al
mismo tiempo cómo es ella "verdaderamente singular",
cuya singularidad no queda comprometida ni alterada en lo más mínimo
(50).
Aunque pueda sonar a nueva, no es sólo de hoy. Tal visión de María
"universalizada" dentro de su histórica
"singularidad" viene ya de más lejos (51). Y no vamos a
insistir más en el tema, ya que solamente queríamos señalar cuál
era su sentido dentro de este contexto mariológico en que veníamos
moviéndonos.
6.-
MARÍA ENTRE EL "MITO" Y EL "RITO"
En la introducción, dejábamos toda una serie de interrogantes
pendientes. Y con uno más queremos cerrar nuestro estudio.
¿Puede establecerse una distinción entre mito y rito en la
figura de María? ¿Qué alcance tendría tal distinción? Creemos
haber iluminado en estas páginas la respuesta tanto a aquellos
primeros interrogantes como a estos últimos.
Sí: esa cuasidialéctica que lleva en sí la relación entre mito
y rito habla ya de su conceptual y "objetiva" distinción.
Pero, en virtud de tal dialéctica, esa distinción está
postulando, no ruptura o separación entre ambos elementos, sino
su síntesis igualmente dialéctica.
En nuestro contexto mariológico, es la persona histórica y real
de María el sujeto donde están llamados a trascenderse y se
trascienden mito y rito en su síntesis dialéctica y superadora.
Pero, dado que tanto el mito como el rito son expresión conjunta
de una realidad vivenciada, como respuesta, por una parte, y como
propuesta, por otra, a profundas experiencias, aspiraciones y
anhelos del ser humano –que no vive solamente del logos
racional–, tampoco aquí puede consentirse la ruptura a que daría
lugar el oscurecimiento del mito y la inflación del rito. La síntesis
consiste ahora en expresar, vivenciar, vivir y potenciar el rito
desde su vertiente mítica y el mito desde su vertiente ritual, en
lo que uno y otro tienen de "transignificación" para el
ser humano en sus dimensiones intelectiva, volitiva, afectiva y
emocional, personal y social.
Repetimos: es la unificada y unificadora personalidad de María la
que confiere su subjetivada unitariedad a mito y rito, dentro de
esa polivalencia mítica y polivalencia ritual, como consecuencia
de la sintonía que ha siempre lugar entre lo mítico y lo ritual
en el ámbito religioso. Unidad que no debe ser destotalizada
subjetivamente en la vivencia religiosa del misterio mariano.
Concretamente, en nuestro contexto mariológico, mito y rito
vienen a ser algo así como el sagrado reconocimiento y la sacral
expresión de ese singularísimo carácter hierofánico con que
María se hace presente en la historia de la salvación. Sí: María
es una polivalente epifanía hierofánica, con la transignificación
que, como tal, lleva ya en sí.
Los relatos evangélicos no sólo no lo olvidan, sino que lo ponen
deliberadamente de relieve. No pretenden darnos una biografía del
personaje, en este caso, María de Nazaret. Pero tampoco son meras
anécdotas marianas, ni simples reportajes cronológicos. Menos
todavía un cuento de hadas. Lo que intentan es declarar quién es
y qué representa María en la nueva economía de la salvación,
contemplar y exponer a la contemplación su misterio, entender y
dar a entender su misión.
Más aún: tales relatos mariológicos no persiguen sólo o en
exclusiva tal comprensión de la persona, misterio y misión de
María. Buscan, a la vez, un despertar la vivencia de lo que el
Espíritu Santo venía a velar y revelar a través de la tal
figura. Los relatores tienen conciencia de hallarse también aquí
ante un mundo de "misterio tremendo y fascinante" e
inefable, ante el cual la actitud fundamental es o ha de ser la
veneración y un sagrado reconocimiento.
