La devoción a la Santísima Virgen

 

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María, por su gran poder de intercesión, consigue mayores gracias de Dios para vivir mejor nuestra vida cristiana.

La devoción, dice Santo Tomás de Aquino, "no es otra cosa que una voluntad pronta para entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios” (S.Th. II‑II, q.82, a.1). La devo­ción, pues, radica en la intimidad de] que se siente inclinado al servicio amoroso de quien le es superior, que en el caso que nos ocupa es la Madre de Dios y Madre de todos los hombres. 

Cuando se acepta con fe y buena voluntad la primacía de Santa María sobre los Angeles y los Santos, por ser la Madre de Dios y por su estrecha relación con los misterios de Cristo Redentor, se produce en los cristianos una actitud de venera­ción a María tal, que se manifiesta en un culto litúrgico lleno de respeto, en devoción personal recia y profunda, en prácti­cas de piedad que la Iglesia recomienda y bendice. Esto no entorpece el culto a Dios, sino que lo favorece e impulsa. 

EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA Y LA AUTENTICA DEVOCION A MARIA 

El Concilio Vaticano II enseña que las diversas formas de piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la sana y ortodoxa doctrina, teniendo en cuenta las circunstancias de lugar y de tiempo, así como el carácter e idiosincracia de los fieles, hacen que, al honrar a la Madre, el Hijo sea más amado. Por ello recomienda también las prácticas de piedad marianas tradicionales, reconocidas por el Magisterio y admitidas por los Obispos de los lugares. 

Su forma y duración variara para cada lugar y, con el correr del tiempo, hasta pueden derivar sus modos y esplendor; pero siempre, ya sean públicas o privadas, tenderán a honrar a nuestra Madre y a conseguir su intercesi0n poderosa. El culto de la Madre de Dios, a través de sus imágenes o cuadros, queda bien patente que es según el sentido que se le da en la Iglesia: No se venera la imagen o el cuadro como tal, sino a la persona representada. 

El Concilio asimismo explica cuál debe ser la verdadera devoción a María: no un afecto estéril y pasajero, ni una vana credulidad, sino que la recta devoción a Santa María necesita de una fe viva, que lleva al amor y se traduce en imitación (cfr. Const. dogm. Lumen gentium, nn.66 y 67). 

Con Juan Pablo II podemos decir: "Se trata aquí, no sólo de la doctrina de la fe, sino también de la vida de fe y, por tanto, de la auténtica espiritualidad mariana, a la par de la devoción corres­pondiente, encuentra una fuente riquísima en la experiencia histórica de las personas y de las diversas comunidades cris­tianas, que viven en los diversos pueblos de la tierra" (Enc. Redemptoris Mater, n.48). 


LOS FRUTOS DE LA DEVOCION A MARIA 

Si el objeto último de la devoción a María es honrar a Dios y, con El y por El, a su Santísima Madre; el fruto que esa devo­ción produce, hace que el hombre mismo se beneficie con tan pródigos y tiernos cuidados que tiene la Virgen María para con sus hijos. 

Los frutos de la devoción a la Santísima Virgen son los siguientes: 

a) Quienes la honran obtienen una mayor benevolencia de parte de María. Ella por su gran poder de intercesión, consigue mayores gracias de Dios para que vivan mejor su vida cristiana, conduciéndolos hasta las cimas de la santidad. Ella es la Reina de los santos 

b) A los pecadores, que junto con el deseo de enmendarse la honran y se ponen bajo su protección, les alcanza la gracia de la conversión y no dejará de socorrerlos y de conducirlos a Dios. Ella es Refugio de los pecadores. 

c) A quienes la invocan confiada y perseverantemente, María puede alcanzarles la gracia de la perseverancia final, don inestimable, como lo llama San Agustín. Y, por eso, le pedimos en el Ave María: "ruega por nosotros... en la hora de nuestra muerte". Ella es Auxilio de los moribundos. 

d) Finalmente, si tenemos en cuenta que la devoción a María se deriva de la fe en la Encarnación redentora, a mayor fe, mayor devoción y, en consecuencia, se confirman en la Iglesia los fundamentos de la fe y se desvanecen las herejías. Santa María es Madre de la Iglesia. 


LA DEVOCION A MARIA ES SEÑAL DE PREDESTINACIÓN 

La verdadera devoción a la Virgen María se considera como señal cierta y signo de predestinación. La Iglesia ense­ña esta consoladora verdad: 

"Es muy constante entre los fieles la opinión, comprobada con larga experiencia, de que no perecerán eternamente los que tengan a la misma Virgen por Patrona" (Benedicto XV; Carta Apostólica Inter soladicia, 22‑V‑1918). 

