Sagrada Familia 

Mons. Dr. Gustavo Enrique Podestá

 

Homilía

San Martín nació en 1778 en Yapeyú, decimos, Napoleón en Ajaccio en 1769, Alejandro Magno en el año 356 A C en Macedonia, Mozart en 1756 en Salzburgo... Y las fechas y lugares son correctos. Empero habría que poner en tela de juicio que los San Martín, Napoleón, Mozart y Alejandro que conocemos realmente hayan existido en esas tempranas coordenadas de tiempo y espacio. Lo que había allí eran neonatos, con una determinada información cromosomática fijada por el aporte de sus padres, que ya hacía nueve meses que habían ido desarrollando los cuerpecitos que entonces y allí eran dados a luz.

Pero si ese mismo cuerpecito, con idéntica masa corporal y programación genética hubiera sido dado a luz en otras circunstancias, pongamos el de Mozart, en lugar de en medio de una familia de músicos de Salzburgo, en una familia china de la época de los Ming; el de Alejandro Magno entre los esclavo beocios de su padre Filipo; Napoleón, en una familia campesina de Calabria doscientos años antes; San Martín en Galicia doscientos años después, ¿acaso hubieran llegado a ser los personajes que conocemos? ¿Cuándo realmente nacieron San Martín, Mozart, Alejandro...? ¿Cuándo se configuraron sus caracteres, su habla, su escala de valores, sus modos de mirar la realidad, cuándo adquirieron los conocimientos, habilidades y virtudes que los llevaron a ser lo que fueron y realizar lo que hicieron? ¿Hubiera el cerebro de Einstein tenido la menor idea de la teoría de la relatividad educado en una tribu del Amazonas? ¿hubiera el de Fangio servido para algo antes de la invención de la rueda? ¿Hubieran Don Bosco, o San Juan de la Cruz o Santa Rosa de Lima sido los mismos que fueron si no los hubieran llevado adelante y educado el medio que lo hizo o simplemente no hubieran tenido los padres que tuvieron? ¿Seríamos nosotros lo que somos de haber nacido o sido educados en cualquier otra parte que en la que lo fuimos?

No. Ya lo sabemos. La planta o los animales inferiores -la mosca, la mariposa, el gusano, la bacteria, el microbio- ya son lo que son en cuanto nacen. Se comportan sin modificación alguna de acuerdo a su programación genética: nacen lo que son y serán. Los animales superiores, en cambio, necesitan aprender: Despuntan a la vida con una carga instintiva limitada que necesita del aprendizaje y de la mímesis de sus padres y del grupo para poder llegar a la adultez y comportarse de acuerdo a las exigencias de su especie. Un cachorro de león crecido desde pequeño en una jaula de zoológico, cuando grande, si liberado en la selva, ya nunca aprenderá a cazar, ni habrá desarrollado sus instintos de agresividad, ni de celo, en el necesario juego con sus hermanos, en la imitación de los otros, en el ser enseñado por los mayores... Además de la información que les viene de los genes, los animales superiores, necesitan de la que les viene de su grupo, de sus mayores... Semejantes a las computadoras, a las cuales no bastan sus circuitos, su 'hard', para poder funcionar, sino que exigen la programación, el 'soft'. Desde el lenguaje elemental del DOS. Sin programación externa, la computadora no sirve para nada.

Pero, cuanto más alto en la escala evolutiva el cerebro de los seres vivientes, más necesita de esta dependencia de aprendizaje, más requiere programarse desde afuera y más tiempo para formarse. Pocas semanas exige un pichón para aprender a volar, a buscar sus alimentos, a cantar; algunas más los cachorros de rata para ratear; algún año un buen perro para ejercitarse en ser guardián; cuatro años un orangután para orangutonear... Y -precisamente en la observación de la vida de los orangutanes- los etólogos han descubierto cómo, más allá de los caracteres heredados genéticamente, la personalidad de los jóvenes se modifica de acuerdo a sus experiencias de niñez. Si han tenido o no madres solítictas que los cuidaran, si han vivido en medio de compañeros agresivos o solidarios, si el padre ha sido brutal o afectuoso... de allí saldrán orangutanes distintos, más o menos valientes, más o menos timoratos, decididos o vacilantes, agresivo o pacíficos...