Con profunda comprensión de las Escrituras y tradiciones bíblicas
y extrabíblicas, y con maestría y arte consumados, para expresar
lo inefable, saben los evangelistas utilizar el lenguaje mítico-simbólico:
el único que podía suplir dignamente al lenguaje de la razón
allí donde uno y otra sólo podían balbucear o quedar callados.
Ya lo hemos dicho y repetido: el lenguaje simbólico-mítico vela,
sí, pero revela también. El lenguaje científico-racional sólo
puede descubrir una parte de la realidad y de su verdad. El
lenguaje mítico sugiere la otra parte, al dirigirse no sólo a la
fría y objetivadora inteligencia racional, sino también a la
imaginación y al corazón, en el sentido más bíblico –y más
agustiniano– de la palabra "corazón". Con la
particularidad de que el lenguaje mítico-simbólico –como más
expresivo de hondas experiencias, aspiraciones y esperanzas del
espíritu humano– tiende ya de por sí a provocar unas actitudes
religiosas de reconocimiento, veneración, invocación e imitación,
que tienden, a su vez, a culminar en el rito, como vertiente
expresiva del mito (52).
Hemos aludido al singularísimo carácter hierofánico o teofánico
–diafánico– que, en la historia de la salvación, define a
esta "singularidad universal" llamada María. Ahí
radica fundamentalmente –no en otros mecanismos exclusiva o
meramente socio–culturales– el mito mariológico y su
correlativo rito mariano. Y ahí se basa el primer texto conciliar
mariano del Vaticano II, al afirmar en la Sacrosanctum Concilium
que "en la celebración de este círculo anual de los
misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con amor especial a
la Bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo
indisoluble a la obra salvífica de su Hijo. En ella admira y
ensalza la Iglesia el fruto más espléndido de la redención y la
contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella
misma, toda entera, ansía y espera ser" (SC 103).
En sintonía con lo que venimos diciendo y como autorizada
confirmación de lo mismo, se está reconociendo que María es
singularísimamente acreedora al clásicamente denominado
"culto de hiperdulía", no como simple figura humana en
su empírica historicidad, sino por lo que, como "símbolo",
"signo", "sacramento" o "mito",
lleva en sí de realidad hierofánica y fascinante. María es una
diafanía de Dios. Dios la amó y obró maravillas en ella (cf. Lc
1, 49). La amó por sí y la amó por nosotros. Se la dió a sí
mismo y nos la dio a nosotros, en bella expresión de Pablo VI en
la Marialis cultus (cf. MC 56). "Mito" y
"rito" en este campo venían y vienen a ser no más que
un eco al profético "me llamarán bienaventurada todas las
generaciones porque en mí hizo cosas grandes el
Todopoderoso" (Lc 1, 48-49).
Notas
(1)
Para el racionalismo "ilustrado", el mito es mero
producto de la imaginación, y pertenece a una fase inferior de la
vida espiritual. Es no más que expresión, sin análisis crítico,
de los movimientos, angustias, anhelos o aspiraciones del
sentimiento. Debe, pues, ser incesantemente superado por la
cultura, que representa el triunfo de la razón o del logos sobre
el mythos. Cabría ya aquí preguntar si el misterioso mundo del
sentimiento no merecía una respuesta a sus más secretas
instancias y si podía tal respuesta hallar mejor camino que el
del mythos.
(2)
Gadamer H.-G. Mito y logos, en "Fe cristiana y sociedad
moderna", vol. II, Madrid 1984, 11.
(3)
En su La mythologie primitive, Lévy-Bruhl (1857-1939) –gran
paladín de la escuela sociológica– se interesa grandemente por
el "significado vital" de los mitos, así como por su
relación con los ritos y ceremonias, que tan importante papel
desempeñan en la configuración de las estructuras sociales.
