La Sagrada Familia de Jesús, María y José

Mons. Dr. Gustavo Enrique Podestá

 

Homilía

Ir a Egipto, en época Bíblica, sobre todo en la era ptolemaica y romana, era como internarse en un país del primer mundo. Nada que ver con el Egipto pauperizado por el Islam que, a pesar de sus recientes progresos debidos al apoyo occidental, conocemos. En realidad ya desde tiempos faraónicos el valle del Nilo era un reservorio de tierras fértiles que producían inmensas cosechas de cereales y sostenían abundante ganado. Todos conocemos la lejanísima historia del patriarca José y sus hermanos que, huyendo de la miseria en Palestina, finalmente se radican allí, 1700 años antes de Cristo, hasta las épocas del Éxodo, cuatro siglos después.

A partir de entonces, no solo por motivos económicos sino de persecución política, muchísimos judíos emigraban a Egipto y eran allí relativamente bien recibidos. Muchos de ellos se enrolaban en las fuerzas armadas de los faraones. Se han encontrado restos de un templo judío del siglo V antes de Cristo en Elefantina, al servicio de una guarnición de mercenarios israelitas a cargo de la custodia de la frontera con Etiopía. Pero, cuando la conquista griega y romana hace de Egipto no solo una potencia económica y militar sino también cultural, técnica y universitaria ‑sobre todo desde la fundación de Alejandría, con su portentosa biblioteca y su museo‑, Egipto salta a ser una primera potencia mundial, con un régimen permisivo de inmigración de mano de obra calificada o de intelectuales extranjeros que los gobernantes ptolomeos fomentaban para brillo de su ciudad. Los judíos, aunque tarde o temprano odiados por la población ‑ya que rápidamente alcanzaban preponderantes puestos tanto en la actividad privada como en el gobierno, sin asimilarse nunca a las costumbres locales y con una fuerte conciencia de su origen‑, eran especialmente bienvenidos por los dirigentes, dado que se trataba de gente sumamente capaz e ilustrada. Hay que pensar que, entre los judíos, contrariamente a otros países con una tasa de analfabetismo casi total, la necesidad de conocer la Escritura hacía que hubiera muchísimos hebreos que supieran leer, por lo cual, dentro de sus peculiaridades, constituían un elemento culto y socialmente rico y aprovechable. A pesar de la inquina popular generalizada que despertaban, los gobernantes favorecían sus asentamientos porque contribuían positivamente al aumento de nivel general.

Más aún, en el Egipto contemporáneo a Jesús, desde ya hacía algunos siglos, residían tantos o más judíos que los que habitaban Palestina. Tanto que, como Vds. saben, para su uso, se había tenido que traducir la Biblia al griego –la famosa traducción de los Setenta‑.

El camino de Israel a Egipto ‑unos doscientos, trescientos kilómetros, según la ruta‑ era pues frecuentemente transitado por idas y vueltas de comerciantes, emigrados, exiliados y parientes de hebreos que allí vivían. No es pues extraño que, ante la amenaza de una acción preventiva como las que acostumbraba Herodes ‑tanto más con la fortaleza llamada el Herodium, llena de esbirros de Herodes, a la vista de Belén‑ José haya decidido desplazarse hacia allá. Habrá sentido el corazón dividido entre abandonar a sus parientes de Belén, pocos y mal armados, la mayoría ancianos, cuidando las ancestrales tierras de los descendientes de David, y la urgencia de salvar a ese niño y esa mujer que Dios había puesto bajo su cuidado.

Pero lo más razonable en esas circunstancias era dejar el país y emigrar al primer mundo. Probablemente la sagrada familia no habrá encontrado problemas de visado en la frontera. La magra colecta de sus parientes y la inesperada donación de los extraños personajes de oriente que se habían acercado a ellos, les habrá servido para pagar las tasas de ingreso y aún, quizá, la instalación cerca de Alejandría, la tercera parte de cuya población era judía.

Las tradiciones al respecto no son demasiado fiables: el lugar más reivindicado por los coptos como residencia de José y los suyos en Egipto es Matarieh, cerca de Heliópolis, en las proximidades de la ubicación actual de El Cairo. Allí, solemnemente, los coptos festejan el 1 de Junio como la fiesta de la llegada de la sagrada Familia a sus tierras. Según esta antiquísima iglesia habrían permanecido allí tres años y once meses.

Otros prolongan esta estadía a siete años. Según la edad que haya tenido Jesús al llegar allí –dos años quizá‑ y el sitio de residencia que haya elegido su padre es probable que el chico haya aprendido el griego, la lengua de las ciudades o el copto, la antigua lengua de los faraones, que todavía hablaban los campesinos y se leía en los textos sagrados jeroglíficos. (Es sabido que copto es el nombre que los árabes entendieron que se daban a si mismos los egipcios ‘hikuptah’ –hijos de Ptah‑ y que los griegos habían transcripto ‘aiguptios’. La copta es en nuestros días una de la más antiguas iglesias de la cristiandad –fundada por Marcos‑ y aunque ahora en extinción por la implacable persecución islámica, antes del aluvión musulmán fue, junto con la iglesia siria y la romana una de las tres más importantes de la catolicidad.) Es lógico que esta iglesia haya dado gran importancia a la estadía de José y sus protegidos en sus tierras y hayan tejido abundantísimas leyendas a su alrededor. Por su parte, en el Talmud, se transmite la acusación judía de que Jesús había ido a Egipto a aprender magia.

