Mito y Rito: La transignificante figura de María

Macario Díez Presa

María es una mujer concreta, histórica, cuya personalidad encierra cierto carácter hierofánico. ¿Cómo interpretar la transignificación de María? ¿El mito y el rito nos ayudan a entrever el misterio mariano?

1.- INTRODUCCIÓN

    Así nos viene dado el tema. Por supuesto: en referencia a la transignificante figura de María. Ya de entrada, cabe preguntar: ¿se limita esa gramatical copulativa "y" a simplemente sumar dos sustantivos que ninguna o muy escasa relación tuvieran entre sí? Iremos viendo que no. Más bien, es expresiva de una interna y cuasi-dialéctica conexión entre uno y otro, de suerte que estaría así dicha copulativa mostrando su secreta valencia transgramatical.

    Sólo dentro de tal correlación entre "mito" y "rito" se revelaría, concretamente, la figura de María con todo su realismo histórico, por una parte, y en su más hondo sentido teológico-antropológico, por otra. La ruptura de tal síntesis dialéctica, por oscurecimiento o malentendimiento del mito, o por inflación del rito, no vendría, en nuestro caso, sino a desfigurar la auténtica imagen de María en lo que, por designio de Dios, tiene de más honda transignificación dentro de la historia de la salvación. Y también aquí cabe preguntar si no se habrá dado una cierta ruptura de esa dialéctica.

    En efecto, no sin fundamento, se ha afirmado que, en la tradición católica mariana, el mito ha permanecido en un como estado latente. ¿Por qué? ¿Por sus negativas resonancias o sus malinterpretaciones? ¿Por falta de una clara y sistematizada doctrina sobre el mito y su aplicación a la persona histórica de María? Del rito, en cambio, se afirma haber alcanzado cotas elevadas.

    Y nuevamente, uno tras otro, se agolpan los interrogantes: ¿no se ha llegado, tal vez, a devaluar el rito por reducción de lo que denominaríamos su campo magnético? ¿Se tenía conciencia de que, al perder el mito su vigencia –no decimos su virtualidad–, venía también a perder consistencia el rito, aun dentro de sus supuestas elevadas cotas? ¿Por qué una más que conceptual distinción entre mito y rito había de romper su interna estructura dialéctica? ¿No es lo que de más "mítico", concretamente, implica la figura de María la mejor fundamentación de su historicidad y la mejor revalorización teológico-antropológica del culto que, a través del rito, se le tributa? Y seguirían los interrogantes: ¿por qué había de identificarse lo "mítico" con lo "no-histórico"? ¿Solamente es "histórico" lo que, como simples, pasivos o empíricos observadores podemos constatar o contar? ¿No va el sentido de una realidad histórica mucho más allá de lo empírico y puramente observable? Evidentemente, no es de simple curiosidad intelectual la respuesta que pueda darse a tales interrogantes.

    Con su figura, concretamente, en el punto de mira, digamos, pues, ya desde ahora que ni preguntas ni respuestas tienen por qué cuestionar, invalidar o desvirtuar la historicidad de María. Vienen, más bien, a iluminarla en lo que tiene –y no es juego de palabras– de histórico-teológicamente más transignificante y de signológicamente más histórico y más teológico.

    Esa serie de interrogantes que hemos formulado sólo pretende ambientar el tema de nuestra reflexión, como una forma de destacar su importancia, incluso para la misma vivencia del misterio cristiano en su perspectiva o dimensión mariológica. Sin embargo, no dejan tales interrogantes de encontrar una cierta respuesta a través de estas notas.

    Hemos aludido a una cuasidialéctica vinculación –que tanto la Fenomenología como la Psicología de la religión se complacen en subrayar– entre el mito y el rito. El segundo no es más que la vertiente expresiva del primero. Esto quiere ya decir, por una parte, que, sin el rito, tiende el mito a desvanecerse, y, por otra, que, sin el mito, puede el rito llegar a devaluarse, por elevadas que parezca mantener sus cotas. Es, sí, el mito lo que justifica y da consistencia al rito. Pero, cabalmente por eso, está el rito exigiendo la revalorización del mito como típico modelo hermenéutico, y en determinados casos como única vía de acceso a una figura histórica que –como la de María– trasciende lo puramente empírico y hasta se trasciende, en cierta manera, a sí misma. Sólo dentro de este presupuestal contexto tienen sentido las reflexiones que estructuran el presente artículo.

2.- EL MITO, MODELO DE HERMENÉUTICA

    ¿No es ya de por sí significativa la importancia que en todas las épocas se ha dado al mito, independientemente de la interpretación que de él se haya hecho? Dejando a un lado interpretaciones y valoraciones definitivamente superadas (1), partimos de la valencia claramente positiva que hoy –en un como retorno a los orígenes– vuelve a otorgarse al mito como "expresión elegida para designar lo que está más allá del saber y de la ciencia" (2), pero que no por eso deja de afectar a la realidad y a la vida en lo que una y otra tienen de más inmanente y a la vez más trascendente (3).

2.1.- Hacia un concepto de mito

    En sus orígenes, mito significaba, sencillamente, "discurso", "mensaje", "proclamación", "anuncio", "comunicación de una noticia", "conocimiento". Podía, igualmente, significar –y significaba– "acontecer e historia" (4). No era, pues, sinónimo de invención, ficción imaginaria o mentira. Por lo que tampoco era –ni tenía por qué serlo– objeto o motivo de descrédito o desconfianza. Se trataba de un discurso en forma de relato encaminado a despertar y transmitir toda su credibilidad. Era, en una palabra, un discurso tejido de imágenes, símbolos y plasticidad (5). Sin ser un abstracto filosofar sobre el origen y la naturaleza del hombre o de las cosas, tampoco era, como creyera Andrew Lang, una explicación fantástica de cómo hombre y cosas llegaran a la existencia (6).

    El mito se refiere, fundamentalmente, al origen de una realidad, pero en el sentido de un presupuestal "principio y fundamento" que activamente interviene en el acontecer cósmico o histórico y en concurso con la acción humana. Y de ahí que, en el mito, las acciones sean "fundación de un estado y modelo de configuración ulterior, y que el mito mismo como tal sea fundación" (7).

    Lejos, pues, de toda ficción, el mito representa una experiencia viva y tradicional de la realidad, un conocimiento y una palabra sobre el verdadero ser y real acontecer que todo lo funda y al que todo retorna, no sólo bajo su aspecto de causalidad, sino también como interpretación y sentido de lo que existe y acontece. Con lo que el tiempo propio del mito aparece –lo veremos en su momento– como un tiempo a la vez originario y final, anterior y superior al tiempo histórico, pero en él operante.

    ¿Qué peligro o inconveniente habría, concretamente, en definir la figura de María desde un orden categorial de conocimiento e interpretación así entendido?

2.2.- ¿"Mythos" frente a "logos"?

    En el primitivo helenismo, el mito no tenía otro significado que el ya descrito. Es siglos más tarde cuando, ya en plena ilustración griega, cae en desuso el vocabulario descriptivo-narrativo de mythos y mythein y viene sustituido por otro más semántico y racionalizado: el de logos y léguein. Es ahora cuando empieza a considerarse el mito como una forma de expresarse, si no opuesta, sí radicalmente distinta de la razón demostrativa. El mythos designa ahora lo que solamente puede ser narrado, pero no demostrado: concretamente, las historias de los dioses y los héroes (8). Al no obtener su verdad mediante el logos, venía a catalogarse el mythos como simple fábula o mera parábola.

    Convendrá subrayarlo. Ese paso de uno a otro ámbito no implicaba de suyo oposición –tal como hoy pudiéramos entenderla– entre mythos y logos. Las narraciones míticas tenían su verdad. Hasta más consistente que la notificación de acontecimientos históricos transmitidos por simples historiadores u observadores empíricos. No, el mito no es lo opuesto a la verdad. Sólo persigue expresarla describiendo la realidad por lo que ella tiene de más hondo y más trascendente, a sabiendas de que es algo más que pura facticidad.

    Lejos de ser "historias inventadas", en el sentido que damos hoy a tal expresión, el mito seguía siendo declaración de lo conocido, de la noticia transmitida sin necesidad de determinar ni demostrar su procedencia. Y, de hecho, aun dentro de su plena ilustración, el pensamiento helénico vio siempre cierta sintonía y mutua referencia entre logos y mythos. Platón –es un ejemplo representativo– acierta a armonizar el legado lógico-racional de su maestro Sócrates con la tradición mítica de la religión popular. En sus famosos Diálogos, aparece frecuentemente el mito nada menos que como culminación del mismo logos. Aun sin reivindicar la verdad completa, los mitos platónicos representan, como narraciones, un radical destello de verdad. Incluso, proyectan más allá de sí mismos un logos ávido siempre de más verdad, que –curiosamente– sólo en el mythos llegará a descubrir. Diríase que el logos platónico trasciende sus propias posibilidades demostrativas e invade el terreno privativo del mythos (9). No deja, concretamente, de ser sorprendente –¿y por qué no aleccionadora?– la forma con que Platón contextualiza antiguas tradiciones y contenidos –transmitidos en el culto ritual y en la leyenda– con la más acendrada y aguda reflexión lógico-conceptualizadora. Su al fin nada platónico discípulo Aristóteles verá, igualmente, en la tradición "mítica" sobre los dioses una valiosa información en torno a conocimientos olvidados en los que vendrá él a descubrir nada menos que su metafísica del primer motor (10).