Nuestro autor había defendido en un principio que la
"mentalidad primitiva" era prelógica, radicalmente
distinta de la "mentalidad moderna" y hasta opuesta a la
misma (cf. Lévi-Bruhl, L., Les carnets, Paris 1946), dominada por
lo que él denominaba la "participación mística". Pero
renunciará más tarde a tal hipótesis. El actual interés de los
filósofos –sobre todo de los europeos– por el
"mito" y el símbolo se debe en gran parte a los libros
del mencionado Lévi-Bruhl y a las controversias que provocaran.
(4)
Gadamer H.-G , loc. cit.; Fries, H., Mito, mitología, en
"Sacramentum mundi", t. IV, Barcelona 1973, col. 752.
(5)
cf. Fries H., Mito y logos, en "Fe cristiana y sociedad
moderna", ib., 37-38.
(6)
Lang, A., Myth, Ritual and Religion, London 1933, VI.
(7)
Slok, J., citado por Fries en "Sacramentum mundi", ib.,
col. 753.
(8)
El mito adquiere ahora una transignificante proyectiva. Y aparece
como narración de una historia, como "palabra sagrada"
autenticada por la autoridad y la tradición. Sin embargo –y
merece ya subrayarse–, como historia de los dioses el mito sólo
es tal en cuanto lo narrado en él representa el verdadero origen,
el auténtico fundamento, la realidad operante, a la vez que la
norma determinante del histórico acontecer humano. En el mito
aparece, pues, la historia de los dioses indisolublemente
entretejida con el hombre y su destino, pero aparecen, igualmente,
el hombre y la historia englobados en la esfera del ser y
acontecer divinos.
(9)
Bajo este aspecto, eliminar el mito de la filosofía platónica
equivaldría a borrar de la misma su doctrina sobre el mundo, el
alma y Dios, así como parte de su teoría de las ideas. Ni aun
los "ilustrados" de entonces –los sofistas–, con su
contraposición entre mythos y logos llegan a eliminar
radicalmente el primero, ya que acuden con frecuencia a la narración
mítica como envoltura de la verdad filosófica.
(10)
cf. Aristóteles, Met XII, 1/74 b. La revalorización que hoy se
está haciendo del mito es, en no pequeña medida, mérito de las
investigaciones de filósofos, epistemólogos y lingüistas con su
demostración del carácter simbólico no solamente del lenguaje,
sino también de las demás esferas del espíritu humano (cf.
Schlesinger Max, Geschichte des Symbols, Berlin 1912; Whitehead,
A.N., Symbolism. Its Meaning und Effect, New York 1927; Urban,
W.M., Language and Reality. The Philosophy of Language and the
Principies of symbolism, London-New-York 1939). Puesto que el
hombre posee una "facultad creadora de símbolos"
(symbol-forming power), todo cuanto él produce es simbólico.
Basta recordar las obras de Erns Cassirer, Philosophie der
symbolischen Formen (3 vols.), Berlín 1923-1929, y An Essay on
Man, Yale 1944.
(11)
cf. Ferrater Mora, J., Diccionario de filosofía, Buenos Aires
1965, t. II. 210.
(12)
Filósofo, científico e historiador real, J.B. Vico mostró
epistemológicamente que el mito es una "verdad histórica"
o modo de pensamiento, con sus peculiares características, que,
si condiciona, por una parte, puede, por otra, expresar y expresa
ciertas experiencias y formas básicas de la vida humana. Su
Scienza nuova no representa sino un modo de conocimiento distinto
al de la razón física. Ésta –la razón física– solamente
pude entender las cosas que el hombre realiza. Por lo que la
naturaleza o physis –al contrario de la historia– puede ser
pensada, pero no entendida. Vico venía, pues, a ser un precursor
de los temas esenciales del romanticismo y del descubrimiento de
lo histórico, que él interpreta como manifestación de una
infinitamente compleja "naturaleza humana" (cf. Scienza
nuova, lib. V; cf. Villa, G. B., La filosofia del mito secondo G.