Pero es el cerebro humano quien más precisa, para funcionar como tal, de la adquisición de información, de saber, de afectos y de comportamientos. El ser humano esta genéticamente programado con mínima información instintiva, innata, precisamente para poder ser programado flexible y libremente usando lo que lo distingue de la pura animalidad: su inteligencia. Principalmente mediante el DOS de la palabra y los ejemplos y pautas impuestos o interpretados por ella. De tal manera que el hombre es el animal superior que más tiempo necesita prolongar su formación, su 'neonatia' -como dicen los etólogos-. Mucho más que los cuatro años de los monos: de trece a veinte años. En sociedades poco evolucionadas el varón hacia los catorce y la mujer hacia los trece ya son adultos. Pero, en sociedades más complejas como la nuestra, nadie es verdaderamente adulto por lo menos antes de los dieciocho, veinte años y, a veces, más. Eso pues es lo que tarda la especie humana en hacer nacer a un hombre: no los nueve meses de la gestación.

Pero seríamos poco avisados si redujéramos el nacimiento de un hombre solo al lapso que va desde la concepción a la adultez. ¿Porque de dónde saca la familia que lo educa, la sociedad que le brinda su saber y sus pautas de comportamiento, a éstos y al lenguaje con los cuales los transmite? ¿Cuántos miles de años de historia, de experiencias comunes, de inventos, de genialidades literarias, de maneras de ser, de experiencias, de acciones y palabras de hombres -y aún de civilizaciones que nos precedieron- formaron nuestra cultura, nuestro saber acumulado en bibliotecas, en escuelas, en universidades, nuestros patrones de conducta, nuestro lenguaje -y aún nuestra tonada-... para terminar influyendo en nosotros y hacernos ser lo que somos? ¡Ya allá lejos y hace tiempo habíamos comenzado a nacer!

Jesús no solo no nace en un repollo, sino que tampoco llegó a ser lo que fue, lo que es, simplemente por haber sido dado a luz en un establo de Belén. Nada se entendería de Jesús fuera de la historia y la cultura de Israel. (Nada se entendería de Israel fuera de la historia de la humanidad.) Allá también empezó a nacer Jesús.

El evangelio brevísimo que hemos leído hoy es denso en datos sugerentes que Lucas baraja muy bien al escribir. Por ejemplo, esa mención chocante del rito de la purificación, profundamente insertado en las vivencias de los judíos y que, hemos de decirlo, era bastante absurdo. En esa extraña mentalidad, con sus arbitrarias divisiones de acciones y objetos puros e impuros, la mujer que daba a luz, ¡pobrecita!, era considerada, después del parto, ritualmente impura: cuarenta días si el que nacía era un varón y, si por desgracia, lo que nacía era una mujer: ¡ochenta! Al término de esos respectivos días, la pobre madre debía ir al templo a purificarse. Consideraciones y ritos -como cualquiera se da cuenta- especialmente extravagantes y aun discriminatorios, pero que seguramente Lucas trae a colación a propósito, como para mostrarnos que Jesús será bien hijo de sus genes, pero también -y a lo mejor mucho más- de su ambiente, de su cultura, de su patria -aún en sus errores y abusos, contra muchos de los cuales el mismo Cristo, cuando ya grande, reaccionará-. No lo podemos entender a Jesucristo en su vida terrena si no nos sumergimos en la cultura y circunstancias de la época y nación de la que fue orgulloso hijo. Él mismo no hubiera sabido -con su conciencia humana- quién era de haber nacido en Japón o sido educado en las tradiciones védicas. De allí la importancia que tiene para nosotros leer el antiguo testamento, no tanto por las enseñanzas que pueda brindarnos, algunas de ellas francamente escandalosas y casi todas superadas por el nuevo, sino para conocer el ambiente de ideas, los conceptos y mentalidad, con los cuales el cerebro de Jesús entendió la realidad que lo rodeaba, trató de comprenderse a si mismo y a su misión y predicó su palabra. Una palabra a la vez que divina, bien judía y que tantas veces, para entenderla, debemos traducir a nuestro propio lenguaje, a nuestra propia cultura, si queremos interpretarla.

Pero, en la formación de la personalidad humana, todo ese mundo cultural, ético, programático. que nos inicia en una determinada manera de ser, se introyecta en el ser humano fundamentalmente en la familia y, señeramente, a través del contacto prolongado en el tiempo con los padres. Ellos son los que forjan, más allá de la herencia genética que le transmiten, el fondo de su personalidad y sus espontáneas maneras de ver y de juzgar las cosas, a la vez que su modo de enfrentar la realidad, así como sus afectos, y sus miedos, y su coraje...