Pero dejemos las leyendas y las calumnias. Muerto Herodes, la fibra nacionalista de José no podía soportar más estar en tierra extranjera, por mejor que allá le fuera. Su sangre davídica le reclamaba volver a sus lares. El que estaba destinado a regir a su pueblo Israel ‑su hijo‑, debía ser educado entre los suyos, los de su idioma, su religión y sus tradiciones; con los de su clase y también con los pobres y desamparados a los cuales debería gobernar. De allí que José se llena de esperanza cuando arriban las noticias de la muerte de Herodes.

Pero la buena noticia de la muerte de aquel que, según Augusto, “trataba a los cerdos mejor que a sus propios hijos”, vino acompañada de problemas de sucesión. Arquelao el mayor, hijo de la samaritana Maltake, vio disputada su corona de Judea por sus hermanos Antipas y Felipe a quienes –según el testamento de Herodes‑ había tocado mucho menos. Con un golpe de mano Arquelao tuvo que tomar a Jerusalén por la fuerza. El resto de los herederos, entonces, apeló a Roma. Mientras tanto, obligados por la pobreza y los impuestos del viejo Herodes, que aunque lleno de obras faraónicas había dejado al pueblo empobrecido y despojado, se producían levantamientos y asonadas por todos lados. Roma tuvo que enviar al procurador Sabino a poner orden, consiguiendo con su brutal represión todo lo contrario. La situación empeoró. Un tal Judas reunió en torno suyo, en Galilea, en las cercanías de Séforis, una numerosa hueste de rebeldes. En Perea hizo algo parecido un antiguo servidor de Herodes, llamado Simón. Palestina estaba en llamas. Fue entonces que Roma ordenó al legado romano Publio Quintilio Varo–el mismo que, años después sería aniquilado con sus legiones por los germanos en Teutoburgo‑ que sofocara la rebelión. Desde Antioquía Varo avanzó con su ejército hacia Jerusalén y, en el camino, redujo a cenizas la ciudad de Séforis, crucificando a todos los varones sobrevivientes. Judas murió espada en mano. Todo esto sucedía mientras José pensaba en su regreso.

Pacificado sangrientamente el territorio, Augusto llamó a todos los herederos de Herodes a Roma y los reunió en el templo de Apolo en donde, en lo esencial, confirmó el testamento de Herodes. Pero ya no dejó el título de rey a Arquelao, solo le concedió el de etnarca de Judea, que comprendía a Jerusalén y por supuesto Belén, y le obligó a ceder la franja de Gaza a la provincia romana de Siria. Antipas y Felipe recibieron el título de tetrarcas. Uno de Galilea y Perea; otro de algunas ciudades del norte.

Tranquilizada la situación, José, que desconfiaba de Arquelao, debió renunciar a regresar a Belén y prefirió las tierras de Antipas ‑Herodes Antipas‑ Galilea. No solo razones de seguridad lo llevaban a ello. A pesar de que Galilea era una provincia casi gentil, sin auténtica tradición judía, su mujer, María, era de Nazareth. Allí ya había estado trabajando José escapando a la pobreza de sus tierras de origen y aprovechando la prosperidad de esas tierras. Es probable que las cosas para ellos fueran ahora mucho más convenientes todavía, puesto que Antipas se había propuesto reconstruir a Séforis, destruida por Varo, que estaba a solo cuatro kilómetros de distancia de Nazareth. Ofrecía pues abundantes puestos a albañiles, arquitectos, carpinteros, constructores. Y eso era justamente lo que había aprendido a hacer José, descendiente de David, prohibido como estaba a los dávidas el ejercicio de la espada.

Las actuales ruinas de Séforis, comenzadas a excavar recientemente, nos muestran una ciudad totalmente helenística, con sus termas, su anfiteatro, su foro, su biblioteca. A cuatro kilómetros de Nazareth era un centro de irradiación de cultura griega que seguramente algo habrá influido en Jesús. Muchos se preguntan incluso si el alma grande de Jesús no se habrá forjado no solamente en la lectura del Antiguo Testamento sino en la escucha de los grandes autores griegos y romanos en el teatro de Séforis.

Es sabido que, de todas maneras, finalmente, Antipas trasladó su capital a Tiberíades, también construida por él y, finalmente, habitó la mayor parte de su tiempo la fortaleza de Maqueronte, ya que no le faltaron ni enemigos, ni revueltas, ni tumultos.

