Visión de sor Dominica del Paraíso

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Se lee en la vida de sor Dominica del Paraíso, escrita por el P. Ignacio de Niente, dominico, que en un pueblecito llamado Paraíso, cerca de Florencia, nació esta virgencita de padres pobres. Desde muy niña comenzó a servir a la Madre de Dios. Ayunaba en su honor todos los días de la semana y los sábados daba a los pobres el alimento que se había quitado de la boca, y esos mismos días recogía en el huerto y por los campos todas las flores que podía y se las ponía a una imagen de la Virgen con el niño que tenía en casa.

Veamos con cuántos favores recompensó esta agradecidísima Señora los obsequios que su sierva le ofrecía. Estaba un día, cuando tenía los diez años, asomada a la ventana, cuando vio en la calle una señora de noble aspecto y un niño con ella, y los dos extendían la mano en gesto de pedir limosna. Fue a buscar el pan, y sin que abriera la puerta los vio delante de sí, y advirtió que el niño traía llagados el costado, los pies y las manos. “Decidme, señora –preguntó Dominica–, ¿quién ha maltratado a este niño de tal modo?” Repuso la madre: “Ha sido el amor”. Dominica, encantada de la incomparable belleza y angelical modestia del niño le preguntó si le dolían mucho las llagas. El niño le respondió con una celestial sonrisa. La señora, mirando una imagen de María con el niño en los brazos, preguntó a Dominica: “Dime, hija mía, ¿quién te mueve a coronarla de flores?” “Me mueve, señora –respondió la niña– el amor que tengo a Jesús y a María”. “¿Cuánto los amas?” “Los amo cuanto puedo”. “Y ¿cuánto puedes?” “Cuanto ellos me ayudan”. “Prosigue, hija mía –acabó diciendo la señora–, prosigue amándolos, que ya verás cómo te lo premian en el cielo”.

La niña comenzó a sentir n suavísimo olor que salía de las llagas del niño. “Señora –preguntó a la madre–, ¿con qué ungüento le ungís las llagas? ¿Se puede comprar?” “Se puede comprar –le respondió la señora– con fe y buenas obras”. Entonces Dominica le ofreció un pan. “Este niño –repuso la madre– se alimenta con amor; dile que amas a Jesús, y te colmará de gozo”. El niño, al oír la palabra amor, se mostró muy contento y dirigiéndose a Dominica le preguntó: “¿Cuánto amas a Jesús?” “Le amo tanto –contestó la niña– que día y noche estoy pensando en él y todo mi afán es darle gusto en todo lo que pueda”. “Ámalo mucho –respondió el niño– que el amor te enseñará lo que debes hacer para agradarle”. Se iba acrecentando la intensidad del aroma de las llagas, hasta que Dominica, fuera de sí, exclamó: “Dios mío, esta fragancia me va a hacer morir de amor. Si tan suave es este aroma, ¿cómo será el del paraíso?” De pronto, se trocó la escena: la madre apareció ataviada como una reina vestida de clarísima luz; el niño muy hermoso y bello, del todo resplandeciente. Tomó las flores de la imagen de la Virgen y las esparció sobre la cabeza de Dominica. Ella, al reconocer a Jesús y a María, se postró en tierra como extasiada, adorándolos.

Andando el tiempo, la joven tomó el hábito de santo Domingo. Murió en olor de santidad el año 1553.

Fuente: Las Glorias de María. San Alfonso María de Ligorio