    ¿Qué concluir de lo dicho? Que, ni demostrativa ni demostrable, la forma de relato propia del mito tiene su lógica y su verdad del todo peculiares. Incluso que, más o menos consciente de sus límites, el mismo logos empírico-racional está de alguna manera proyectándose más allá de sí mismo para iluminar su propio ámbito con esa otra peculiarísima lógica que inspira e informa el relato mítico. Y lo que parece una conclusión, ¿no tendría cierto carácter de principio hermenéutico-epistemológico y explicativo de la realidad?

    Pensando explícitamente en nuestro tema, cabe ya preguntarse: ¿no es significativo que toda una tradición mítico-religiosa fuera susceptible de seria y madura racionalización? ¿Por qué la relación entre mythos y logos había de adquirir caracteres antitéticos –por no decir antagónicos– bajo el signo de una religión revelada? Quede ahí de momento pendiente de respuesta el interrogante. Y demos un tercer paso no menos esencial para una hermenéutica del mito en su aplicación a la figura de María.

2.3.- ¿Mito frente a realidad histórica?

    Ya el Renacimiento planteó el problema de la realidad y grado de verdad de los mitos. Para no pocos –todos  los "ilustrados" del siglo XVIII– los mitos no merecían crédito ni mención. La "verdadera historia" –afirmaban– no tiene nada de mítico. Por lo que el "historiador" debe depurarla de todo cuanto sepa a mito o a leyenda.

    Volveríamos nuevamente a preguntar: ¿qué entienden tales pensadores por "historia" y por "historiador"? ¿Solamente es "histórico" lo que como mero simple observador puede uno constatar y referir? ¿No se juega y se decide la auténtica historicidad en el más allá de lo puramente empírico y observable? ¿No será, incluso, el mito la única vía de acceso a lo que dicha historicidad tiene de más metafenoménico?

    Ya es significativo, dentro de este contexto, que en el intento mismo de estudiar empíricamente la historia se haya llegado a la conclusión de que, si pueden los mitos no ser "verdaderos" en lo que narran, son siempre "verdaderos" en el sentido de narrar algo realmente acontecido en la historia, a saber, la creencia en los mitos (11).

    Pero también ahora surge obligada la pregunta: ¿por qué esa universal e histórica creencia en mitos? ¿No será ya de por sí expresiva de una visión a la vez más radical y más trascendente –más metaconceptual, pero no menos existencial– de la realidad histórica en lo que ésta tiene, según el mito, de metatemporal y metaespacial? Y, bajo este aspecto, ¿no es la "verdad mítica" una "verdad histórica" en lo que ésta lleva de más metaempírico? ¿No será, pues, el mito la viva expresión de ese radical deseo humano de trascender –sin negarlo– lo temporal y espacial, o, si se quiere, de ese innato y patético esfuerzo por calar en el fundamento y sentido de la realidad, hasta llegar a una realidad originaria y última a la vez? Así lo han afirmado filósofos –y hasta científicos– de ayer y de hoy (12).

    El mito es, pues, relato, sí, pero de una realidad que se vive o realidad viva, que se cree sucediera en su momento y que desde entonces viene iluminando los destinos de la humanidad (13). Los antiguos no necesitaban explicar racionalísticamente nada de lo relatado en sus mitos. Bastábales con que expresaran o codificaran sus creencias y con que respaldasen la eficacia de sus ritos y sus principios morales. Del mismo modo que nuestra historia sagrada sigue viva en nuestros ritos y en nuestra moral, sosteniendo nuestra fe y orientando nuestra conducta (14).

    El mito se convierte, así, en un lenguaje de la verdad y profundidad de las cosas, que no puede ser superado, ni sustituido por nada, y cuya pérdida representa un déficit de realidad y de verdad. Lo narrado lo es de un acontecimiento. Y, bajo este aspecto, apunta a un pasado. Pero su referencia a un presente y a unos oyentes es constitutiva del mensaje mítico (15). Como muy bien se ha afirmado, el mito viene a "expresar en forma sucesiva y anecdótica lo que es supratemporal y permanente, lo que jamás deja de acontecer, lo que, como paradigma, vale para todas las etapas. Mediante el mito queda fijada la esencia de una situación cósmica o de una estructura de lo real. Pero, como el modo de fijarla es un relato, hay que encontrar una manera de indicar e incitar al oyente o lector más lúcido a que busque, más allá del tiempo en que se desarrollan los    hechos o en que parece transcurrir lo relatado, lo arquetípico, lo siempre presente, lo que no transcurre" (16).

    Un poco entre paréntesis –más sin olvidar nuestro contexto–, ¿no sería ese el mérito, acierto y originalidad de los escritores del Antiguo y Nuevo Testamento? Sin duda ninguna. Hasta ahí llegaba la divina inspiración que los asistía. El narrador acierta a introducir a sus extáticos oyentes o lectores en un mundo nuevo. Les hace sentirse partícipes de dicho mundo como algo que les afecta en lo más hondo porque de alguna manera lo han soñado siempre como un ideal del ser humano. El narrador se sabe en posesión de la totalidad y densidad de la historia que quiere narrar. Y lo da claramente a entender. Crea con su relato un "clima de interés". Suscita expectativas. Y las satisface. Sin dejar de crear otras siempre nuevas.

    A modo de conclusión, nos atrevemos a preguntar: si, como todo lo humano, la historia escapa al puro y abstracto logos, como se escapa el agua de una cestilla de mimbre, ¿qué tipo de razón o logos emparentaría con esa realidad histórica de fondo que viene a describir el mito? ¿No tendría aquí su más válida y plena aplicación la por Ortega y Gasset tan invocada –por tantos tan escasamente valorada– "razón vital" o "razón histórica"? No, dicha razón histórica nada tiene que ver –como alguien pudiera sospechar– con historicismos, relativismos o irracionalismos más o menos postmodernos. Es "razón" en el más riguroso –y hasta ilustrado– sentido del término: una razón que necesitó y supo desprenderse de toda categoría estática o esencialista, inadecuada como tal para entender lo humano dentro de esa constitutiva dinámica e historicidad por las que    internamente se define.

    Así es cómo, frente a negativas o minimalistas interpretaciones, vuelve hoy el mito a interpretarse en clave    realista y ontológica y hasta epistemológica. No es pura creación de la fantasía. Menos todavía una aberración del espíritu humano. Es un lenguaje de hondo contenido. Sin desplazar ni sustituir la razón o abstracto logos, el mythos viene a darle acceso a otra dimensión menos conceptualizable, pero también inteligible.

    Con la imagen de María ante los ojos, ¿no implicaría su radical desmitologización su no menos radical deshistorificación?

3.- MITO Y SACRALIDAD

    El homo symbolicus –no menos que el homo rationalis– es una definición, en profundidad, del ser humano. ¿No es, pues, lógico que en mayor o menor grado vaya su actividad espiritual impregnada de simbolismo? Vale ello de modo especial para el hecho religioso, dado su "esencial carácter simbólico" (17). El mito, dentro de este específico contexto, se ha considerado como el órgano, por excelencia, de la conciencia religiosa, cuyo campo de realidad y de verdad trasciende el de la pura empiría, que viene a ser el propio del pensamiento puramente racional. Por lo que bien puede definirse el mito como "la categoría expresiva de la vida religiosa" (18). En lo que se revelaría ya su inmediato parentesco con el rito.

3.1.- Mito y religión

    Es algo en que todos vienen a coincidir: el mito actúa como vehículo, transmisor y despertador de un patrimonio religioso que atraviesa pueblos y civilizaciones. Es un método epistemológico, hermenéutico y aproximativo a la concepción sagrada de la existencia, valorado, por consiguiente, dentro de su ropaje más o menos poético, como sistema exhaustivo de conocimiento de lo inefable y divino (19).

    Digámoslo una vez más: el mito no es una explicación para satisfacer la curiosidad científica, sino "una resurrección, por vía de relato, de la realidad primordial, que se narra como respuesta a profundas exigencias religiosas, anhelos morales, necesidades sociales, reivindicaciones y hasta exigencias prácticas" (20).

    Bajo un aspecto psico-antropológico más personalístico, el mito respondería, aquí, a una exigencia y necesidad de conocimiento e interpretación de unas realidades y contenidos de orden religioso, inexpresables en puros conceptos de abstracta y desnuda racionalidad (21). Lo cual explicaría por qué los grandes y más importantes temas de la religión y del culto se hayan transmitido y vivido o vivenciado en forma de mitos dentro de las más diversas culturas y épocas históricas.