B. Vico, Roma 1949). Schelling va todavía más lejos, al afirmar
que el mito representa una forma de revelación del Absoluto en el
proceso histórico. El mito sería, pues, revelación divina (cf.
Ferrater Mora, ob. cit., II, 619-621). Ni aun el mismo Voltaire,
en su mitofobia, se olvida de apelar a los mitos al tratar de
describir el pasado histórico (cf. Ferrater Mora, ib., 210).
(13)
cf. Malinowski, B., Myth in Primitive Psicology, London 1926, 21.
Como muy bien se ha dicho, "un mito desvinculado de toda
realidad sólo puede vivir en una sociedad que, a su vez, se ha
divorciado también de la realidad..." (James, E.O.,
Introducción a la historia comparada de las religiones, Madrid
1973, 109).
(14)
cf. Malinowski, ob. cit., 23.
(15)
cf. Gadamer, ob. cit., 19-20.
(16)
Echevarría, J., Eritis sicut dii, en "Asomante" XVII,
n. 3 (1961), 7.
(17)
Eliade, M., Mefistófeles y el andrógino, Madrid 1969, 257-258.
Nada más exacto, desde el momento en que, como afirma el mismo
autor, todo acto religioso y todo objeto cultual se refieren a una
realidad metaempírica.
(18)
Tillich, P., Die Religion in Geschichte und Gegenwarst, Tubinga
1930, IV, 365. Entre otros especialistas en Fenomenología e
Historia de la religión, ha sido Mircea Eliade quien más ha
destacado la persistencia de las imágenes, los símbolos y los
mitos. "Hoy podemos comprender algo que no podía ni
sospechar el siglo XIX: el símbolo, mito e imagen pertenecen al núcleo
de la vida espiritual. Se los puede velar, mutilar, degenerar;
pero es imposible hacerlos desaparecer... Los mitos se degradan y
se secularizan los símbolos, pero nunca desaparecen, ni siquiera
en la más positivística de todas las civilizaciones, la del
siglo XIX. Los símbolos y mitos vienen de muy lejos: son parte
del ser humano, y es imposible no encontrarlos, sea cual fuera la
situación existencial del hombre en el mundo" (Eliade,
Images et symboles, Paris 1952, 12 y 30-31).
(19)
cf. Andreani, S., Mito, en "Nuevo Diccionario de Mariología",
Madrid 1988, 1346. Ya el filósofo neoplatónico Salustio venía a
justificar el carácter divino de los mitos, una de cuyas
finalidades era representar a los dioses y dar a conocer sus
actuaciones en el mundo (De diis et mundo, Amsterdam 1688). Ya
hemos aludido a Juan Bautista Vico, para quien el mito venía a
ser "revelación divina" (cf. supra, nota 12).
(20)
Malinowski, ob. cit., 23.
(21)
Valga un ejemplo que lo aclare. En los Vedas, Brahma es lo
absoluto, el ser no manifiesto, del que se originan las lógicas
fuerzas de la creación. La sustancia que determina la creación
se describe en los Vedas como la unión de dos combinaciones
opuestas, ligada una al principio masculino creador y otra
organizada en el receptáculo de una polaridad femenina. Las imágenes
del Gran Dios y la Gran Diosa no se interpretan allí,
naturalmente, en sentido sexual, sino como dos realidades metafísicas
que operan en un encuentro o sinergia que hace saltar la chispa de
la creación.
(22)
James, ob. cit., 110.
(23)
Evidentemente, en el desarrollo de la civilización, las
situaciones emocionales y críticas que dieran origen a mitos y
ritos en un estadio determinado no son las mismas que las de otra
etapa. Sin embargo, los principios fundamentales que rigen la
intencionalidad de tal fenómeno son los mismos en todos los casos
y en todo tiempo. Aun en los horizontes en que actúa el
pensamiento reflexivo son las realidades concretas las que
encuentran expresión en el relato sagrado y sus ritos
correspondientes. Temas hay que aparecen y reaparecen una y otra
vez asociados a unos determinados ritos que guardan relación con
los problemas más urgentes de la vida y experiencia cotidianas
(cf. James, ob. cit., III).
