La Virgen del Evangelio

 

Padre Fernando Pascual, L.C

 

MQueremos conocer a Cristo: descubrir su riqueza humana y divina, comprender su misión entre nosotros, sentir el Amor misericordioso que encierra su misterio, participar de sus sufrimientos, entrar con Él en la Pascua, recibir su Espíritu, celebrar la Redención en su Iglesia.

Queremos conocer a Cristo, y tenemos un Camino especial, materno, sencillo, asequible para todos: la Virgen María. Ella nos enseña, desde su vida hecha misión, los senderos más fáciles, más directos, para alcanzar a Cristo. Porque siempre nos enseña el Evangelio; porque toda su vida fue, simplemente, un vivir para Dios, un acoger y celebrar la Salvación.

La Virgen del Evangelio nos enseña el camino de la obediencia. Su respuesta al anuncio del ángel es la síntesis del corazón creyente: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Como ella, cada bautizado necesita abrir su mente y su corazón para acoger siempre la Voluntad de Dios. Una Voluntad presente en su Palabra, en el tesoro de la Revelación. Una Voluntad explicada y conservada, a través de los siglos, por la Iglesia, que es Madre como María por repetir continuamente “hágase en mí según tu palabra”.

La Virgen del Evangelio nos enseña el camino de la gratitud contemplativa. El canto de agradecimiento que sale del corazón de María al visitar a su prima Isabel (Lc 1,46-55) desborda una certeza: Dios ha mirado la humildad de su Sierva. Por eso, precisamente por eso, ha bendecido desde el Corazón de la Virgen al mundo entero, ha sido fiel a su Alianza, ha auxiliado a Israel para que, desde el Pueblo de la Promesa, sea iluminado el mundo entero. La gratitud desborda en cada bautizado cuando reconocemos, como la Virgen, que el Poderoso ha hecho cosas grandes en Ella y, gracias a Ella, las sigue haciendo en la historia humana, en la pequeña historia personal de cada uno.

La Virgen del Evangelio nos enseña el camino de la plena confianza en Jesús cuando llegan momentos de dificultad. “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5), dijo cuando faltaba el vino en Caná. “Haced lo que Él os diga” nos repite en las mil aventuras de la vida. También lo dice en los momentos de bendición, cuando experimentamos que el mandamiento de Cristo es dulce, es suave, es seguro, es redentor.

La Virgen del Evangelio nos enseña algo que nos cuesta mucho aceptar: el camino del sufrimiento. Junto a la cruz de su Hijo, peregrina entre dolores inmensos, María aprendió que la fe también pasa por momentos de prueba. En palabras del concilio Vaticano II: “la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn, 19,25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma” (Lumen gentium n. 58).

Con Ella a nuestro lado seremos capaces de sobrellevar cualquier sufrimiento. Porque Ella nos sostiene, nos levanta, nos invita a mirar a Cristo y a unir nuestra pequeña cruz a la que, en el Calvario, se convirtió en fuente de salvación eterna.
La Virgen del Evangelio nos enseña, de un modo especial, el camino de la oración como Iglesia. Porque Ella estaba junto a los discípulos que oraban, que anhelaban la llegada del Espíritu Santo (Hch 1,14).

Cuando oramos con la Virgen avanzamos, con certeza, al encuentro con Dios y a la unidad como Iglesia. Quizá hoy, después de tantos siglos de divisiones y de luchas entre bautizados, deberíamos sentir una necesidad profunda de acudir a Ella, de unirnos a su oración, para que el Espíritu de Cristo nos conduzca, nuevamente, por caminos de unidad y de amor.

Todo los bautizados tenemos una Madre que nos acompaña y nos indica el Camino, que nos lleva al encuentro con su Hijo, Jesucristo. Lo hace con su obediencia, con su gratitud, con su confianza, con su sufrimiento, con su oración profunda y eclesial. La necesitamos, profundamente, para que un día escuchemos del Señor que también nosotros hemos llegado a ser parte de su familia: que hemos sido dignos de ser llamados madres y hermanos de Cristo (cf. Mt 12,47-50).

Fuente: autorescatolicos.org