El Papa Pío XI claramente dejó escrito: "No puede sucumbir eternamente aquel a quien asistiere la Santísima Virgen, principalmente en el crítico momento de la muerte. Esta es la sentencia de los doctores de la Iglesia, de acuerdo con el sentir del pueblo cristiano" (Const. Apostólica Explorata res est, 2‑11‑1923). 

El Papa Pío XII dice: "Tenemos por cosa averiguada que, doquiera que la Santísima Madre de Dios es obsequiada con sincera y diligente piedad, allí no puede fallar la esperan­za, de la salvación"« (Const. Apost. Sacro vergente anno, 7‑VII­ 1952). 

Los testimonios de la Tradición cristiana son abundantísi­mo y prueban a lo largo de la historia la convicción de la Iglesia en esta consoladora creencia. 

En los primeros siglos San Ireneo afirma: "María ha sido constituída causa de salvación para todo el género humano" (Adversus haereses, 3,22). San Anselmo escribía: "Así como es imposible que se salve quien no es devoto de María, ni implora su protección, así es imposible que se condenen los que se encomiendan a la Virgen y son mirados por Ella con amor" (Opus, PL. 145, 163). 

La certeza de la salvación eterna ‑fruto de la auténtica devoción a María‑ es una seguridad de tipo moral, es decir, fortalece la Esperanza teologal. Se deriva, de una parte, de la estrecha vinculación de María con su Hijo y, de otra, del amor materno de María hacia sus hijos, que le impulsa a concederles las gracias necesarias para su salvación y, en concreto, la gracia de la perseverancia final en el bien. Por tanto, no es señal infalible de predestinación, ya que esta sólo puede conocerse por una especial gracia y revelación de Dios (cfr. Conc. de Trento, DZ.805). 

Invocar e imitar a María son los dos elementos esenciales de la auténtica devoción mariana; por ello, la devoción lleva a la invocación y ésta será sincera si lleva a la imitación ‑al esfuerzo‑ de seguir los ejemplos de María. Por tanto, no es señal para aquellos que muy poco se preocupan de cumplir los mandamientos divinos o de recurrir a los Sacramentos. 


LAS PRACTICAS DE DEVOCION A LA SANTISIMA VIRGEN 

La unión con Dios en el Cielo es la meta del hombre; por ello el hombre de fe acepta en el camino de su vida como venido de las manos de Dios las penas y las alegrías, las cosas que nos hacen sufrir y las que nos suponen dicha y, aun la muerte misma. Sin embargo, en ese camino, áspero y arduo a veces, terso y lleno de dulzura otros, hay también un atajo ‑senda que abrevia y facilita el camino‑ que es María. El Pueblo cristiano, "por inspiración sin duda del Espíritu Santo, ha tenido siempre esta intuición divina: es más fácil llegar a Dios a través de su Madre" (F. Fernández Carvajal, Antología de textos, Editorial Palabra, p.1487). 

"Ella es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces. 

Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exi­gente contigo mismo. 

Ese, y no otro, es el temple de nuestra fe. Acudamos a Santa María, que Ella nos acompañará con un andar firme y cons­tante." Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, n.293). 


Origen de las devociones marianas 

Desde los primeros siglos de la Iglesia comenzaron a sur­gir devociones marianas, que el pueblo cristiano, con su repe­tición en tan diversos países y circunstancias, fue plasmándolas en formas y costumbres que posteriormente la Iglesia recogió en la Liturgia y aprobó en su Magisterio. De ellas hay algunas que se limitan a grupos, o países, o a deter­minadas épocas. Otras son universales y se viven por todos aquellos que quieren honrar a Nuestra Señora como "se ha hecho siempre, por todos y en todas partes" (San Vicente de Lerins, Commonitorio). 

Sería interminable la enumeración de las diversas formas en que, a lo largo de los siglos, las almas enamoradas de María han cristalizado su cariño y devoción por Ella; por eso la Igle­sia exclama con toda propiedad: de María "numquam satis", nunca será suficiente lo que podamos decir de Ella al contem­plar sus privilegios, como tampoco se saciará nunca el cora­zón de sus hijos al expresar de ni¡] maneras diversas su gratitud y reconocimiento filial. 