(24)
El mito, según Bultman, es una forma de concebir y representar lo
transmundano y divino como mundano y humano, el más allá como el
más acá; una forma en la que el rito –su vertiente
expresiva– se interpreta como una acción en la que determinados
medios materiales comunican fuerzas superiores o no materiales. La
Encarnación, concebida como la "irrupción violenta" de
Dios en el mundo y en la historia es, según Bultmann, un concepto
mítico por excelencia. Por lo que, en nombre de la ciencia, de la
antropología y, sobre todo, de la teología, hay que
"desmitologizarlo". Se dirá que tal desmitologización
no pretende eliminar, sino esclarecer la verdadera intención
tanto en el mito como en la revelación del Nuevo Testamento. Pero
desde el momento en que el mito no debe entenderse como enunciado
objetual ni categoría objetivante y debe interpretarse antropológica
y existencialmente como pregunta por la comprensión y la
realización de la existencia, en realidad se está
"recusando aquí al Verbo encarnado como tal, a Cristo Dios y
Hombre, al Dios eterno convertido en el Hijo de María, al Cristo
del que nos dice san Pablo que es el Creador y Señor, y que Juan
contempla como el Logos encarnado y viviendo en la gloria desde su
primera manifestación" (Moroux, J., El misterio del tiempo,
Barcelona 1965, 135). Sobre los deslizamientos de sentido de la
palabra "mito", así como para la interpretación de
conjunto del pensamiento de Bultmann –luterano, racionalista y
heideggeriano– remitimos a las ya clásicas exposiciones de
Malevez, L., Le message chrétien et le Mythe, Bruselas-París
1955; Marlé, R., Bultmann et l’interpretation du Nouveau
Testament, París 1956.
(25)
cf. Fries, en "Sacramentum mundi", cols. 758-759.
(26)
cf. Rizzi, A., Rito, en "Diccionario teológico
interdisciplinar", Salamanca 1987, IV, 204.
(27)
Douglas, M., Pureza e pericolo, Bolonia 1975, 103. "Suprimido
en una de sus formas, el ritual rebrota en otra forma, tanto más
fuertemente cuanto más intensa es la interacción social"
(ib.). Por su mismo carácter religioso, el rito está cargado de
transignificación, que es, en última instancia, "simbólica",
puesto que se refiere a valores o a figuras sobrenaturales,
encarna valores trascendentes o es expresión de operaciones
divinas (cf. Eliade, M., Traité d’histoire des Religions, Paris
1949, 15 ss; Mefistófeles y el andrógino, 258).
(28)
Underhill, E., Worship, London 1936, 11-12.
(29)
En este contexto, según James, "el rito ha de considerarse más
fundamental que esa creencia, ya que es la forma externa y
tangible de los íntimos deseos del alma" (ob. cit., 85).
