EL Magnificat

Arquidiócesis de Madrid

 

Recientemente, he tenido la oportunidad de predicar un retiro en torno al Magnificat. Y cuanto más paladeo, despacio y con sosiego, la alegría que late en cada uno de sus versos, más me convenzo de que es la única que merece el nombre de "alegría" para un cristiano. 

Sin en dos ocasiones la Virgen se sitúa en primer plano durante este canto, la primera es para hablar de su "humillación", "humildad" o "pequeñez" (que de las tres manera puede traducirse sin que ninguna de ellas lo explique del todo), y la segunda es para denominarse, como en la Anunciación, la "Esclava del Señor"... Sin embargo, en toda la primera parte del canto, María no hace sino hablar de sí misma en un segundo plano, como la beneficiaria del Amor de Dios. Todo el Magnificat se resume en esta frase: "desde ahora me felicitarán todas las generaciones"... Es lo mismo que decir: "¡Qué afortunada he sido!". 

Tengo al Magnificat por antídoto de una falsa humildad. Todo ese discurso que lleva a algunos a regodearse diciendo: "soy el más pecador de todos los hombres, soy un gusano, soy lo peor, el desecho, la basura..." A veces me suena mal. Cuando lo han dicho los santos, he entendido que era fruto de una gracia muy especial y me he postrado en tierra. Pero cuando lo escucho en la boca de algunos pronunciado con rabia contra sí mismos y teñido de pesimismo, casi huelo la soberbia en cada una de las sílabas. Dan ganas de responderles: "¡Oiga, no se tenga usted en tanto! ¡Si ni siquiera para ser el peor de los pecadores sirve usted! Incluso como pecador tiene usted quien le gane". Es que, hasta para reconocerse pecador, debe uno comenzar por reconocerse pequeño. 

¡Qué distinta de esa falsa humildad es la alegría desbordante del Magnificat! María -¡La Inmaculada!- se reconoce pequeña ante Dios, pero inmediatamente pasa a alegrarse en la grandeza del Señor, que ha hecho en Ella obras maravillosas. "Yo soy una criatura" -parece decir- "pero el Creador me ha amado y ha hecho obras grandes por mí"... He aquí el contrapunto de un examen de conciencia: repasa tu vida, recuenta tus años en la tierra, contempla tu alma y sé capaz de distinguir en tu biografía y en tu espíritu la huella del Amor de Dios. No tengas miedo, regocíjate en esa Misericordia y canta con júbilo. Ya sabes que eres pequeño y despreciable; pero, por un momento, aparta la mirada de tus miserias y clávala en el cariño con que has sido tratado por Dios. Él te creó, Él te salvó del pecado, Él te protegió, te llamó, te hizo suyo, y ha adornado tu alma con virtudes que debes saber reconocer como obra suya... ¡Canta! 

Mira que la humildad, como todas las virtudes, es alegre o no es virtud. No le arrebates a Dios su gloria y reconoce que, también en ti, el Poderoso ha hecho obras grandes.

Fuente: Arquidiócesis de Madrid, España