LAS DEVOCIONES MARIANAS MAS DESTACADAS 

a) Las fiestas de la Virgen 

En primer lugar está la participación interior ‑con oración y consideraciones personales‑ y la exterior ‑con asistencia a los actos de culto‑ de las diversas fiestas que, a lo largo del año, dedica la Iglesia para honrar a la Santísima Virgen. En ellas se le alaba por algún misterio de su vida: Madre de Dios, Inmaculada, la Asunción; o por algún título con lo que la Iglesia nos la presenta por alguna actuación en favor de los hombres: como Reina, como Mediadora, como la Virgen Dolorosa, o Nuestra Señora del Rosario; por su manifestación singular en algún lugar donde se le venera: en Fátima, en Lourdes, el Pilar, Loreto, en la Villa de Guadalupe (México), etc. 

b) El Santo Rosario 

Pocas devociones son tan gratas a María como el Santo Rosario, recomendada por los Romanos Pontífices con tanta insistencia. Innumerables son las gracias que han recibido los fieles a través de esta oración, ya sea recitada en común o personalmente. Además, es conveniente recordar que, al igual que otras prácticas de piedad, el Santo Rosario está fa­vorecido con indulgencias: parcial, si se reza privadamente o plenaria si se hace en familia. 

La doctrina sobre las Indulgencias se encuentra en la Constitu­ción Apostólica Indulgentiarim doctrina de Pablo VI (1967); en el manual de indulgencias actuales, el Enchiridion (1968) y, en el Código de Derecho Canónico (1983), cc.992 a 997. 

Indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal debida por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que el fiel, dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual como administradora de la Redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos" (Código de Derecho Canónico, c.992). 

Los requisitos para lucrar indulgencias parciales (remisión par­cial de la pena temporal) son: a) Ser sujeto capaz: ser bautiza­do, no excomulgado y, estar en estado de gracia; b) cumplir los requisitos generales: tener intención de ganarlas y realizar la obra prescrita; c) cumplir los requisitos particulares: tener el corazón contrito. Para lucrar las indulgencias plenarias (remi­sión plena de la pena temporal), además de las anteriores, requeridas para la indulgencia parcial, son: confesión, comu­nión, oración por las intenciones del Romano Pontífice y, ex­cluir todo afecto al pecado, incluso venial. 

"Vuestro Rosario ‑decía el Papa Pablo VI‑, es una esca­lera, y vosotros la subís en común, escalón por escalón, acer­cándoos al encuentro con la Señora, que quiere decir al encuentro con Cristo. Porque ésta es una de las características del Rosario, la más importante y la más hermosa de todas; una devoción que, a través de la Virgen, nos lleva a Cristo. Cristo es el término de esta larga y repetida invocación a María (Alocución, 10‑V‑64). 

Repetir el Ave María y las demás oraciones no cansa si se pone esfuerzo y amor. "Vivir esa oración maravillosa que es el Santo Rosario, en el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor" Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n.164). 

c) El Angelus 

El Angelus es el recuerdo del encuentro del Angel con Nuestra Madre, en el cual le anunció su divina maternidad. Recitarlo todos los días a las doce o en la media tarde, con pausa y atención, nos traerá la presencia de la Señora y el agradecimiento por su respuesta. Como es una práctica bre­ve, que suele tenerse en medio del trabajo y las ocupaciones del día, conviene recoger nuestro pensamiento con intensi­dad, ponerlo en Nuestra Señora, recitarlo sin prisa y de me­moria y aprovechar para renovar el ofrecimiento de nuestro trabajo y de nuestro amor a la Virgen. En el tiempo pascual se reza el Regina coeli. 

d) El Escapulario de la Virgen del Carmen 

Llevar el Escapulario de la Virgen del Carmen o alguna otra medalla es señal de fe en su intercesión poderosa y símbolo de nuestra alianza con Ella. El uso del escapulario del Carmen ha de ir acompañado de una disposición consciente y devota, a la par de unas prácticas de piedad marianas que pueden reducirse ‑si no se llegó a otras más largas‑ a las tres Ave­marías de la noche. En la ceremonia de imposición, el sacerdote recuerda que se debe recibir "impetrando a la Santísima Virgen que, con su gracia ‑de Dios‑, lo lleves sin pecado, te defienda de toda adversidad y te conduzca a la vida eterna" (S.C.R., 24‑VII‑1968, Elenchum Ritum, CELAM, p.249). 

El origen del Escapulario de N. S. del Carmen se remonta al año 1251, fecha en que se apareció la Virgen a San Simón Stock, inglés, a quien dijo: "Recibe, queridísimo hijo, este esca­pulario en prenda de mi alianza y como privilegio para tí y para todos los que lo usen. El que muera vistiendo éste hábito no padecerá el fuego eterno". Más tarde, en una aparición al Papa Juan ‑XXII, mandó que se hiciera saber a cuantos llevasen el Escapulario "que saldrían del Purgatorio el sábado siguien­te a su muerte" (Privilegio sabatino). 