    Y bajo otro aspecto, ahora más socio-comunitario, el mito cumple su función como "una fuerza cultural o carta constitucional sociológica" de carácter fundacional (22). Viene, así, a expresar e, incluso, a garantizar unas aspiraciones humanas y unos valores o contenidos de transfondo religioso, que caracterizan la vivencia de un grupo socio-cultural, que polarizan, en cierto modo, sus energías, que lo consolidan y estabilizan como tal grupo, confiriéndole sacralidad (23).

    El mito, en una palabra, es algo así como un grito humano postulando a lo alto salvación. ¿Un grito lanzado al vacío? No. Dios ha escuchado ese grito, haciéndose presente en el subconsciente y consciente humano para responder a dicho clamor y salvar al hombre. A ello respondía, en el fondo y ya por adelantado, la denominada "revelación primitiva", que encontraría su plenitud histórica en la Encarnación del Verbo, que, en última instancia, no es sino la historificación del mismo Dios. ¿Representaría tal historificación de Dios la radical abolición del mito y del conocimiento que en él tiene su fuente? ¿No sería, más bien, su definitiva iluminación y su pleno cumplimiento?

3.2.- Mito y revelación bíblica

    ¿Qué valor tiene, pues, el mito dentro de este radicalmente nuevo contexto? Es base obligada clarificarlo para definir, en concreto, su alcance y sentido mariológico.

    Cierto que la Sagrada Escritura pretende ser y es, efectivamente, mucho más que la simple transmisión de un mensaje mítico. Su relato es Palabra de Dios. Ni el narrador es mero reportero, ni los oyentes o lectores son simples receptores de unos relatos. Pero no menos cierto que esa Palabra de Dios viene transmitida en palabras de hombre. Por lo que no puede su contenido revelado desligarse de su singular contexto histórico y hermenéutico, ni puede entenderse al margen del relato. Ahí, cabalmente, radica el problema de la teología bíblica.

    La posible o presunta relación entre mito y revelación depende ahora del concepto de mito que se tome como punto de partida. Tras las precedentes aclaraciones, puede ya verse cuál sea aquí nuestro punto de partida. El tema, siempre vivo, ha vuelto a cobrar actualidad en la teología contemporánea, sobre todo por influjo de Bultmann y su programa de desmitologización (24).

    Ciñéndonos ya al marco de la revelación neotestamentaria, el mito nace y se basa esencialmente en un hecho histórico –pero de metahistórica trascendencia– o en personas históricamente reales. Si se quiere, y en última instancia, se basa en la Encarnación y existencia histórica de Jesucristo al que se dirige toda religiosidad cristiana y de quien le viene a todo símbolo o mito su sentido originario y definitivo. ¿Por qué, incluso, no poder afirmar que, como Verbo de Dios hecho hombre, en Cristo se encuentran fusionados de alguna manera el Logos y el Mythos? Él es, a la vez, el Logos, en cuanto Palabra de Dios, y el Eikon o imagen del Dios invisible, en cuanto hombre, de suerte que quien le ve a Él ve a Dios (cf. Jn 14, 9).

    Pero entremos en el núcleo del tema. La relación entre mito y revelación no es algo contingencial, vista la revelación desde el hombre su destinatario. Fundamentalmente, la revelación comienza recogiendo la pregunta del mito por la realidad, aunque exponiendo su propia concepción sobre el mundo, el hombre y la historia en el contexto del mito. Bajo este aspecto, diríamos que el mito es un como presupuesto histórico o cronológico de la revelación. Lo cual significa que el mensaje revelado llegará a unos seres humanos en su horizonte mítico a través del cual vivían y expresaban sus ideas sobre lo divino y sobre la acción de Dios en la historia. La revelación asume el mito y viene a plenificarlo, que es una manera, no de negarlo, sino de trascenderlo. Lo cual, por su lado, significa que quienes vivían en el horizonte del mito tenían ya una cierta y elemental precomprensión de lo que constituye el objeto de la revelación explícita: la unión de Dios con el hombre y la comunión de la actividad divina con la humana. Lejos de oponerse al conocimiento de la revelación, la experiencia mitológica, rectamente entendida, estaría, pues, ordenada a ella y vendría a participar analógicamente de su carácter. Es, incluso, tal experiencia mitológica una manera de conocer lo que supera todo comprender y decir, lo que sólo puede conocerse en enigma o como en espejo (cf. 1 Cor 13, 12).

    ¿Qué inconveniente, pues, habría en afirmar que ciertos elementos expresados en múltiples mitos son aplicables a Jesucristo o a María? Rasgos hay, imágenes y representaciones míticas, que bien pueden asumirse y que efectivamente han sido asumidos para expresar el transfondo mistérico de Cristo y de María con el sentido y transignificación que encierran sus personas dentro de la historia de la salvación. Lo cual no significa que por eso conviertan en mito la misma revelación.

    En lo que sobre la revelación conlleva de hermenéutico en torno a los relatos que la transmiten, la fe puede hacer y hace efectivamente uso del mito y de sus elementos. Los contenidos de la revelación, como temas de fe, trascienden la pura razón y toda pura racionalización, y sólo vienen a hacerse inteligibles a través del símbolo o del "mito" que ilumina y expresa tales contenidos, como no puede expresarlos ni iluminarlos un frío y objetivante concepto de la razón. La inteligencia que tiene lugar en el mito viene, pues, ahora a prestar a la fe su lenguaje como el más a propósito para expresar y hacer vivenciables esas nuevas –en su fondo, viejas y eternas– y universales dimensiones de la salvación que vienen dadas en la revelación. Por su referencia a la persona, historia y obra salvífica de Jesucristo, con todas esas concomitancias que en sí llevan de hecho esa persona y su historia, el mito alcanza –como ya hemos apuntado– su consumación y superación: su final en Cristo es a la vez su consumada plenitud (25), no su negación o supresión. Entrando María, como entra, en el misterio de Cristo por un título que es de la esencia misma del misterio –su maternidad, aquí, virginal–, es natural que venga su figura humana e históricamente inscrita en ese ámbito transignificante, simbólico, "sacramental", "mítico", que expresa, mejor que todos los conceptos, su rico mundo interior y las valencias que encarna dentro de esa siempre soñada y añorada aspiración del hombre a entrar en íntima relación y contacto con Dios. Cabalmente, la revelación –y aquí sí corrige al mito y proyecta sobre él nueva luz– presenta al hombre, no como sometido a los poderes del destino, sino como imagen y semejanza de Dios, creado para la comunión y comunicación con Dios, de la que Cristo –el Dios-Hombre– es su nuevo fundamento y su definitiva garantía, y María –la Madre del Dios-Hombre– su máximo exponente y su más plena realización y, consiguientemente, su ideal y su más inmediato arquetipo. Pero el acceso a este nuevo y más amplio horizonte ¿puede encontrar una vía que no sea la del "mito"?

    El mito viene así a convertirse, dentro de nuestro contexto mariológico, en un modelo narrativo-expositivo y hermenéutico regido por esa secreta intención kerigmática que intenta transmitir. No afronta la realidad histórica en su superficie, sino en su más profunda significación teológico-religiosa: una significación –o transignificación– que no podía el hombre ni siquiera imaginar, mucho menos realizar. El autor sagrado –sirviéndose de un lenguaje universal y abierto ahora a nuevos horizontes– atestigua y transmite una verdad revelada sobre la persona de María en la que el mito viene a ser una palabra cuyo último sentido sólo queda explicitado y se hace inteligible en y por el conjunto de la frase, es decir, en y por la historia de la salvación en su conjunto. Con lo que la revelación constituye el horizonte en que el mito encuentra su auténtico topos y donde adquiere su verdadero y más trascendente significado.

    Con lo que, como efectivo e histórico medio de expresión, el mito viene a prestar un servicio en el desarrollo de la revelación en sí misma considerada, así como en su aprehensión e inteligencia y vivencia por parte del hombre. Y es que –según lo ya anteriormente dicho– en la revelación la Palabra de Dios se hace real y verdaderamente palabra humana, y sólo como tal derrama luz y logra su eficacia salvífica. Cierto que las realidades históricas –aun admitiendo que sólo mediante el mito pueden expresar mejor su pleno significado– existen independientemente de ese modo de manifestación de su contenido. Y cierto que el misterio revelado tampoco depende intrínsecamente de un concreto modelo de promulgación. Pero, dado que el misterio revelado es misterio de salvación y que, como tal, sólo se realiza verdaderamente en la medida de su percepción humana, en esa misma medida, al contribuir a dicha percepción, viene a recibir y a proyectar el mito una nueva, positiva y existencial significación.

4.- EL RITO Y SU DINÁMICA INTERNA

    Hemos aludido ya a la vinculación –cuasidialéctica– entre mito y rito. En efecto, la realidad fundante y patente en el mito tórnase viva y eficaz en el rito. La convicción que el mito expresa en forma de relato viene a reactualizarse o expresarse en un conjunto de acciones más o menos codificadas, que dan "cuerpo" al rito, pero cuya "alma" trasciende la pura facticidad ritual.

