Peregrinando con María

Movimiento de Vida Cristiana 

Estamos en un tiempo de peregrinación; es un tiempo marcado por la provisionalidad, por el sentido heroico de la existencia, y en el que debemos tener puesta la mirada en el horizonte. Peregrinar es caminar con un rumbo fijo, es avanzar hacia una meta, a un lugar que representa un encuentro espiritual. En la vida de la Iglesia las peregrinaciones han sido una práctica constante e inmensamente fructífera que la simboliza a Ella misma, pues es Pueblo peregrino que camina sostenida por la Eucaristía hacia la Patria celestial.

El mismo Señor Jesús se define como "el Camino"[1] al Padre. Ser cristiano es seguir a Cristo cooperando con la gracia que el Espíritu derrama en nuestros corazones, para configurarnos con Él y así ser hijos en el Hijo. Esta peregrinación comporta siempre una cuota inevitable de riesgo, que se comprende por la conciencia de nuestra debilidad y nuestro pecado. Es parte del diario morir en Cristo. La fe nos permite asumirlo con esperanza Pascual"[2].

Toda la vida del cristiano es peregrinación. Sin embargo, en algunos momentos esta dimensión se vive de una manera especialmente intensa. En este tiempo los miembros de la Familia Sodálite nos estamos preparando para responder a la invitación del Santo Padre Benedicto XVI a todos los movimientos eclesiales y nuevas comunidades para participar en la gran celebración de Pentecostés el próximo mes de junio. Será una oportunidad para expresar nuestra adhesión y amor filial al sucesor de Pedro, así como para crecer en nuestro compromiso por configurarnos con el Señor Jesús y anunciarlo al mundo.

Y es en este tiempo en que debemos mirar de una manera especial a nuestra Madre: María es la Luna que refleja los rayos del Sol de Justicia y nos muestra el camino de nuestro peregrinar. El Papa Juan Pablo II enseñaba que María nos educa «consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu Santo y proponiéndonos, al mismo tiempo, el ejemplo de aquella "peregrinación de la fe", en la cual es maestra incomparable»[3].

Su vida se consume en el seguimiento radical de ese Camino que es su propio Hijo, y recorriendo sus pasos vamos caminando hacia la santidad. Ella es la "Madre del peregrino", que nos acompaña siempre, y especialmente en los momentos de cansancio o de dificultad.

María es peregrina. Quizá incluso «podríamos hablar de la Peregrina por excelencia. Pues, además del Señor Jesús, quién ha comprendido mejor que María que este mundo no es un lugar para instalarse, sino para usar de él en tanto cuanto sirva para mejor cumplir con el Plan de Dios. Quién mejor que María ha percibido el hondísimo impulso de su mismidad convocándola al encuentro con el Altísimo. Sin duda la experiencia cristológica que se nos manifiesta a través de la Epístola a los Hebreos, "nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la que está por llegar"(Heb 13,14), es también una experiencia mariana»[4].

LA PEREGRINA DE LA FE

La vida de María está marcada por las peregrinaciones. La primera de que tenemos noticia es la que emprende para atender a su prima Isabel, quien, como Ella, está encinta. Luego que el ángel le anuncia que será Madre del Reconciliador, luego de su "Hágase" lleno de confianza y amor, María inicia una peregrinación para vivir el servicio humilde. «En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel»[5].

La portadora de la Palabra "se levanta" y se pone en camino "con prontitud", al noroeste de Jerusalén, a la ciudad de Ain Carim -como nos dice la tradición-, para ofrecer su servicio apostólico. Todo su ser expresa esa unión íntima con el Hijo a quien lleva en sus entrañas, y por eso, al verla, Isabel exclama: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! »[6]. Y María, respondiendo con el Magnificat, redirecciona ese saludo volviéndolo una alabanza a Dios.

Poco tiempo después María, en estado de buena esperanza, acompañada por San José, el Santo Custodio del Redentor, peregrinan a Belén, la ciudad de David. La Madre de Jesús experimenta las dificultades del camino, además de la indiferencia de los posaderos que cierran las puertas a una madre gestante, las incomodidades, la provisionalidad de un pesebre. A la vez experimenta la inmensa alegría del nacimiento del Señor, acompañada por la solidaridad de los pobres pastores, así como por el homenaje de los reyes del oriente que manifiesta la expectación de todos los pueblos por el Mesías que reinará sobre los corazones.

El Evangelio según San Lucas consigna con detalle que María y José cumplieron todas las prescripciones de la Ley de Moisés, con respecto a Jesús. Muestra como «llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor»[7], donde María recibió la profecía del dolor y la contradicción por parte del anciano Simeón. 

