San Pablo y Nuestra Señora

Siervo de Dios Frank Duff, fundador de la Legión de María

 

MUCHOS no-católicos tienden a colocar a san Pablo sobre los demás Apóstoles. Reparan en los textos de la Escritura que refieren la llamada que Nuestro Señor hizo a san Pablo en el camino de Damasco y en la misión que le concedió de predicar a los Gentiles -alrededor del año 45 d. de C.-, y no advierten el hecho de que cada uno de los Apóstoles fue, a su vez, llamado individualmente por Nuestro Señor. Imaginan que san Pablo fue puesto en una posición superior y con una independencia casi completa respecto a san Pedro y a los otros Apóstoles y que no recibió órdenes de ellos. Tal idea es injustificada; la Escritura misma la refuta. Pensemos que, cuando Pablo fue a Jerusalén por primera vez como cristiano, se encontró con que los discípulos sospechaban de él. No sabían por quién tomarlo. ¿Se trataba un milagro de la gracia o era el que siempre había sido? ¿No sería que el implacable perseguidor se había disfrazado con piel de oveja?

San Bernabé fue el primero en salir fiador por él. No se nos dice de dónde obtuvo informes, pero fue capaz de proporcionar detalles convincentes sobre la conversión de san Pablo y sobre su sinceridad y ardor. Con lo que quedó zanjada la cuestión. San Pablo fue entonces recibido con los brazos abiertos e incorporado en la lista de los Apóstoles; poco tiempo después fue mandado con san Bernabé a su primer viaje misional. Advertiremos, por tanto, que fue enviado por una autoridad. No partió sin más y por propio capricho. A los dos les dijeron dónde tenían que ir -exactamente lo mismo que a los demás Apóstoles. Además, el encargado de ser jefe de equipo fue Bernabé, no san Pablo.

Cuando, más tarde, regresaron a Jerusalén, con motivo de la crisis surgida en torno a la circuncisión, no dudaron en someter su norma de conducta al criterio de los demás Apóstoles. Se limitaron a referir a los Ancianos de la Iglesia sus conquistas y a describir como el Cielo había manifestado su aprobación con abundantísimas gracias y con visibles favores y milagros. Quedaba así claro que Dios no insistía en que la circuncisión fuese parte integrante del cristianismo; de otro modo, no hubiese derramado la plenitud de su gracia en los incircuncisos.

En el Concilio hubo un gran debate, que acabó con la decisión unánime de que la circuncisión no era necesaria. La determinación se tomó en una forma a la que Roma siempre se atuvo desde entonces para casos similares; reza así: "El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido... ".

Advirtamos nuevamente que la cuestión no fue solucionada ni por san Pablo ni por san Bernabé, sino por el Concilio.

La segunda vez que la pareja fue enviada, es decir, en el segundo viaje de san Pablo, se observa una diferencia sutil: San Pablo pasa a ser jefe de equipo. Además, se determina que su misión especial sea hacia los Gentiles. El Concilio, pues, ejerce autoridad sobre san Pablo que en su nombre cumple y lleva a cabo el mandato divino. Hasta aquí la cuestión sobre la independencia del Apóstol.

Otra cosa a la que suelen referirse: los no-católicos es el hecho de que Pablo no hablara de la Santísima Virgen en sus epístolas. De ello infieren que la debió conocer muy poco y que probablemente no le reconociese ningún papel en el cristianismo. Mi intención en el presente artículo es demostrar precisamente lo contrario, y que fueron circunstancias especiales las que le impusieron tal limitación. En primer lugar hay que pensar en la mentalidad de aquella época, tan propensa a considerar como dioses a cualquier personalidad relevante. Al mismo san Pablo quisieron divinizarlo. El paganismo en torno al Apóstol, durante su misión especial a los Gentiles, bullía de divinidades. Era necesario preservar al cristianismo contra esa tendencia a transformar a las personas influyentes en deidades; pues habrían acabado atribuyendo a María y a los Apóstoles las cualidades del mismo Cristo. Urgía reservar a Nuestro Señor su propio nimbo y darle el debido realce, dejando a María en la sombra. Conforme creció el cristianismo, se impusieron sus verdades, y el peligro disminuyó.

Se ha profanado asimismo la frase en la que san Pablo afirma que Jesús nació de mujer. Lo que el Apóstol quiso expresar fue que Jesús era verdaderamente hombre, hijo de una madre humana. Ahora bien, los que tratan de empequeñecer a María intentan poner en labios de san Pablo la idea de que ella fue una mujer ordinaria y nada más. Yo quisiera demostrar que la frase de san Pablo no tuvo ese sentido derogatorio y que el Apóstol debió apreciar y estimar a la Virgen y comprender su significado, digamos que no menos que santo Tomás de Aquino, san Bernardo, san Jerónimo y otros.