4.1.- Noción de rito

    Tomamos ya el término en su más restringida –e históricamente más apropiada– acepción. En referencia, pues, al ámbito religioso. Y, como extraída a posteriori del análisis de los ritos de fondo religioso, bien puede aceptarse la siguiente definición: rito es la acción con la que el hombre busca ponerse en relación y entrar en contacto con un mundo superior, metaempírico, divino, para expresar determinadas actitudes y alcanzar determinados objetivos (26). En última instancia, el rito es la actualización de ese acontecimiento salvífico que, según creencia común, puede ser calificado de "fundacional".

    Ante todo, como vertiente expresiva del mito o momento dialéctico del mismo, participa de su simbolismo, con todo lo que ya en sí conlleva lo simbólico. Se ha dicho que, como homo symbolicus, "el hombre es un animal ritual" (27). Y, bajo este aspecto, deberá afirmarse del rito lo que se afirma del mito. También el primero, como el segundo, trasciende el orden puramente racional. Lo cual no significa que no sea inteligible y expresable su transignificación ritual. Por otra parte, y también como el mito, el rito afecta a todas las zonas del ser humano: intelectivas, volitivas, afectivas, emocionales, sociales.

    Al plasmar en ritos simbólicos cultuales el mito, estaba el hombre primitivo experimentando y vivenciando en ellos la más trascendente y definitiva significación de la existencia y hasta interpretándose a sí mismo desde arriba, es decir, desde la trascendencia. Como muy bien se ha podido afirmar, en la "respuesta del hombre a la realidad mítica, con sus mil formas de expresión ritual", tendríamos la clave del "significado real de esos ritos y ceremonias –comunes a casi todos los credos– con que el hombre expresa su convicción de que ningún acontecimiento o experiencia de la vida humana son comprensibles a menos de ponerlos en relación con la Trascendencia". Hay, pues, en tales ritos "algo más que su significado natural, algo que debe santificarse mediante tal referencia a los poderes invisibles" (28).

4.2.- Intencionalidad del rito

    Verdad es que la acción ritual religiosa puede esconder en sus fondos unas internas reacciones emocionales, ante un orden de sacralidad que el individuo o la sociedad creen responder a sus más trascendentes necesidades humanas y valorado en términos de poderes o seres superiores (29). Pero tampoco aquí puede pecarse de reduccionismo. Toda forma ritual está como en tensión dialéctica o bipolar hacia la satisfacción, sí, de unas necesidades humanas, pero no menos hacia el reconocimiento de ese mundo de lo sagrado que se evoca en el mito religioso. Es algo que no deja de subrayar la Fenomenología de la religión.

    En efecto, el hombre del rito tiene que vérselas y busca verse con un mundo "distinto" del de su quehacer terreno; con un tiempo y un espacio "distintos" del tiempo y espacio de sus problemas de cada día; con realidades "distintas" de las de sus habituales relaciones. Y, evidentemente, no se trata de una relación convencional, ni de un hobby elegante pero superfluo. Esa realidad "distinta" afecta a la existencia humana en lo que ella tiene de más óntico y más axiológico, define su sentido y determina su destino.

    Pero conviene subrayarlo. Tal carácter "distintivo" no significa ni implica antinomias entre uno y otro ámbito. Por lo que no ha de verse en tal distintividad una pretendida o mal disimulada fuga mundi de tipo místico o alucinatorio. Necesario o esencial para la identificación y vivencia del sentido y destino humanos, el rito no es rito en una perspectiva de transposición extramundana o extrahistórica del hombre, sino más bien condición de posibilidad de ser-en-el-mundo o ser histórico, abierto a una dimensión de trascendencia. Y "trascendencia" no es sinónimo de "afuera"; significa simplemente "alteridad" (30).

    A través del rito, lo sagrado, lo trascendente, lo divino, confiere a lo humano fundamento y solidez, lo re-crea, da sentido de ultimidad a sus más hondas aspiraciones (31). Con el rito, en una palabra, se busca establecer relación vivenciada y entrar en esa dimensión trascendente significada por el mito, como una manera de hallar respuesta a las demandas del espíritu humano, así como de garantizar sus más secretas esperanzas mediante la denominada "causalidad imitativa" (32).

4.3.- El rito como memorial

    En ningún nivel religioso-cultural se ha considerado el genuino rito como mera ceremonia conmemorativa. Sí: es memorial. Pero no como simple recuerdo de algo pasado, sino como reactualización de un acontecimiento o de una realidad. Lo que confiere al rito su más hondo sentido no es lo que de meramente funcional o acción ejecutiva hay en él, sino lo que esencialmente es, lo que simboliza y lo que realiza (33).

    Para el hombre religioso, lo sagrado es el fundamento, o, mejor aún, el ámbito de una realidad misteriosa que se hace presente en el rito. El rito puede ser, y es efectivamente, un hecho "puntual"; pero lo sagrado que lo enmarca es una dimensión constante (34). El rito cesa "cuando queda garantizado" el denominado "orden de lo útil; pero el orden de lo útil queda garantizado porque, cabalmente, a través del rito se vincula más estrechamente a lo sagrado" (35). La fundamentación de lo útil es momentánea, pero su fundamento es estable. Y fundamento significa aquí no tanto una garantía de éxito cuanto una constitución de sentido, inserción en un orden más amplio y más hondo, transfiguración.

    Lo dicho es consecuencia de las varias veces aludida cuasidialéctica relación entre mito y rito. En efecto, y como hemos visto, el mito describe y contempla como siempre actual el acontecimiento determinado por una realidad primigenia y a la vez arquetípica, que sigue influyendo en el presente y que, incluso, se corresponde con la realidad del final de los tiempos, de suerte que a la historia de los orígenes responde, así, la historia del fin, a la protología, la escatología. Ahora bien, el rito evoca el correspondiente acontecimiento mítico, lo representa y expresa mediante la consagración de unos tiempos y lugares, mediante unos actos rituales y simbólicos o mediante la invocación (36).

    Y lo dicho vale por entero, dentro de su específico contexto, para el rito cristiano. Como todo rito religioso, también el rito cristiano se especifica por su referencia al "mito" fundador, en orden a hacerlo revivir de algún modo en quienes lo celebran. Sumergiendo "sacramental" o simbólicamente a la persona o al grupo en el tiempo primordial del que ha nacido, "esta anámnesis ritual opera una verdadera regeneración". Retomar, mediante el rito, "energía en el in illo tempore mítico que diera origen a un grupo religioso sirve de freno a las fuerzas de disgregación o de muerte que, inevitablemente y sin descanso, socavan su identidad y son una amenaza tanto para su existencia como para su significancia en el mundo. Tal es el poder de la anámnesis mítica: liberar al pasado de sí mismo en cuanto pasado y tornarlo presente, como una forma de convertirlo en una viva génesis del hoy y del mañana. En la anámnesis ritual el grupo recibe a la vez su pasado como presente y como don de gracia" (37).

    Son, cabalmente, esos tres vectores –acontecimiento original, continuidad, tendencia hacia un télos (38)– los que hacen de la revelación bíblica una historia de salvación. La revelación no sólo libera al hombre del miedo ante la historia. Ha comenzado por convertir la misma historia en coordenada ontoteofánica. Asumidos en y por esa revelación histórica, mito y rito vienen también a historificarse. Sólo que el mito aparece ahora como misterio, silenciado desde la eternidad en Dios y revelado, finalmente, en Cristo Salvador (cf. Rom 16, 25). Con lo que el tiempo –repetimos– se convierte en historia de salvación. El mito pretendió eternizar la historia; el misterio viviente comenzó por historificar la eternidad, para que, dentro de su misma historicidad, vaya el hombre gestando y alumbrando su eternidad. Y así es cómo –dentro de su cualificación histórica– se va orientando el rito cristiano según la triple y esencial dimensión del tiempo: es memorial del pasado, es actualización en el presente, y es profecía y promesa de un futuro escatológico (39).

5.- MARÍA, ¿FIGURA "MÍTICA"?

    Puede ya fácilmente atisbarse el sentido de la respuesta. Como puede también ahora entenderse por qué, aun pudiendo haber perdido vigencia, no podía en la tradición católica mariana perder el "mito" su rica "virtualidad". Era y es la cifra, la expresión de la identidad de María, cuya figura, con la revalorización del mito, tal vez esté hoy readquiriendo una "re-presencia" o "re-presentación" más en consonancia con su historicidad y con el papel que en la historia de la salvación está llamada a transignificar y hacer presente. Una radical desmitologización, al estilo bultmanniano, más que a purificar, vendría a borrar esa más honda transignificación teológico-antropológica de María (40).

    En efecto, en los relatos bíblicos María aparece como la Madre del prometido y esperado Mesías que había de llevar a su pleno cumplimiento las más radicales esperanzas y aspiraciones de la humanidad, tales cuales se reflejaban en el los mitos y ritos de fondo religioso. ¿En qué sentido, dentro de tal contexto histórico-teológico, sería María figura "mítica" ?