(30)
Nos distanciamos, así, de Mircea Eliade, quien, dentro de su
amplia y rica temática, parece dar del rito una interpretación
basada aquí en su concepción dualística de la realidad. En
efecto, Eliade contrapone el religioso hombre primitivo al
secularizado hombre moderno. El hombre religioso vive en la
historia, pero sin pertenecer a ella; realiza lo profano y lo útil,
pero es ciudadano de lo sagrado o del tiempo mítico. El profano
es inconsciente de sí mismo, in-significante y precario; en
cierto sentido, "no es", por el hecho mismo de
pertenecer al orden de las realidades puramente instrumentales y
sin dignidad ontológica. El hombre religioso, en cambio, está
"sediento de ser", ansioso de sentido, busca un tiempo
distinto del de cada día, illud tempus originario, anterior a la
historia y figura de perfección absoluta. El rito representaría,
pues, una cierta deshistorificación. Pero ¿no incurriría Eliade
incluso en una –aunque saludable– contradicción, al afirmar,
como lo ha hecho poco antes, que lo sagrado aparece siempre en los
mitos y ritos como poder fundante de lo profano, como su creación
y animación? ¿Por qué, pues, aislar lo sagrado y oponerlo a lo
profano como inconciliable alteridad? "La vivencia del rito
presenta con un carácter indiscutible tanto una relación con el
orden de lo útil y profano, como con la afirmación de un orden
distinto o de lo sagrado". Por lo que se habrán de
"mantener estas dos direcciones intencionales, no sólo
porque la verdad del rito requiere cumulativamente tanto la una
como la otra, sino sobre todo porque cada una tiene necesidad de
la otra para ser ella misma". Y es que "en la lógica de
la vivencia real, lo sagrado y lo profano no tienen ninguna
realidad más que dentro de una referencia recíproca"
(Rizzi, loc. cit., 210-213).
(31)
cf. Rizzi, loc. cit., 209-210.
(32)
James, ob. cit., 86.
(33)
cf. James, ob. cit., 87. Un ejemplo viene a aclararlo. El
sacrificio eucarístico es la presencialización, en el tiempo y
en el espacio, del sacrificio del Calvario. En las especies eucarísticas
"se contiene verdadera, real y sustancialmente, no en signo,
figura o virtualidad, el cuerpo y la sangre de nuestro Señor
Jesucristo" (Conc. de Trento, ses XIII, can. 1).
(34)
Y, bajo este aspecto, creemos pecar de reduccionista la
interpretación "funcionalista" del rito, tal como la
describen Malinowski y últimamente Lanterini, V. (La grande
festa. Storia del capodanno nelle civiltà primitive, Milano 1959)
y Di Nolla, A.M. Iniziazione, en "Enciclopedia delle
religioni", III, Firenze 1970, 1116-1171). Restringir, como
hace el funcionalismo, la dependencia del hombre respecto a lo
sagrado al momento ritual es olvidar que su existencia humana es
toda ella una "liturgia" o un "culto
espiritual" (cf. Rom 12, 1). Para el hombre religioso –o
cristiano– lo sagrado no es solamente rito o función ritual. Es
también realidad existencial y no imaginaria. Para el
funcionalismo, lo sagrado a que da acceso el rito desempeña su
función como simple plenitud imaginaria. Pero también el
funcionalismo incurre aquí en una cierta contradicción, ya que,
"si para el hombre religioso lo sagrado es el fundamento de
la realidad que se le hace presente en el rito, en la interpretación
funcionalista lo sagrado es el expediente a que recurre el hombre
para autofundamentarse dentro de una realidad sin fundamento"
(Rizzi, loc. cit., 212-213).
(35)
Rizzi, loc. cit., 213.
(36)
cf. Fries, en "Fe cristiana y sociedad moderna", 37. Se
ha dicho muy acertadamente que el misterio y la evocación de los
nombres míticos conlleva ya una cierta invocación y una
presencia misteriosa. El nombre cumple su auténtica función y
significado en la invocación e interpelación. Por eso, los
nombres de lo divino sólo son realmente tales cuando los
invocamos. "La presencia de los nombres de los dioses o de
los héroes en himnos y cantos o en composiciones épicas equivale
a una invocación. Se narra algo de ellos y lo narrado adquiere
una especie de presencia. Invocar es algo así como apuntar a la
realidad de lo narrado" (Gadamer, loc.cit., 17). Bajo este
aspecto, no iban descaminados los modernos historiadores críticos
que se proponían llegar al misterio de la mitología a partir del
nombre de los dioses.
(37)
Chavvet, L.-M., Du symbolique au symbole, Paris 1979, 130, nota
23.
(38)
En Jesús llega a su télos la revelación divina.Y en él asume
Dios un compromiso ante la humanidad entera y para siempre. La
eficacia del rito cristiano no es más que esa definitividad del
"sí" de Dios, que, pronunciado una vez para siempre, ya
no se retracta.
