Gracia

SS. Juan Pablo II

 

La Iglesia sabe y enseña que todo "el influjo salvífico de la Santísima Virgen" sobre los hombres dimana del divino beneplácito y de la "superabundacia de los méritos de Cristo"; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta. Este saludable influjo está mantenido por el Espíritu Santo, quien, igual que cubrió con su sombra a la Virgen María comenzando en ella la maternidad divina, mantiene así continuamente su solicitud hacia los hermanos de su Hijo.
María con razón es honrada con especial culto por la Iglesia; ya desde los tiempos más antiguos es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas. Este culto es del todo particular: contiene en sí y expresa aquel profundo vínculo existente entre la Madre de Cristo y la Iglesia. Como virgen y madre, María es para la Iglesia un modelo perenne. El Misterio de la Iglesia consiste también en el hecho de engendrar a los hombres a una vida nueva e inmortal: es su maternidad en el Espíritu Santo. Y aquí María no sólo es modelo y figura de la Iglesia, sino mucho más: con materno amor coopera a la generación y educación de los hijos e hijas de la madre Iglesia.

Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado Banquete, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente. Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía. María guía a los fieles a la Eucaristía.

De la encíclica Redemptoris Mater