5.1.- María como "símbolo"

    Ya hemos aludido a ello. Desde siempre, con mayor o menor énfasis, ha venido la condición humana siendo calificada como condición simbólica. Lejos de restarle ontologicidad, tal simbolismo (41) viene a expresar esa dimensión menos empírica y más trascendente por la que ónticamente se identifica el ser humano. Decir que María es un "símbolo" equivale a afirmar que no es pura y desnuda enseidad o simple "ser ahí". María es una personalidad histórica, con unos valores humanos y divinos, con un sentido y una transignificación, que constituyen el núcleo mismo de su personalidad de mujer, de virgen, de madre. El simbolismo vendría, pues, a desempeñar, aquí, una función mediadora (42).

    Puede, sí, tal simbolismo mariano presentar múltiples facetas. Pero fundadas todas ellas, por una parte, y desembocando, por otra, todas en la totalidad englobante y universalizadora de la persona de María como "sacramento humano", "sacramento cristiano" y "sacramento histórico" (43). Exceptuada la de Cristo, ninguna otra figura como la de María-sacramento" o "símbolo" con mayor virtualidad para despertar e impulsar al hombre –como individuo y como grupo– hacia lo trascendente y lo divino en ella y por ella "sacramentalizado".

    Será menester subrayarlo una vez más. Tal polivalente y englobalizante simbolicidad de María hace referencia al presente existencial de cada uno, de la Iglesia, de la humanidad, ya que, si la historicidad implica "retrospectiva" hacia el pasado y "prospectiva" hacia el futuro, una y otra –retrospectiva y prospectiva– son tales por la posibilidad –histórica– que nos confieren de ser constructores de nuestro presente (44).

    Son tres los vectores que, convergentemente, convierten a María en "sacramento", "símbolo" o "mito": su transignificación por encima o más allá de todo tiempo o espacio concretos; su unión con la Divinidad; la actividad y colaboración con su Hijo, como expresión de su misión divina dentro de la misma historia en lo que ésta tiene de salvífica.

5.2.- María y los "mitos" de relación con la divinidad

    Serían los más nucleares y, como tales, determinantes últimos de otros aspectos "míticos" que pudieran verse encarnados en la figura de María. La historia religiosa de la humanidad vendría a atestiguar cómo una de las más hondas –y hasta más dramáticas– aspiraciones humanas ha sido siempre poder alcanzar una singular experiencia de encuentro con Dios, así como poder hallar un modelo relacional con lo divino que no quedase reducido a simple contraposición entre el Todo –de Dios– y la Nada –del hombre–, es decir, entre una plenitud fundante y fundamentante y una pura y pasiva dependencia.

    Los mitos expresivos de tal aspiración vienen a centrarse en la figura de personajes excepcionales, héroes y heroínas, que, más que perder, llegan a trascender de alguna manera su naturaleza humana, para convertirse en semidivinos. ¿No es esto lo que se historifica en María? Por cierto, hasta lo insospechado.

    Leídos en clave de "símbolo" o "mito", eso es lo que claramente atestiguan los más nucleares relatos evangélicos relativos a la persona de María.

    En el relato "mítico" de la Anunciación (cf. Lc 1, 26-38) –que Teilhard de Chardin denomina "misterio de lo femenino (45)– aparece excepcionalmente valorada la persona humana, ya que, en María, se le brinda nada menos que una sinérgica y compartida función con la creatividad divina. A través del consentimiento de María, Dios da insospechada longitud de onda a las limitadas potencialidades humanas, alterando, incluso, las leyes naturales en el hecho de la concepción de su Hijo. El "mito" de relación hombre-Dios recibe así una nueva y definitiva luz de comprensión. En efecto, el relato de la concepción virginal del Hijo de Dios en el seno de María simboliza la radical posibilidad de llegar a establecer el ser humano una relación o unión con Dios no necesariamente sometida a condicionamientos biológicos o culturales. Y simboliza, igualmente, cómo su disponibilidad ante la Palabra de Dios hace al hombre capaz de encarnarla en sí mismo y en otros (46).

    En el relato del drama del Calvario (cf. Jn 19, 25-27), tampoco es María mera y pasiva expectadora. Su presencia está cargada de simbolismo, y lo "sacramentaliza". María es allí la "Mujer" en "com-paciente" comunión con el Hijo y haciendo propio el misterio del amor del Padre revelado en el Hijo sacrificado. Es el gran "sacramento" de un pueblo escogido por Dios para colaborar sinérgicamente en la redención de toda la humanidad. Es la "Esposa de sangre" del "Esposo", que con su oblación es la primera en "completar la pasión de Cristo por su cuerpo la Iglesia" (Col 1, 24), alumbrando así maternalmente una nueva humanidad (47).

    Y, leído en clave "simbólico-mítica", ¿no viene el relato de las bodas de Caná (cf. Jn 2, 1-12) a certificar la posibilidad y hasta la certeza –abiertas incluso a la sorpresa y al milagro– de la intervención divina en la vida ordinaria o de cada día merced a esa íntima relación del ser humano con el Ser divino?

5.3.- María y el "mito" del más allá

    La creencia en la supervivencia, como continuidad de la vida después de la muerte, es tan antigua como el mismo hombre. Y supervivencia es más que simple inmortalidad del alma, idea ésta que ha dejado al hombre siempre insatisfecho. Dada su conciencia de parentesco y semejanza con la divinidad, el hombre lleva en sí el innato anhelo de una vida plena y sin fisuras en y con Dios. No importa ahora cómo se interprete por las distintas religiones tal supervivencia concebida siempre como salvación del ser humano. Lo importante y significativo es el hecho en sí y con su sello de universalidad (48).

    ¿Qué "sacramentaliza" ahora María? Su Asunción corporal al cielo es la respuesta cristiana a todos los antiquísimos mitos en busca de un sentido y un destino de la existencia humana, como unidad de cuerpo y alma, para el más allá de la muerte. María asunta es, así, la imagen escatológica –y el comienzo– de la Iglesia celeste, y el signo de esperanza cierta en un télos como salvación integral. Lejos de ser una realidad alienante, la Asunción de María es para la humanidad viadora un estímulo y un punto de referencia que la compromete en la realización de su propio camino histórico hacia la perfección definitiva y consumada.

5.4.- María y el "mito" del "eterno femenino"

    Si lo evocamos aquí es por hallarse ya más o menos implícito en lo que de más significativo, simbolizado y simbolizante lleva en sí la figura de María. Nos limitamos a simplemente iluminar su sentido. Comencemos por afirmar que María no es una personalización alegórica destinada, aquí, a dar a entender poéticamente lo femenino como concepto universal. Al hablar ahora de símbolo o "mito", no decimos que sea María el símbolo perfecto de lo universal femenino. Se pretende, más bien y a la inversa, afirmar que ese universal femenino debe entenderse, en su más pura esencia, como el símbolo de María, de quien recibe su más alta significación. Es, en efecto, María "la que da forma al misterio metafísico de la mujer y la que lo hace comprensible"; en ella se concentra "el misterio femenino como tal", con sus "rasgos metafísicos y cósmicos, su categoría religiosa y, en última instancia, su imagen ideal y final en Dios" (49).

    Lo femenino no es, pues, un principio abstracto que pretenda aquí identificarse con María. Es esta mujer histórica y real en su propia singularidad la que se universaliza en dicho principio. En efecto, María está –ya lo hemos visto– singularísimamente asociada a lo divino e íntimamente vinculada a la obra personal y universalizante de su Hijo. Comprender tal unión y tal vinculación equivale a "universalizar" a María y es comprender al mismo tiempo cómo es ella "verdaderamente singular", cuya singularidad no queda comprometida ni alterada en lo más mínimo (50).

    Aunque pueda sonar a nueva, no es sólo de hoy. Tal visión de María "universalizada" dentro de su histórica "singularidad" viene ya de más lejos (51). Y no vamos a insistir más en el tema, ya que solamente queríamos señalar cuál era su sentido dentro de este contexto mariológico en que veníamos moviéndonos.

6.- MARÍA ENTRE EL "MITO" Y EL "RITO"

    En la introducción, dejábamos toda una serie de interrogantes pendientes. Y con uno más queremos cerrar  nuestro estudio. ¿Puede establecerse una distinción entre mito y rito en la figura de María? ¿Qué alcance tendría tal distinción? Creemos haber iluminado en estas páginas la respuesta tanto a aquellos primeros interrogantes como a estos últimos.

    Sí: esa cuasidialéctica que lleva en sí la relación entre mito y rito habla ya de su conceptual y "objetiva" distinción. Pero, en virtud de tal dialéctica, esa distinción está postulando, no ruptura o separación entre ambos elementos, sino su síntesis igualmente dialéctica.

    En nuestro contexto mariológico, es la persona histórica y real de María el sujeto donde están llamados a trascenderse y se trascienden mito y rito en su síntesis dialéctica y superadora. Pero, dado que tanto el mito como el rito son expresión conjunta de una realidad vivenciada, como respuesta, por una parte, y como propuesta, por otra, a profundas experiencias, aspiraciones y anhelos del ser humano –que no vive solamente del logos racional–, tampoco aquí puede consentirse la ruptura a que daría lugar el oscurecimiento del mito y la inflación del rito. La síntesis consiste ahora en expresar, vivenciar, vivir y potenciar el rito desde su vertiente mítica y el mito desde su vertiente ritual, en lo que uno y otro tienen de "transignificación" para el ser humano en sus dimensiones intelectiva, volitiva, afectiva y emocional, personal y social.

