Mujer hebrea

Padre Pablo Largo Domínguez C.M.F

            

María no está sola en el mundo; tiene vínculos de familia. Está desposada con un hombre llamado José (asunto que arreglaron los allegados de los respectivos esposos) y Gabriel le habla de su pariente Isabel. Esta recibe a la joven esposa que acaba de entrar en casa de Zacarías con una alabanza: “bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. La joven prometida de José aparece así en su doble condición de mujer y de madre. Mujeres y madres pueden, por tanto, afirmar: “hermana nuestra es”.

La condición de la mujer en Israel

Ser mujer, en aquella sociedad, no entrañaba ningún privilegio, más bien lo contrario. Fijémonos en un detalle que acabamos de apuntar y añadamos otro. María no entra en la casa de Isabel, sino en la de Zacarías (Lc 1,40). Y le sucederá a ella lo mismo, según insinúa Mateo: José, después del anuncio del ángel del Señor, recibe [en su casa] a María (Mt 1,24). El dueño de la casa es el varón, y hasta la mujer es en cierto modo posesión suya. El otro detalle indica que quien padece esterilidad, según opinión común, es Isabel (Lc 1,36). En suma: esta mujer, Isabel, representa la subordinación y las carencias; otras, además, encarnan la exposición a las arbitrariedades del marido.
Actualmente hay una corriente sociológica que habla de María como mujer mediterránea. En esta cultura –dicen– se pone el acento, no en la independencia y autonomía de cada individuo, sino en su pertenencia al clan familiar. En la mujer hay un valor particularmente importante: la honestidad, que se ha de cuidar y proteger con especialísimo esmero; la deshonestidad de la mujer constituye una grave deshonra para el padre (y para el marido, si está casada), es un ultraje para toda la familia. La que mantiene relaciones sexuales fuera del marco matrimonial no queda impune, si se la descubre; en el antiguo Israel y aun en culturas actuales, se le aplica la pena de muerte.
A María y las mujeres de su tiempo podemos referir lo que, un siglo más tarde, enseñaba el rabí Judá ben Ilay: “Es preciso dar gracias a Dios diariamente por tres cosas: ‘¡Alabado seas porque no me hiciste pagano! ¡Alabado seas que no me hiciste mujer! ¡Alabado seas porque no me hiciste inculto!’. Alabado seas porque no me hiciste pagano: todos los paganos son como nada ante él. Alabado seas que no me hiciste mujer: la mujer no está obligada a los mandamientos. Alabado seas que no me hiciste inculto: el inculto no teme al pecado” (TosBer 7,18). No veamos una ventaja en la exención de los mandamientos; salvo que se trate de los que impiden a la mujer cumplir sus obligaciones familiares, la dispensa indicaría que se la considera una menor de edad, como niño que no ha llegado al uso de razón y no sabe distinguir el bien del mal.
En Israel se reconocía a la mujer verdadera dignidad, pero sufría limitaciones y discriminación: no podía estudiar la Torá, estaba sometida a rígidas normas de pureza legal, no tenía acceso al recinto de los varones en el Templo, el marido la podía repudiar. Se alababa a la mujer por sus virtudes, laboriosidad y ternura; pero se la menospreciaba como charlatana e inclinada a la superstición y la magia. Lo mismo que los pobres pueden decir que era una de los suyos, también las mujeres, que han sufrido diversos tipos de discriminación, tienen derecho a declarar: “es una de nosotras”.

Círculos femeninos

María no está sola, en el sentido de que no es tan excepcional que esté fuera de todo orden o categoría en su pueblo. Por ejemplo, no es la única mujer bendecida en la historia de Israel. En el cántico de Débora se pronuncian sobre Yael, que hendió la cabeza a Sísara con un clavo y un martillo, estas palabras: “Bendita entre las mujeres sea Yael, la mujer de Jéber, el quenita, bendita entre las mujeres nómadas” (Jue 5,24). Y después de que Judit diera muerte a Holofernes, Ozías le dirige este voto: “Hija, que te bendiga el Dios Altísimo entre todas las mujeres de la tierra” (Jud 13,18).
Ni es María la única que tiene un papel singular en el venida del Mesías. Recordemos que en la genealogía mateana de Jesús figuran otras cuatro mujeres. No son éstas las matriarcas de Israel (Sara, Agar, Rebeca, Raquel, Lía, Miriam...), sino mujeres cuya presencia en la lista de antepasados de Jesús resulta enigmática. Estos son sus nombres: Tamar, Rahab, Rut y Betsabé (la mujer de Urías). Los exegetas no han pasado por alto esos nombres que registra Mateo. Han ido a la caza de los motivos que pudo tener el autor. Unos dijeron que se trataba de mujeres pecadoras, que ilustran el pecado del pueblo que Jesús viene a salvar, y otros, que son extranjeras. Estas hipótesis no explican la extraña presencia de esos nombres en la genealogía: todas ellas eran objeto de estima en el tiempo en que se escribió el primer evangelio, lo que resta verosimilitud a la primera explicación; además, eran israelitas de nacimiento o de adopción; en fin, a María no se la ve como pecadora ni como extranjera, por lo que en ella se rompería el hilo uniforme que, según ambas hipótesis, anuda entre sí a las otras cuatro mujeres.
Esta es la razón que se ofrece actualmente: todas ellas engendraron de forma irregular, en fuerza de una unión o un matrimonio al margen de las vías ordinarias. Lo que está a la raíz de esa extraña selección femenina presentada por Mateo es que Dios actúa de forma imprevisible en la historia, escribe recto incluso con nuestros renglones torcidos, conduce su designio a término por caminos inesperados para nuestra lógica y nuestros cálculos. En el caso de María, el estilo sorprendente de Dios alcanza su ápice: una mujer concibe a un hijo, al propio Mesías de Dios, sin concurso de varón.

Pobre de Yahvéh

Según la imagen que propone san Lucas, María pertenece a los anawim, a los pobres de Yahvéh. Participa de su espiritualidad, como se advierte en una serie de rasgos que vamos a detallar: profesa el monoteísmo puro que reclama Moisés al pueblo: “escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo” (Dt 6,4); cumple las prescripciones de la ley de Moisés: el Niño es circuncidado a los ocho días (Lc 2,21), lo presenta con José al Señor (2,22-24) y sube cada año a Jerusalén a celebrar la fiesta de pascua (2,41; incluso podemos pensar que, después de la muerte y resurrección de Jesús, María acude al Templo con los demás miembros de la primera comunidad: cf Hech 2,46; 5,12); recita los salmos: el Magnificat recoge motivos presentes en salmos y otras oraciones de la tradición judía; las palabras que pronuncia al final de la Anunciación (“he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”) expresan la esencia de la espiritualidad de los pobres de Yahvéh, lo que la hace acreedora a la primera bienaventuranza, la de los pobres de espíritu, que «se someten humildemente a la Ley divina y la practican en estos tiempos de salvación mesiánica» (E. Puech); es, en fin, una verdadera creyente en el Dios vivo, como se proclama en el macarismo de Isabel: “¡dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45).
Comprobamos así cómo María no se halla en un espléndido aislamiento. La bendita entre las mujeres tiene predecesoras en la bendición; la madre del Mesías, precursoras singulares en el árbol genealógico; la hija de Sión pertenece a los pobres de Yahvéh que esperan su salvación en los tiempos del Mesías.

Fuente: autorescatolicosorg