Esperando a Cristo, con María

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Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, 
espera en el Señor. Sal 26, 22.

El cristiano aguarda la vuelta del Señor. Que venga a primera hora, o a la hora undécima, hay que estar siempre preparado para recibirle, ceñida la cintura y con la lámpara encendida en la mano (Lc 12, 30)

El Señor ha de venir para todo el mundo en el último día, sea al fin del mundo, sea a la hora de la muerte. Pero también llega a cada momento, exigiendo de todos nosotros mayor generosidad, mayor dedicación, más amor. La última acogida no hará más que resumir las anteriores.

El Salvador se prepara siempre a nacer para un pueblo, para una raza, para una época, para una civilización. Renace continuamente la Navidad en la tierra, porque los hombres que han pecado aguardan siempre la Buena Nueva.

Y Jesús llama sin cesar a la puerta de las almas, esperando que le abran (Ap 3, 20).

María esperaba siempre a Jesús, sin ansiedad, es cierto, pero con un inmenso deseo de volver a ver su rostro.

Sea a la hora que sea: a la mañana, a la tarde o al anochecer, su maternal corazón estaba siempre dispuesto a recibirle, a compartir sus cuidados y sus alegrías, a consolarlo por la ingratitud, la estulticia o la maldad de los hombres. 

Su vida está íntimamente ligada a la suya. Su destino está calcado sobre el suyo.



INVOCACION

María, desde tu más tierna infancia tú lo has aguardado. Los libros sagrados te lo habían anunciado. Israel, tu patria natural, esperaba al Mesías que pondría fin a sus pruebas y haría resucitar sus pasadas glorias. Pero icuánto malentendido, cuánta ilusión había en esta esperanza.

Unos soñaban en un jefe guerrero que echaría fuera a los detestables romanos, otros hacían votos por aquel que haría desaparecer la desigualdad social. Eran muy pocos «los pobres de Israel» que leían la Biblia con ojos limpios, los que sabían que el único mal aborrecible de veras era el pecado.

Madre, Tú estabas entre éstos, con Simeón, con Ana y con tantos otros que no ha mencionado el Evangelio.

Y hete aqui que un buen día, en Nazaret, el Señor llama a tu puerta. Un ángel te participa un mensaje increíble: Dios te ha escogido para ser la Madre de su hijo. De antemano tu voluntad está de acuerdo con la de Dios: «He aquí la Esclava del Señor».

Sin duda el Padre celestial te honra enormemente, pero ya presientes el precio de tal honor.

Qué importa. Brota el «fíat» de tus labios sin reserva ni reticencia. Luego, como todas las madres, debiste haber experimentado un sobresalto indecible al sentir que latía en tu seno otro ser, carne de tu carne, que sería al mismo tiempo tu hijo e Hijo del Altísimo.

Con qué regocijo, con qué amor preparaste las mil cosillas necesarias para el nacimiento de un Niño indefenso por completo. Los pañales, la cuna... y cada día, con más amor y mayor generosidad.

Fuente: mercaba.org