    Repetimos: es la unificada y unificadora personalidad de María la que confiere su subjetivada unitariedad a mito y rito, dentro de esa polivalencia mítica y polivalencia ritual, como consecuencia de la sintonía que ha siempre lugar entre lo mítico y lo ritual en el ámbito religioso. Unidad que no debe ser destotalizada subjetivamente en la vivencia religiosa del misterio mariano.

    Concretamente, en nuestro contexto mariológico, mito y rito vienen a ser algo así como el sagrado reconocimiento y la sacral expresión de ese singularísimo carácter hierofánico con que María se hace presente en la historia de la salvación. Sí: María es una polivalente epifanía hierofánica, con la transignificación que, como tal, lleva ya en sí.

    Los relatos evangélicos no sólo no lo olvidan, sino que lo ponen deliberadamente de relieve. No pretenden darnos una biografía del personaje, en este caso, María de Nazaret. Pero tampoco son meras anécdotas marianas, ni simples reportajes cronológicos. Menos todavía un cuento de hadas. Lo que intentan es declarar quién es y qué representa María en la nueva economía de la salvación, contemplar y exponer a la contemplación su misterio, entender y dar a entender su misión.

    Más aún: tales relatos mariológicos no persiguen sólo o en exclusiva tal comprensión de la persona, misterio y misión de María. Buscan, a la vez, un despertar la vivencia de lo que el Espíritu Santo venía a velar y revelar a través de la tal figura. Los relatores tienen conciencia de hallarse también aquí ante un mundo de "misterio tremendo y fascinante" e inefable, ante el cual la actitud fundamental es o ha de ser la veneración y un sagrado reconocimiento.

    Con profunda comprensión de las Escrituras y tradiciones bíblicas y extrabíblicas, y con maestría y arte consumados, para expresar lo inefable, saben los evangelistas utilizar el lenguaje mítico-simbólico: el único que podía suplir dignamente al lenguaje de la razón allí donde uno y otra sólo podían balbucear o quedar callados. Ya lo hemos dicho y repetido: el lenguaje simbólico-mítico vela, sí, pero revela también. El lenguaje científico-racional sólo puede descubrir una parte de la realidad y de su verdad. El lenguaje mítico sugiere la otra parte, al dirigirse no sólo a la fría y objetivadora inteligencia racional, sino también a la imaginación y al corazón, en el sentido más bíblico –y más agustiniano– de la palabra "corazón". Con la particularidad de que el lenguaje mítico-simbólico –como más expresivo de hondas experiencias, aspiraciones y esperanzas del espíritu humano– tiende ya de por sí a provocar unas actitudes religiosas de reconocimiento, veneración, invocación e imitación, que tienden, a su vez, a culminar en el rito, como vertiente expresiva del mito (52).

    Hemos aludido al singularísimo carácter hierofánico o teofánico –diafánico– que, en la historia de la salvación, define a esta "singularidad universal" llamada María. Ahí radica fundamentalmente –no en otros mecanismos exclusiva o meramente socio–culturales– el mito mariológico y su correlativo rito mariano. Y ahí se basa el primer texto conciliar mariano del Vaticano II, al afirmar en la Sacrosanctum Concilium que "en la celebración de este círculo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con amor especial a la Bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo. En ella admira y ensalza la Iglesia el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser" (SC 103).

    En sintonía con lo que venimos diciendo y como autorizada confirmación de lo mismo, se está reconociendo que María es singularísimamente acreedora al clásicamente denominado "culto de hiperdulía", no como simple figura humana en su empírica historicidad, sino por lo que, como "símbolo", "signo", "sacramento" o "mito", lleva en sí de realidad hierofánica y fascinante. María es una diafanía de Dios. Dios la amó y obró maravillas en ella (cf. Lc 1, 49). La amó por sí y la amó por nosotros. Se la dió a sí mismo y nos la dio a nosotros, en bella expresión de Pablo VI en la Marialis cultus (cf. MC 56). "Mito" y "rito" en este campo venían y vienen a ser no más que un eco al profético "me llamarán bienaventurada todas las generaciones porque en mí hizo cosas grandes el Todopoderoso" (Lc 1, 48-49).

Notas

(1) Para el racionalismo "ilustrado", el mito es mero producto de la imaginación, y pertenece a una fase inferior de la vida espiritual. Es no más que expresión, sin análisis crítico, de los movimientos, angustias, anhelos o aspiraciones del sentimiento. Debe, pues, ser incesantemente superado por la cultura, que representa el triunfo de la razón o del logos sobre el mythos. Cabría ya aquí preguntar si el misterioso mundo del sentimiento no merecía una respuesta a sus más secretas instancias y si podía tal respuesta hallar mejor camino que el del mythos.

(2) Gadamer H.-G. Mito y logos, en "Fe cristiana y sociedad moderna", vol. II, Madrid 1984, 11.

(3) En su La mythologie primitive, Lévy-Bruhl (1857-1939) –gran paladín de la escuela sociológica– se interesa grandemente por el "significado vital" de los mitos, así como por su relación con los ritos y ceremonias, que tan importante papel desempeñan en la configuración de las estructuras sociales. Nuestro autor había defendido en un principio que la "mentalidad primitiva" era prelógica, radicalmente distinta de la "mentalidad moderna" y hasta opuesta a la misma (cf. Lévi-Bruhl, L., Les carnets, Paris 1946), dominada por lo que él denominaba la "participación mística". Pero renunciará más tarde a tal hipótesis. El actual interés de los filósofos –sobre todo de los europeos– por el "mito" y el símbolo se debe en gran parte a los libros del mencionado Lévi-Bruhl y a las controversias que provocaran.

(4) Gadamer H.-G , loc. cit.; Fries, H., Mito, mitología, en "Sacramentum mundi", t. IV, Barcelona 1973, col. 752.

(5) cf. Fries H., Mito y logos, en "Fe cristiana y sociedad moderna", ib., 37-38.

(6) Lang, A., Myth, Ritual and Religion, London 1933, VI.

(7) Slok, J., citado por Fries en "Sacramentum mundi", ib., col. 753.

(8) El mito adquiere ahora una transignificante proyectiva. Y aparece como narración de una historia, como "palabra sagrada" autenticada por la autoridad y la tradición. Sin embargo –y merece ya subrayarse–, como historia de los dioses el mito sólo es tal en cuanto lo narrado en él representa el verdadero origen, el auténtico fundamento, la realidad operante, a la vez que la norma determinante del histórico acontecer humano. En el mito aparece, pues, la historia de los dioses indisolublemente entretejida con el hombre y su destino, pero aparecen, igualmente, el hombre y la historia englobados en la esfera del ser y acontecer divinos.

(9) Bajo este aspecto, eliminar el mito de la filosofía platónica equivaldría a borrar de la misma su doctrina sobre el mundo, el alma y Dios, así como parte de su teoría de las ideas. Ni aun los "ilustrados" de entonces –los sofistas–, con su contraposición entre mythos y logos llegan a eliminar radicalmente el primero, ya que acuden con frecuencia a la narración mítica como envoltura de la verdad filosófica.

(10) cf. Aristóteles, Met XII, 1/74 b. La revalorización que hoy se está haciendo del mito es, en no pequeña medida, mérito de las investigaciones de filósofos, epistemólogos y lingüistas con su demostración del carácter simbólico no solamente del lenguaje, sino también de las demás esferas del espíritu humano (cf. Schlesinger Max, Geschichte des Symbols, Berlin 1912; Whitehead, A.N., Symbolism. Its Meaning und Effect, New York 1927; Urban, W.M., Language and Reality. The Philosophy of Language and the Principies of symbolism, London-New-York 1939). Puesto que el hombre posee una "facultad creadora de símbolos" (symbol-forming power), todo cuanto él produce es simbólico. Basta recordar las obras de Erns Cassirer, Philosophie der symbolischen Formen (3 vols.), Berlín 1923-1929, y An Essay on Man, Yale 1944.

(11) cf. Ferrater Mora, J., Diccionario de filosofía, Buenos Aires 1965, t. II. 210.

(12) Filósofo, científico e historiador real, J.B. Vico mostró epistemológicamente que el mito es una "verdad histórica" o modo de pensamiento, con sus peculiares características, que, si condiciona, por una parte, puede, por otra, expresar y expresa ciertas experiencias y formas básicas de la vida humana. Su Scienza nuova no representa sino un modo de conocimiento distinto al de la razón física. Ésta –la razón física– solamente pude entender las cosas que el hombre realiza. Por lo que la naturaleza o physis –al contrario de la historia– puede ser pensada, pero no entendida. Vico venía, pues, a ser un precursor de los temas esenciales del romanticismo y del descubrimiento de lo histórico, que él interpreta como manifestación de una infinitamente compleja "naturaleza humana" (cf. Scienza nuova, lib. V; cf. Villa, G. B., La filosofia del mito secondo G. B. Vico, Roma 1949). Schelling va todavía más lejos, al afirmar que el mito representa una forma de revelación del Absoluto en el proceso histórico. El mito sería, pues, revelación divina (cf. Ferrater Mora, ob. cit., II, 619-621). Ni aun el mismo Voltaire, en su mitofobia, se olvida de apelar a los mitos al tratar de describir el pasado histórico (cf. Ferrater Mora, ib., 210).