Épocas turbulentas aquellas, complicadas por la animadversión de Arquelao al sur y Felipe al norte y por los avatares de una economía siempre deficitaria para la voracidad del fisco imperial y nacional, así como por las adversidades climáticas periódicas y las plagas. Terminada la reconstrucción de Séforis no le habrá sido fácil sobrevivir a José, siempre con el rebelde estigma, sospechoso a las autoridades, de su ascendencia davídica.

Con lo cual la imagen idílica de la sagrada Familia y José trabajando pacíficamente entre virutas de madera, serrucho y escoplo, y los rayos de sol filtrándose por la ventana e iluminando el aserrín flotando en el ambiente, con el niño Jesús jugando en el patio con carritos labrados para él por el padre y escuchando cantar a la madre y todas esas cosas que reflejan nuestras piadosas tradiciones no parecen ajustarse a la realidad.

El bueno de José habrá sentido hervir en sus venas, aún de regreso a su patria, la indignación por el desastre y corrupción de sus autoridades, la introducción de la inmoralidad pagana y de costumbres ligeras de la globalización helenista, la depresión económica producto de la rapiña romana y herodiana, la peste de los funcionarios políticos que servían a ambas, a su vez enriqueciendo sus propios bolsillos. Y habrá sufrido también la cólera de, llevando en su sangre la mejor herencia de su patria, tener que ceder el lugar a advenedizos, a vendidos, a usufructuadores de ilegítimo poder. José, junto con los que pensaban como él, sentiría, bien adentro, el penoso sentimiento de que, incluso con la complicidad de los sacerdotes del templo y algunas viejas clases dirigentes gatopardistas, les habían robado el país.

Su viaje de cuatro kilómetros ida y vuelta a su trabajo no le habrá, tampoco, permitido tan fácilmente disfrutar de su mujer y de su hijo. Las preocupaciones de la subsistencia y las noticias cambiantes de la política, a él un descendiente de David preocupado por su patria, no lo habrán tantas veces dejado dormir. No consumiría Lexotanil, porque en aquella época no lo había. Pero quizá sí tilo, recomendado por Hipócrates, y preparado para él, antes de dormirse, por María.

Por cierto que vivirían la fortaleza de su fe, de su amarse mutuo, de su grandiosa misión... ¡Y la paciencia de María!, que no reprocharía nunca a José el que no hubiera alcanzado mejores puestos ni trajera más abundantes sueldos ni que alguna vez tuviera ella misma que contribuir con su trabajo afuera, a la economía de la casa. Eran judíos de ley y sabían que la historia de la salvación no había sido nunca para blandengues; ni, para los elegidos, un lecho de rosas. Todo, para los buenos, siempre había sido cuesta arriba, combate, aceptación recia del querer de Dios. Por supuesto que eso lo bebían cotidianamente en oración y lectura. Y, semanalmente, los sábados, en las sabias explicaciones del viejo rabino de Nazareth... (Aunque tantas veces la cabeza de José haya estado puesta en cualquier otro lado que en lo que el rabino decía.)

Así y todo, nuestro evangelio de hoy, escrito tan cuidadosamente por Mateo, omitiendo detalles, nos muestra que todos esos problemas, esas dificultades, esas cruces y trabajos, aunque aparentemente manejadas por las autoridades políticas, por los avatares económicos, incluso por la maldad e inmoralidad de los dirigentes... todos estaban en los lunguimirantes planes de Dios en vista a la obtención de sus infalibles fines. Por eso Mateo sigue insistiendo con lo de que todo sucedió “para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por medio del profeta”.

Recordemos que Mateo no está haciendo labor de historiador. Relata los hechos para enseñanza de la Iglesia de fin del siglo primero para la cual escribe: grupos de familia perseguidos, matrimonios atravesando dificultades de toda índole, apretados por las autoridades, golpeados por la escasez, tentados por el ambiente... Nada de eso, les dice, fue ajeno a la vida de la familia del Señor. Pero, sobre todo, nada de ello estaba fuera de la Providencia del Dios que todo lo conduce para bien de sus elegidos y que maneja para sus fines ‑hasta que finalmente mueren como cualquiera‑ a todos los Herodes, Moyanos, Arquelaos, Cavallos, Augustos, Varos, De la Rúas, Grossos, Saás y Pilatos de la historia.

En estos dificilísimos momentos que estamos viviendo ‑y los más difíciles aún que, salvo milagro, nos tocará vivir‑ sin dirigentes, sin palabras rectoras, sin fuerzas de orden, en el más dantesco de los recordados caos económicos y políticos de nuestra historia, refugiémonos en Dios, en el ejemplo de su sagrada familia, y busquemos lo que siempre ‑y quizá privilegiadamente en la adversidad‑ debemos buscar: el crecer cristiano de los nuestros, la santidad, la gloria del Señor.
Jesús, José y María así nos lo concedan.

Fuente: Madre Admirable