Madre, Luz Sagrada

Camilo Valverde Mudarra

 

Admonición

“Mujer, he ahí a tu hijo”.“Hijo, he ahí a tu madre” (Jn 19, 26-27).

He aquí que el crucificado alza la voz, y, clavando sus ojos en los de su madre, exclama: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo que Él amaba: Hijo, he ahí a tu madre (Jn 19,26-27). Antes de espirar, deja al hombre, en testamento, la filiación por contrato “in morte”, que proclama al hombre hijo de María y hermano de Jesús, por tanto, coheredero del Reino (Rom 8,17; Gal 4,7) Frente a los sinópticos que la silencian, 
significativamente, es San Juan el que menciona la presencia de María en el 
Calvario; el hecho muestra su permanencia en Jerusalén, durante la Pasión y su cercanía continua a la vida de Jesús. La maternidad de María es universal. Cristo, desde la cruz, la extendió a la humanidad: “Hijo, ahí tienes a tu madre”. Todos nosotros somos hijos de tal Madre. Y, por ello, hermanos de Jesús y, a su vez, hijos de Dios por la gracia santificante. Su sufrimiento expiatorio sin culpa alguna, sin haber cometido injusticia ni engaño en su boca (Is 53,9) ha liberado a los hombres, que ahora serán el botín de su triunfo y de su victoria sobre el mal. El castigo es nuestro, 
pero el dolor será suyo. Se entrega y es entregado. Intercede y padece. 
Justifica y es justificado.

En María, los creyentes podrán refugiarse para encontrar la dicha, alimentar su fe y convocar la luz que les guíe en el complicado peregrinar cristiano. 
Porque Cristo entregó a su madre: “Así la Santísima Virgen mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Io 19,25), sufriendo profundamente con su Hijo y asociándose a su sacrificio, consintió amorosamente en la inmolación de la víctima (LG, 58). El discípulo la acepta, como madre, gozoso de ser a su vez aceptado como hijo. Es ahí figura de todos los creyentes. No se trata sólo de relaciones personales; es el sentido y la función específica que Cristo 
les asigna. Las palabras de Jesús manifiestan que, en su madre y en el discípulo, se entroncan desde ahora unas relaciones nuevas e íntimas: su madre tiene que convertirse en la madre del “discípulo” y éste, a su vez, será su hijo. El simbolismo de las palabras del crucificado sumerge el 
misterio de la Iglesia en el misterio de María. Desde aquella “hora”, se impone una actitud de abrazo filial -dice J. Pablo II- como el del discípulo a “todas las generaciones de discípulos y de cuantos confiesan y aman a Cristo” (RH 22). María es “madre de la Iglesia, de todo el pueblo de Dios”, madre de los hermanos de Cristo, de todos los discípulos de Jesús.

María es la Madre universal, al dar a luz, con los dolores de corredentora en el Calvario, a todo el pueblo redimido.