(13) cf. Malinowski, B., Myth in Primitive Psicology, London 1926, 21. Como muy bien se ha dicho, "un mito desvinculado de toda realidad sólo puede vivir en una sociedad que, a su vez, se ha divorciado también de la realidad..." (James, E.O., Introducción a la historia comparada de las religiones, Madrid 1973, 109).

(14) cf. Malinowski, ob. cit., 23.

(15) cf. Gadamer, ob. cit., 19-20.

(16) Echevarría, J., Eritis sicut dii, en "Asomante" XVII, n. 3 (1961), 7.

(17) Eliade, M., Mefistófeles y el andrógino, Madrid 1969, 257-258. Nada más exacto, desde el momento en que, como afirma el mismo autor, todo acto religioso y todo objeto cultual se refieren a una realidad metaempírica.

(18) Tillich, P., Die Religion in Geschichte und Gegenwarst, Tubinga 1930, IV, 365. Entre otros especialistas en Fenomenología e Historia de la religión, ha sido Mircea Eliade quien más ha destacado la persistencia de las imágenes, los símbolos y los mitos. "Hoy podemos comprender algo que no podía ni sospechar el siglo XIX: el símbolo, mito e imagen pertenecen al núcleo de la vida espiritual. Se los puede velar, mutilar, degenerar; pero es imposible hacerlos desaparecer... Los mitos se degradan y se secularizan los símbolos, pero nunca desaparecen, ni siquiera en la más positivística de todas las civilizaciones, la del siglo XIX. Los símbolos y mitos vienen de muy lejos: son parte del ser humano, y es imposible no encontrarlos, sea cual fuera la situación existencial del hombre en el mundo" (Eliade, Images et symboles, Paris 1952, 12 y 30-31).

(19) cf. Andreani, S., Mito, en "Nuevo Diccionario de Mariología", Madrid 1988, 1346. Ya el filósofo neoplatónico Salustio venía a justificar el carácter divino de los mitos, una de cuyas finalidades era representar a los dioses y dar a conocer sus actuaciones en el mundo (De diis et mundo, Amsterdam 1688). Ya hemos aludido a Juan Bautista Vico, para quien el mito venía a ser "revelación divina" (cf. supra, nota 12).

(20) Malinowski, ob. cit., 23.

(21) Valga un ejemplo que lo aclare. En los Vedas, Brahma es lo absoluto, el ser no manifiesto, del que se originan las lógicas fuerzas de la creación. La sustancia que determina la creación se describe en los Vedas como la unión de dos combinaciones opuestas, ligada una al principio masculino creador y otra organizada en el receptáculo de una polaridad femenina. Las imágenes del Gran Dios y la Gran Diosa no se interpretan allí, naturalmente, en sentido sexual, sino como dos realidades metafísicas que operan en un encuentro o sinergia que hace saltar la chispa de la creación.

(22) James, ob. cit., 110.

(23) Evidentemente, en el desarrollo de la civilización, las situaciones emocionales y críticas que dieran origen a mitos y ritos en un estadio determinado no son las mismas que las de otra etapa. Sin embargo, los principios fundamentales que rigen la intencionalidad de tal fenómeno son los mismos en todos los casos y en todo tiempo. Aun en los horizontes en que actúa el pensamiento reflexivo son las realidades concretas las que encuentran expresión en el relato sagrado y sus ritos correspondientes. Temas hay que aparecen y reaparecen una y otra vez asociados a unos determinados ritos que guardan relación con los problemas más urgentes de la vida y experiencia cotidianas (cf. James, ob. cit., III).

(24) El mito, según Bultman, es una forma de concebir y representar lo transmundano y divino como mundano y humano, el más allá como el más acá; una forma en la que el rito –su vertiente expresiva– se interpreta como una acción en la que determinados medios materiales comunican fuerzas superiores o no materiales. La Encarnación, concebida como la "irrupción violenta" de Dios en el mundo y en la historia es, según Bultmann, un concepto mítico por excelencia. Por lo que, en nombre de la ciencia, de la antropología y, sobre todo, de la teología, hay que "desmitologizarlo". Se dirá que tal desmitologización no pretende eliminar, sino esclarecer la verdadera intención tanto en el mito como en la revelación del Nuevo Testamento. Pero desde el momento en que el mito no debe entenderse como enunciado objetual ni categoría objetivante y debe interpretarse antropológica y existencialmente como pregunta por la comprensión y la realización de la existencia, en realidad se está "recusando aquí al Verbo encarnado como tal, a Cristo Dios y Hombre, al Dios eterno convertido en el Hijo de María, al Cristo del que nos dice san Pablo que es el Creador y Señor, y que Juan contempla como el Logos encarnado y viviendo en la gloria desde su primera manifestación" (Moroux, J., El misterio del tiempo, Barcelona 1965, 135). Sobre los deslizamientos de sentido de la palabra "mito", así como para la interpretación de conjunto del pensamiento de Bultmann –luterano, racionalista y heideggeriano– remitimos a las ya clásicas exposiciones de Malevez, L., Le message chrétien et le Mythe, Bruselas-París 1955; Marlé, R., Bultmann et l’interpretation du Nouveau Testament, París 1956.

(25) cf. Fries, en "Sacramentum mundi", cols. 758-759.

(26) cf. Rizzi, A., Rito, en "Diccionario teológico interdisciplinar", Salamanca 1987, IV, 204.

(27) Douglas, M., Pureza e pericolo, Bolonia 1975, 103. "Suprimido en una de sus formas, el ritual rebrota en otra forma, tanto más fuertemente cuanto más intensa es la interacción social" (ib.). Por su mismo carácter religioso, el rito está cargado de transignificación, que es, en última instancia, "simbólica", puesto que se refiere a valores o a figuras sobrenaturales, encarna valores trascendentes o es expresión de operaciones divinas (cf. Eliade, M., Traité d’histoire des Religions, Paris 1949, 15 ss; Mefistófeles y el andrógino, 258).

(28) Underhill, E., Worship, London 1936, 11-12.

(29) En este contexto, según James, "el rito ha de considerarse más fundamental que esa creencia, ya que es la forma externa y tangible de los íntimos deseos del alma" (ob. cit., 85).

(30) Nos distanciamos, así, de Mircea Eliade, quien, dentro de su amplia y rica temática, parece dar del rito una interpretación basada aquí en su concepción dualística de la realidad. En efecto, Eliade contrapone el religioso hombre primitivo al secularizado hombre moderno. El hombre religioso vive en la historia, pero sin pertenecer a ella; realiza lo profano y lo útil, pero es ciudadano de lo sagrado o del tiempo mítico. El profano es inconsciente de sí mismo, in-significante y precario; en cierto sentido, "no es", por el hecho mismo de pertenecer al orden de las realidades puramente instrumentales y sin dignidad ontológica. El hombre religioso, en cambio, está "sediento de ser", ansioso de sentido, busca un tiempo distinto del de cada día, illud tempus originario, anterior a la historia y figura de perfección absoluta. El rito representaría, pues, una cierta deshistorificación. Pero ¿no incurriría Eliade incluso en una –aunque saludable– contradicción, al afirmar, como lo ha hecho poco antes, que lo sagrado aparece siempre en los mitos y ritos como poder fundante de lo profano, como su creación y animación? ¿Por qué, pues, aislar lo sagrado y oponerlo a lo profano como inconciliable alteridad? "La vivencia del rito presenta con un carácter indiscutible tanto una relación con el orden de lo útil y profano, como con la afirmación de un orden distinto o de lo sagrado". Por lo que se habrán de "mantener estas dos direcciones intencionales, no sólo porque la verdad del rito requiere cumulativamente tanto la una como la otra, sino sobre todo porque cada una tiene necesidad de la otra para ser ella misma". Y es que "en la lógica de la vivencia real, lo sagrado y lo profano no tienen ninguna realidad más que dentro de una referencia recíproca" (Rizzi, loc. cit., 210-213).

(31) cf. Rizzi, loc. cit., 209-210.

(32) James, ob. cit., 86.

(33) cf. James, ob. cit., 87. Un ejemplo viene a aclararlo. El sacrificio eucarístico es la presencialización, en el tiempo y en el espacio, del sacrificio del Calvario. En las especies eucarísticas "se contiene verdadera, real y sustancialmente, no en signo, figura o virtualidad, el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo" (Conc. de Trento, ses XIII, can. 1).