(39)
cf. Rizzi, loc. cit., 216.
(40)
Fue el postulado epistemológico de los métodos historiográficos
–según el cual, para la correcta visión de la historia, hay
que prescindir de su interpretación– el determinante de que, en
este campo, el estudio de la figura de María fuese perdiendo en
lo histórico ese valor y sentido más teológico-antropológico
que, cabalmente, el mito trataba de subrayar.
(41)
Etimológicamente, símbolo –del verbo griego symballein–
significa reunir o sintonizar elementos que, aun distintos,
mutuamente –dialécticamente– se pertenecen. El símbolo no
es, pues, sólo y simplemente algo que remita más allá de la
percepción empírica de una realidad; ni es tampoco la suma de
dos realidades, una visible e invisible otra; es la totalidad
–no destotalizable– de lo uno y lo otro, o mejor, de lo uno en
y desde lo otro. Hay que reconocer que, al concebir así el símbolo,
estaban revelando los griegos un agudo sentido de lo simbólico,
sin dejar de percatarse del papel que juega en la relación del
hombre con la realidad.
(42)
cf. Díez Presa, M., Para una comprensión fenomenológico-antropológica
de las apariciones marianas, en "Ephemerides
Mariologicae" XXXIX (1989), 23-26.
(43)
cf. Navarro, M., Simbolismo, en "Nuevo Diccionario de
Mariología", 1874-1883. Símbolo y simbolizante, María es,
igualmente, realidad simbolizada. El n. 55 de la Lumen gentium
esboza una descripción de María como figura simbolizada en todo
el Antiguo Testamento, lo cual le confiere ya por adelantado una
polivalente transignificación (cf. Díez Presa, M., María, mujer
de ayer y de siempre, Madrid 1992, 221-230). Por referencia a los
mitos de la creación del mundo, María aparecería como símbolo
de la nueva creación, es decir, de la redención, que comprende
todos los mitos de radical renovación de la vida humana y que
podemos ver presagiados en las más antiguas evocaciones de una
futura edad de oro, los mitos políticos contemporáneos de la
utopía, etc. (cf. Pinkus, L., Mito, en "Nuevo Diccionario de
Mariología", 1354-1355).
(44)
En efecto, "el pasado lo es no porque pasó a otros, sino
porque forma parte de nuestro presente..., porque es nuestro
pasado... actuando ahora, como nuestro, en nosotros" (Ortega
y Gasset, J., La historia como sistema, o.c., VI, Madrid 1958,
39). Ser presente no es, pues, para uno, simplemente recordar el
pasado o reconocerlo como algo que fue pero ya no es, sino
vivenciarlo como nuestro pasado y –desde su superadora y, en
cierto modo, trascendente presencia– proyectarlo creadoramente
como nuestro futuro o como posibilidad deliberadamente destacada
entre otras posibilidades. Lo cual significa, a su vez, que ser
presente es ser capaces de esperarnos a nosotros mismos en nuestro
futuro escatológico con una espera, no "instintiva" ni
pasiva, sino activa y creadora, que es el modo de esperar de quien
tiene que existir "haciéndose cargo de su situación"
(cf. Lain Entralgo, P., Antropología de la esperanza, Madrid
1978, 71-72). Para una más amplia comprensión del tema, cf. Díez
Presa, M., Una reflexión sobre el tiempo histórico, en "Diálogo
filosófico", n.6 (1986), 288-301.
(45)
Citado por De Lubac, H., El eterno femenino, Salamanca 1969, 168.