Ya sabemos -incluso hasta hacer bromas sobre ello- que cualquier problema que una persona tenga, cualquier disfunción en su carácter -agresividades, indecisiones, falta de definición sexual, fobias, depresiones, conductas delictivas o lo que sea- cualquier psicólogo o piscoanalista de pacotilla lo primero que hará es investigar las relaciones infantiles o aun prenatales del paciente con sus padres, o las relaciones que guardaban sus padres entre si.

Y no vamos a apelar hoy a las estadísticas para mostrar la incidencia mefítica que las familias desequilibradas, los padres separados, desavenidos o ausentes -espiritual o físicamente-, tienen, para llevar a la drogadicción, a la criminalidad, al suicidios, a la homosexualidad, a la falta de integración social, a la carencia de personalidad, a los pobres cachorros humanos nacidos y deformados en semejante medio.

No: Jesús no sale 'hecho' del vientre de María. Jesucristo es hombre bien hombre; y la encarnación no se produce plenamente ni en la concepción ni en el nacimiento. Fíjense que el evangelio de Marcos ni siquiera trae un relato de éste. Para Marcos Jesús simplemente aparece, como si allí recién naciera y fuera quien es, ya grande, en el momento del bautismo de Juan. Como si comenzáramos la historia de San Martín en su bautismo de fuego en Bailén.

Pero Lucas, que ha querido mirar más atrás y más lejos, para comprender mejor el cómo Jesús surgió a ser lo que fue y mostrar su condición plenamente humana, nos remonta, junto con Mateo, no solo a su nacimiento de mujer, sino a su infancia, a su desarrollarse como hombre. Y aunque los datos que puede obtener de la tradición son pocos y aún confusos, no quiere dejar de señalar que Jesús debió crecer, aprender, impregnarse de cultura patria y de lenguaje, con esos pocos rasgos que señala en su relato: "el niño iba creciendo y se fortalecía y llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él".

Y son sus padres sujetos principales de este crecer. Lo hace patente Luca en esa frase también brevemente redactada: "los padres de Jesús llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor". No solo porque lo ofrecen en el templo a la manera de Samuel o de la consagración que, según la ley de Moisés, debía hacerse de los primogénitos, sino también en el sentido realísimo de que son José y María quienes presentan Dios a Jesús. De ellos, de sus padres, Cristo aprende a recitar sus oraciones, a comprender y amar a Dios, a conocer sus enseñanzas, en un conocimiento que luego alimentará y hará crecer en la sinagoga de su pueblo, en la lectura de la Escritura, en su vida íntima de oración y en las inspiraciones de la gracia, pero que básicamente fueron imbuidos en él por María y por José.

Pero no solo eso: el amor de Cristo, sus actitudes valientes, su comprensión, su patente virilidad, sus afectos, sus modos de encarar la realidad y aún sus maneras de reír, de caminar... todo ello lo aprenderá -escuchándolos, imitándolos- de papá y mamá. Así como aprenderá del mundo y del hombre y se socializará, en contacto con sus primos, con sus tíos, con sus abuelos, con sus amigos... Jesús no solo es hijo de la genética de su concepción, es bien miembro de su familia y de su patria, como cualquiera de nosotros.

Por eso hablar de la sagrada Familia es profundizar el sentido de la Navidad que hemos celebrado ayer y darnos cuenta de la plenitud de la cercanía de un Dios que ha querido vivir en su totalidad nuestra condición de hombre.

Es, al mismo tiempo, hablar de nosotros mismos como seres profundamente marcados por nuestro ambiente, por nuestra patria, por nuestra educación y, sobre todo, por nuestro crecimiento en el seno de una familia, en donde cumplen papel fundamental el padre y la madre, la integridad y santidad matrimonial, la relación entre hermanos. No basta, para hacer un hombre, unir biológicamente a un varón y a una mujer, y, mucho menos, fusionar sus respectivas semillas en una probeta. Es inútil que la ciencia alcance allí impresionantes victorias si, luego, no se es capaz de garantizar no solo un vientre en alquiler para gestarlo, sino un ambiente rectamente humano para criarlo, para hacer crecer sus conocimientos, para anunciarle a Dios, para modelar sus afectos, para introducirlo en una correcta escala de valores, para inducirle fuerte personalidad, para hacerlo capaz de vencer sus egoísmos y vivir en amor y solidaridad.

Defender la familia es mucho más importante que resolver cualquier problema de fertilidad asistida. Ella es la verdadera matriz del hombre. Solo en ella puede presentarse verdaderamente a Dios, solo en ella hacer nacer a auténticos seres humanos y convertirlos en verdaderos hermanos de Jesús.

Así nos lo concedan Jesús, María y José.

Fuente: Madre Admirable