Nos dice más todavía San Lucas: «Sus padres iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta»[8] (Lc 2,41-42). Año tras año María peregrinó a Jerusalén, la Ciudad Santa, donde tendrían lugar los misterios centrales de nuestra fe. María, año tras año, llevó a su Hijo educándolo en el sentido de la peregrinación y dejándose educar por Él, como vemos en el episodio de la pérdida y el hallazgo de Jesús en el Templo. 

EL VÍA CRUCIS, LA RESURRECCIÓN Y PENTECOSTÉS

Todas estas peregrinaciones la preparan para la peregrinación hasta los pies de la Cruz de su Hijo, el Vía Crucis. María lo acompaña viviendo la "con-pasión", sufriendo en el interior los dolores de su Hijo por la misteriosa y profunda unión que vivían entre ambos. Ella participa activamente en el camino de la Cruz. Ofrece a Dios todo su dolor y se configura con Jesús en este momento de sufrimiento. 

Ella no desfallece en el seguimiento de Cristo cuando éste se torna doloroso y exigente. No pierde el paso, no se aleja. Está siempre al lado de su Hijo y en lo alto del monte Calvario la hallamos de pie[9] dando testimonio de entereza en medio de su dolor inimaginable. Y está de pie porque en lo más íntimo de su ser, por debajo de esta peregrinación de dolor, corre, como un río profundo, una alegría inmensa que brillará en todo su esplendor en la Resurrección[10]. Ella sabe, con la certeza de la fe, que en la Cruz su Hijo está venciendo al pecado y la muerte, sabe que allí está cumpliendo el Plan del Padre de reconciliar a los hombres con Él.

Allí, desde lo alto de la Cruz, desde el culmen de esa peregrinación de dolor y alegría, Jesús nos entrega a su Madre como compañía en el camino de la vida cristiana. El Señor explicita la misión de María de ser Madre nuestra y Ella cumple con fiel amor este encargo acompañando el peregrinar de la Iglesia primitiva, de la Iglesia de todos los tiempos. «La palabra del Crucificado al discípulo -a Juan y, por medio de él, a todos los discípulos de Jesús: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19,27)- se hace de nuevo verdadera en cada generación. María se ha convertido efectivamente en Madre de todos los creyentes. A su bondad materna, así como a su pureza y belleza virginal, se dirigen los hombres de todos los tiempos y de todas las partes del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías y contratiempos, en su soledad y en su convivencia»[11].

Más adelante, en Pentecostés, atrae con su oración el Espíritu Santo sobre los Apóstoles, que los santifica, los llena de fuerza en las tareas evangelizadoras y los alienta al servicio generoso. María es Madre del Pueblo de Dios y desde su Asunción a los cielos guía y acompaña su peregrinar hacia la Patria definitiva. «La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor[12], antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo»[13].

En este tiempo de preparación para la peregrinación en Pentecostés, pongamos los ojos en María, la Peregrina del Amor que nos enseña a seguir a Cristo en el cumplimiento del Plan de Dios.

CITAS PARA MEDITAR

En la Visitación: Lc 1,39. 
En el nacimiento del Salvador: Lc 2,1-7. 
Para presentar el Señor Jesús en el Templo: Lc 2,22. 
Para proteger al Niño: Mt 2,13-15 ; Mt 2,19-23 ; Lc 2,39-40. 
A la Ciudad Santa de Jerusalén: Lc 2,41-42. 
Junto a su Hijo en el Calvario: Jn 19,25-27. 

PREGUNTAS PARA EL DIÁLOGO

¿Qué significa decir que nosotros, en esta vida, somos peregrinos? ¿Qué implicancias tiene para nuestra vida concreta ser un peregrino? 
¿Qué significa mi peregrinación, ya sea presencial o espiritual, a Roma? ¿Qué estoy haciendo para prepararme? ¿Qué otras cosas concretas puedo aún hacer? 
¿Qué cosas concretas nos enseña Santa María sobre el ser peregrino? ¿Qué me falta aún para ser como María? 
El texto del Camino hacia Dios nos presenta una serie de pasajes bíblicos que hablan de la constante peregrinación de María. ¿Con cuál de los pasajes bíblicos me identifico más? ¿Por qué? 
¿Qué actitud personal tengo cuando en el seguimiento del Señor Jesús surge la experiencia del dolor y de la exigencia? ¿Qué puedo hacer para mejorar aún más mi actitud? 




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[1] Jn 14,6.

[2] Puebla, n. 266.

[3] S.S. Juan Pablo II, carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 14.

[4] Luis Fernando Figari, María desde Puebla, Fondo Editorial, Lima 1992, pp. 71-72.

[5] Lc 1,39.

[6] Lc 1,42.

[7] Lc 2,22.

[8] Lc 2,41-42.

[9] Ver Jn 19,25.

[10]Ver Jn 20.

[11] S.S. Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus Caritas est, n. 42.

[12] Ver 2 Pe 3,10.

[13] Lumen gentium, 68.

Fuente: caminohaciadios.com