Nota: El fiel que por primera vez lleva el Escapulario, debe recibirlo con imposición y bendición hechas por el sacerdote. Al reponer el Escapulario, por pérdida o destrucción, basta la bendición de cualquier sacerdote. El Escapulario de tela puede cambiarse por una medalla escapulario de metal con la condi­ción que ésta tenga en una cara la imagen de N.S. Jesucristo y, en la otra, la imagen de la Santísima Virgen. 

e) Las tres Aves Marías 

No acostarnos nunca sin rezar con devoción tres veces el Avemaría, es costumbre que puede valernos para que nuestros últimos pensamientos vayan hacia María que vela nuestro sueño y, con su poder, puede alejarnos al enemigo de nuestra alma y de nuestro cuerpo. Repetimos pausadamente y con devoción las palabras que fueron pronunciadas por el Arcán­gel Gabriel y por Santa Isabel, y por las palabras del "Santa María" que le compuso, con veneración la Iglesia. 

Es muy recomendable rezar de rodillas las tres Avemarías cada noche‑ al acostarse y, cada mañana al levantarse, aña­diendo al final esta breve oración: "¡Oh María, por vuestra pura e Inmaculada Concepción, haced puro mi cuerpo y santa el alma mía!" (San Alfonso María de Ligorio). 

f) El sábado, día de la Virgen 

El sábado es tradicionalmente en la Iglesia el día de la semana que se dedica a la Virgen, y en él podemos manifes­tarle de modo más intenso nuestro cariño, estando más pen­dientes de Ella a través de jaculatorias, miradas a las imágenes ‑se le pueden poner flores frescas ese día a sus imágenes‑, recitando las oraciones tradicionales como son el "Acordaos", "Oh Señora mía", y especialmente la Salve, que nos ayudará a vivir lo que dice Camino en el punto 276: "Si te acostumbras, siquiera una vez por semana, a buscar la unión con María para ir a Jesús, verás cómo tienes más presencia de Dios" (Josemaría Escrivá de Balaguer). 

g) La consagración a María 

Un medio eficaz para vivir fielmente los compromisos 1 Bautismo (cfr. Juan Pablo 11, Enc. Redemptoris Mater, n.48) la consagración a María, que puede hacerse de dos formas: considerando a María como Reina (consagración de esclavitu­d mariana) o bien, como Madre (de piedad filial mariana). modo de ejemplo, señalamos las compuestas por: San Luis María Grignon de Montfort (cfr. Tratado de la verdadera devo­ción a la Virgen) y, San Alfonso María de Ligorio (cfr. Las glorias de María). 

h) Otras prácticas de piedad marianas 

Las romerías o peregrinaciones a Santuarios o ermitas dedicados a la Virgen. 

Las Romerías o peregrinaciones pueden hacerse de maneras muy diversas: sea en grupos muy numerosos y recorriendo grandes distancias, bien en pequeños grupos y haciendo un recorrido corto. 

Una manera que puede ser muy práctica es la siguiente: diri­girse a pié hacia algún Santuario, ermita, etc., dedicado a la Virgen, en grupos de dos o tres personas; caminar hacia el lugar, al menos, la duración del rezo de los cinco primeros misterios del Rosario. En el lugar mismo rezar otros cinco misterios incluyendo las letanías y volver caminando, al me­nos la distancia de otros cinco misterios. De esta forma se rezan y meditan los quince misterios que forman la corona o rezo completo del Santo Rosario. Se aconseja que en estas oca­siones no se tome ningún refrigerio como un pequeño detalle de sacrificio en honor de Santa María. 

El mes de mayo, está dedicado a honrar a María. Su origen remonta, en España, a San Alfonso X el Sabio (siglo XIII). este tiempo los niños suelen ofrecer flores a María, los adultos acostumbran hacer algún sacrificio diario, rezar el Rosario en familia, etc., y todos los fieles procurarán acercarse al Sacramento de la Penitencia para reconciliarse con Dios y tener su alma limpia como la de la Virgen. 

El mes de octubre está dedicado a rezar el Santo Rosario, cos­tumbre que surge en el siglo XIX con ocasión de las aparicio­nes de Nuestra Señora de Lourdes, y que el Papa León XIII lo extiende a toda la Iglesia. En particular, se ha de promover el rezo de] Rosario en familia pues, como enseña la Iglesia, la familia que reza unida permanece unida. 

Las miradas a las imágenes de la Virgen, que se encuentran en las habitaciones, calles, iglesias... y que van acompañadas con el afecto del corazón o una jaculatoria ‑pequeña frase de amor‑ en el interior de nuestra mente, con verdaderos votos de fe y amor, confianza y cariño con nuestra Madre.