(34) Y, bajo este aspecto, creemos pecar de reduccionista la interpretación "funcionalista" del rito, tal como la describen Malinowski y últimamente Lanterini, V. (La grande festa. Storia del capodanno nelle civiltà primitive, Milano 1959) y Di Nolla, A.M. Iniziazione, en "Enciclopedia delle religioni", III, Firenze 1970, 1116-1171). Restringir, como hace el funcionalismo, la dependencia del hombre respecto a lo sagrado al momento ritual es olvidar que su existencia humana es toda ella una "liturgia" o un "culto espiritual" (cf. Rom 12, 1). Para el hombre religioso –o cristiano– lo sagrado no es solamente rito o función ritual. Es también realidad existencial y no imaginaria. Para el funcionalismo, lo sagrado a que da acceso el rito desempeña su función como simple plenitud imaginaria. Pero también el funcionalismo incurre aquí en una cierta contradicción, ya que, "si para el hombre religioso lo sagrado es el fundamento de la realidad que se le hace presente en el rito, en la interpretación funcionalista lo sagrado es el expediente a que recurre el hombre para autofundamentarse dentro de una realidad sin fundamento" (Rizzi, loc. cit., 212-213).

(35) Rizzi, loc. cit., 213.

(36) cf. Fries, en "Fe cristiana y sociedad moderna", 37. Se ha dicho muy acertadamente que el misterio y la evocación de los nombres míticos conlleva ya una cierta invocación y una presencia misteriosa. El nombre cumple su auténtica función y significado en la invocación e interpelación. Por eso, los nombres de lo divino sólo son realmente tales cuando los invocamos. "La presencia de los nombres de los dioses o de los héroes en himnos y cantos o en composiciones épicas equivale a una invocación. Se narra algo de ellos y lo narrado adquiere una especie de presencia. Invocar es algo así como apuntar a la realidad de lo narrado" (Gadamer, loc.cit., 17). Bajo este aspecto, no iban descaminados los modernos historiadores críticos que se proponían llegar al misterio de la mitología a partir del nombre de los dioses.

(37) Chavvet, L.-M., Du symbolique au symbole, Paris 1979, 130, nota 23.

(38) En Jesús llega a su télos la revelación divina.Y en él asume Dios un compromiso ante la humanidad entera y para siempre. La eficacia del rito cristiano no es más que esa definitividad del "sí" de Dios, que, pronunciado una vez para siempre, ya no se retracta.

(39) cf. Rizzi, loc. cit., 216.

(40) Fue el postulado epistemológico de los métodos historiográficos –según el cual, para la correcta visión de la historia, hay que prescindir de su interpretación– el determinante de que, en este campo, el estudio de la figura de María fuese perdiendo en lo histórico ese valor y sentido más teológico-antropológico que, cabalmente, el mito trataba de subrayar.

(41) Etimológicamente, símbolo –del verbo griego symballein– significa reunir o sintonizar elementos que, aun distintos, mutuamente –dialécticamente– se pertenecen. El símbolo no es, pues, sólo y simplemente algo que remita más allá de la percepción empírica de una realidad; ni es tampoco la suma de dos realidades, una visible e invisible otra; es la totalidad –no destotalizable– de lo uno y lo otro, o mejor, de lo uno en y desde lo otro. Hay que reconocer que, al concebir así el símbolo, estaban revelando los griegos un agudo sentido de lo simbólico, sin dejar de percatarse del papel que juega en la relación del hombre con la realidad.

(42) cf. Díez Presa, M., Para una comprensión fenomenológico-antropológica de las apariciones marianas, en "Ephemerides Mariologicae" XXXIX (1989), 23-26.

(43) cf. Navarro, M., Simbolismo, en "Nuevo Diccionario de Mariología", 1874-1883. Símbolo y simbolizante, María es, igualmente, realidad simbolizada. El n. 55 de la Lumen gentium esboza una descripción de María como figura simbolizada en todo el Antiguo Testamento, lo cual le confiere ya por adelantado una polivalente transignificación (cf. Díez Presa, M., María, mujer de ayer y de siempre, Madrid 1992, 221-230). Por referencia a los mitos de la creación del mundo, María aparecería como símbolo de la nueva creación, es decir, de la redención, que comprende todos los mitos de radical renovación de la vida humana y que podemos ver presagiados en las más antiguas evocaciones de una futura edad de oro, los mitos políticos contemporáneos de la utopía, etc. (cf. Pinkus, L., Mito, en "Nuevo Diccionario de Mariología", 1354-1355).

(44) En efecto, "el pasado lo es no porque pasó a otros, sino porque forma parte de nuestro presente..., porque es nuestro pasado... actuando ahora, como nuestro, en nosotros" (Ortega y Gasset, J., La historia como sistema, o.c., VI, Madrid 1958, 39). Ser presente no es, pues, para uno, simplemente recordar el pasado o reconocerlo como algo que fue pero ya no es, sino vivenciarlo como nuestro pasado y –desde su superadora y, en cierto modo, trascendente presencia– proyectarlo creadoramente como nuestro futuro o como posibilidad deliberadamente destacada entre otras posibilidades. Lo cual significa, a su vez, que ser presente es ser capaces de esperarnos a nosotros mismos en nuestro futuro escatológico con una espera, no "instintiva" ni pasiva, sino activa y creadora, que es el modo de esperar de quien tiene que existir "haciéndose cargo de su situación" (cf. Lain Entralgo, P., Antropología de la esperanza, Madrid 1978, 71-72). Para una más amplia comprensión del tema, cf. Díez Presa, M., Una reflexión sobre el tiempo histórico, en "Diálogo filosófico", n.6 (1986), 288-301.

(45) Citado por De Lubac, H., El eterno femenino, Salamanca 1969, 168.

(46) En una remota antigüedad el parentesco del individuo con la divinidad venía míticamente expresado y relatado a través de una unión biológica. Y, de hecho, los diversos héroes y heroínas son siempre fruto del matrimonio entre una deidad masculina o femenina y un ser humano. El bíblico "Dichosa tú porque has creído" (Lc 1, 45) o "Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan" (Lc 11, 28) presenta un modelo de relación con Dios tanto más íntima cuanto más trascendente y menos vinculada a lo biológico. Evidentemente, en el caso de María, tampoco se subestima su maternidad biológica, sino que se la inscribe en un ámbito superior.

(47) cf. Díez Presa, M., ob. cit., 101-104. Sin dejar de serlo entre Hijo y Madre, la relación adquiere ahora una nueva significación o transignificación: la simbólico-sacramental de Cristo-hombre-nuevo Adán y María-Mujer-nueva Eva de quienes está naciendo una nueva humanidad (cf. LG 56 y 63).

(48) Desde el concepto helénico del Hades hasta las teorías orientales de la reencarnación o del nirvana, es una constante histórica la preocupación por un télos definitivo del individuo y de la humanidad, que implica también el destino del cuerpo.

(49) Gertrudis Von Le Fort, La mujer eterna, Madrid 1967, 16.

(50) ¿Contradictorio el concepto de "universal concreto" que aquí se esconde? No. Por de pronto, no es la personalización abusiva o la personificación mítica de algo impersonal, sino "la centración del universo por una persona suprema, por un supremo alguien" (Barthélemy-Madaula, M., La personne et le drame humain chez Teilhard de Chardin, Paris 1967, 128). Blondel halla la absoluta realización del "universal concreto" en el ser mismo de Dios, sumamente "personal" y "personalizante", y reconoce, igualmente, su plena encarnación en Cristo como Dios-Hombre (cf. Blondel, M., Exigencias filosóficas del cristianismo, Barcelona 1966, 186; ID., L’action, Paris 1983, 461; Balthsar, H.U., Teología de la historia, Madrid 1964). Al "universalizarse", no se disuelve Cristo en el universo; es su "principio plasmático", ejerce sobre él su acción "envolvente y unificante" y le impone e imprime su figura (cf. Theilhard de Chardin, Escritos de guerra, Madrid 1966, 222; 315; 365-387; 392). La "universalidad" viene a ser, pues, la prerrogativa de la más vigorosa personalidad.

(51) En su Traité des saints ordres, 3ª parte, cap. 6, ya el teólogo y poeta Jean-Jacques Olier saludaba a María como "criatura universal". E invitaba a sus lectores a contemplar en ella, como unificada en su más pura calidad, la suma de todas las perfecciones desparramadas en todos los miembros de la Iglesia. Venía, así, a reproducir una vieja teoría medieval que personalizaba en María la species única, cuyo interior comprende cualquier genus, o a partir de la cual se distribuye toda gracia sobre el genus. En nuestros días vendría Paul Claudel a hacer suyo el tema, dándole todavía mayor amplitud. En la persona inefable de María alienta "la forma de la Iglesia y la forma de la humanidad y de toda la creación" (Claudel, P., L’epée et le Miroir, Paris 1939, 43; 73; 217). ¿Y no encontramos ratificadas por el Vaticano II estas ideas? La Lumen gentium presenta a María "unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados" (LG 53) y ocupando "después de Cristo el lugar más alto y más cercano a nosotros" (LG 54). Con ella "se cumplió la plenitud de los tiempos y se inauguró la nueva economía" (LG 55). "Enaltecida como Reina del Universo para asemejarse más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59) y "glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y principio de la Iglesia escatológica" (LG 68).

(52) Nos remitimos a las anteriores notas 23, 33 y 36 en sus respectivos enmarques temáticos

Fuente: vidareligiosa.com