(46)
En una remota antigüedad el parentesco del individuo con la
divinidad venía míticamente expresado y relatado a través de
una unión biológica. Y, de hecho, los diversos héroes y heroínas
son siempre fruto del matrimonio entre una deidad masculina o
femenina y un ser humano. El bíblico "Dichosa tú porque has
creído" (Lc 1, 45) o "Dichosos más bien los que oyen
la Palabra de Dios y la guardan" (Lc 11, 28) presenta un
modelo de relación con Dios tanto más íntima cuanto más
trascendente y menos vinculada a lo biológico. Evidentemente, en
el caso de María, tampoco se subestima su maternidad biológica,
sino que se la inscribe en un ámbito superior.
(47)
cf. Díez Presa, M., ob. cit., 101-104. Sin dejar de serlo entre
Hijo y Madre, la relación adquiere ahora una nueva significación
o transignificación: la simbólico-sacramental de
Cristo-hombre-nuevo Adán y María-Mujer-nueva Eva de quienes está
naciendo una nueva humanidad (cf. LG 56 y 63).
(48)
Desde el concepto helénico del Hades hasta las teorías
orientales de la reencarnación o del nirvana, es una constante
histórica la preocupación por un télos definitivo del individuo
y de la humanidad, que implica también el destino del cuerpo.
(49)
Gertrudis Von Le Fort, La mujer eterna, Madrid 1967, 16.
(50)
¿Contradictorio el concepto de "universal concreto" que
aquí se esconde? No. Por de pronto, no es la personalización
abusiva o la personificación mítica de algo impersonal, sino
"la centración del universo por una persona suprema, por un
supremo alguien" (Barthélemy-Madaula, M., La personne et le
drame humain chez Teilhard de Chardin, Paris 1967, 128). Blondel
halla la absoluta realización del "universal concreto"
en el ser mismo de Dios, sumamente "personal" y
"personalizante", y reconoce, igualmente, su plena
encarnación en Cristo como Dios-Hombre (cf. Blondel, M.,
Exigencias filosóficas del cristianismo, Barcelona 1966, 186;
ID., L’action, Paris 1983, 461; Balthsar, H.U., Teología de la
historia, Madrid 1964). Al "universalizarse", no se
disuelve Cristo en el universo; es su "principio plasmático",
ejerce sobre él su acción "envolvente y unificante" y
le impone e imprime su figura (cf. Theilhard de Chardin, Escritos
de guerra, Madrid 1966, 222; 315; 365-387; 392). La
"universalidad" viene a ser, pues, la prerrogativa de la
más vigorosa personalidad.
(51)
En su Traité des saints ordres, 3ª parte, cap. 6, ya el teólogo
y poeta Jean-Jacques Olier saludaba a María como "criatura
universal". E invitaba a sus lectores a contemplar en ella,
como unificada en su más pura calidad, la suma de todas las
perfecciones desparramadas en todos los miembros de la Iglesia.
Venía, así, a reproducir una vieja teoría medieval que
personalizaba en María la species única, cuyo interior comprende
cualquier genus, o a partir de la cual se distribuye toda gracia
sobre el genus. En nuestros días vendría Paul Claudel a hacer
suyo el tema, dándole todavía mayor amplitud. En la persona
inefable de María alienta "la forma de la Iglesia y la forma
de la humanidad y de toda la creación" (Claudel, P., L’epée
et le Miroir, Paris 1939, 43; 73; 217). ¿Y no encontramos
ratificadas por el Vaticano II estas ideas? La Lumen gentium
presenta a María "unida en la estirpe de Adán con todos los
hombres que han de ser salvados" (LG 53) y ocupando
"después de Cristo el lugar más alto y más cercano a
nosotros" (LG 54). Con ella "se cumplió la plenitud de
los tiempos y se inauguró la nueva economía" (LG 55).
"Enaltecida como Reina del Universo para asemejarse más
plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19, 16) y
vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59) y
"glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen
y principio de la Iglesia escatológica" (LG 68).
(52)
Nos remitimos a las anteriores notas 23, 33 y 36 en sus
respectivos enmarques temáticos
Fuente:
vidareligiosa.com