También se han tergiversado las repetidas referencias de san Pablo al Nuevo Adán. Alguien ha pretendido que, al no mentar a la nueva Eva, el Apóstol sugería que ésta no estaba asociada a la misión de Jesús, Pero esto resulta absurdo. Esas referencias de san Pablo debían incluir forzosamente todo lo que san Justino y san Ireneo -discípulos e inmediatos sucesores de los Apóstoles-enseñaron posteriormente sobre el Nuevo Adán y la Nueva Eva. De san Justino consta que estuvo asociado a san Pablo. Es cierto que, a menudo, los discípulos superan a sus maestros y que en los asuntos humanos cada uno puede adquirir y agregar conocimientos apoyándose en los hallazgos e ideas de otros. Pero éste no es el caso de la doctrina sobre el Nuevo Adán y la Nueva Eva, tan básica en el misterio del Pecado y de la Redención. La Redención fue planeada por Dios como precioso reverso de la Caída. María es una parte tan necesaria de la Redención como Eva lo es de la Caída. Omitir a Eva o a María traería consigo un cambio radical, y, por tanto, insostenible, del concepto cristiano de la Caída y de la Redención.

Especulemos un momento: Si Eva no hubiese figurado como elemento en la Caída, es decir, si la serpiente hubiese causado directamente la ruina de Adán, Eva sería inocente; no habría contribuido a dicho Caída. En tal caso, se daría una anomalía en lo concerniente al estado de sus hijos; nacerían de un padre culpable y de una madre inocente de pecado real. La situación resultante sería peculiar, confusa y complicada. Y si, por ser Adán cabeza del género humano, pasara su pecado tanto a Eva como a los descendientes de ambos, también se daría para Eva una situación anómala. Eva seria su compañera; estaría libre de culpabilidad y, sin embargo, se le exigiría un precio más alto que a él por el pecado que ella no habría cometido: Dar a luz sus hijos con dolor y sufrir el castigo en todos los demás aspectos de la existencia humana: esfuerzos, fatigas, enfermedad y luchas continuas en una vida natural y sobrenatural perturbada. Cuanto más reflexionamos sobre este supuesto tanto menos nos satisface. De todos modos el hecho no da lugar a perplejidad, ya que Eva no sólo cooperó en el colapso sino que fue la que lo inició: tan es así que parece evidente que sin ella no habría ocurrido. El relato bíblico pone de manifiesto que Eva fue una causa especifico de la Caída; luego, naturalmente, expone el otro factor ya mencionado, concretamente: que la participación de Adán tuvo consecuencias dominantes en razón de su calidad de cabeza de la humanidad. Los hombres cayeron en Adán no en Eva.

Con este razonamiento la cuestión se nos hace más sencilla y comprensible. Adán y Eva debieron estar sujetos a las consecuencias del Pecado. Es cierto que el género humano no cayó en Eva, pero también es verdad que ella ocasionó esa Caída y que sin su incitación no hubiese ocurrido.

Así es el relato de la Biblia. De él se desprende que la doctrina del Nuevo Adán requiere la presencio de la Nueva Eva. Si san Pablo la excluyera deliberadamente, deformaría ese paralelo divino que hace de la Redención el reverso exacto de la Caída. Su doctrina no reflejaría los designios de Dios, según los cuales la Redención debía ser rigurosa antítesis de la Caída.

Sería absurdo insinuar que san Pablo fue culpable de uno mutilación de la idea divina. Por tanto, hay que concluir que, cuando san Pablo hablaba del Nuevo Adán, tenía presente toda la plenitud de la doctrina. Nosotros, aunque pobres creaturas, somos capaces de ver con claridad meridiana que la doctrino del Nuevo Adán requiere la presencia de la Nueva Eva de manera perentoria. Sería, pues, ridículo pretender que estemos viendo claramente algo que san Pablo no vio.

La doctrina del Nuevo Adán es exclusivamente paulina, es decir, no se encuentra en los escritos de ningún otro Apóstol. Sería, por tanto, incongruente asegurar que san Pablo que fue su autor y afirmaba haber recibido aquella doctrina de Dios no la entendía propiamente y que sólo sus discípulos inmediatos lograron captar su plenitud.

Por eso -y aún vaya hacer otras consideraciones debe aceptarse que la doctrina de san Pablo incluía a la Nueva Eva, es decir, a María, la Madre de Dios, Corredentora.

La fórmula paulina comprende como en síntesis el esquema de la Reconciliación y la relación de María hacia ésta. Es una Mariología en sí. Y, a pesar de ser tan escueta, su contenido es tal que el Capítulo VIII de la Constitución dogmática sobre la Iglesia no hace más que presentarla elaborada: es la semilla convertida en árbol.

¿Estaría san Pablo algo ofuscado respecto a María? ¿La estimaría poco? ¿Le tendría ojeriza? Naturalmente que no. San Pablo no estaba aislado de los demás Apóstoles y Ancianos ni personal ni doctrinalmente. Se reunía y se comunicaba con ellos, y trabajó con varios, incluso con san Pedro durante un par de años, en Roma. Los Apóstoles eran una unidad. Compartían la doctrina cristiana y se comunicaban sus propias inspiraciones. Una respetable autoridad protestante (Diccionario Bíblico del Doctor Smith) insiste en que las alegadas desavenencias entre san Pablo y san Pedro no denotaron discrepancia alguna de doctrina.

De manera muy particular san Pablo trabajó con san Lucas. Este fue su amigo más intimo y su más fiel compañero. Estuvo con san Pablo en sus dos cautividades: la primera vez en Cesarea de Judea, desde el 58 hasta el 60, cuando escribió el Evangelio de su nombre, y la segunda en Roma, durante dos años, en el transcurso de los cuales escribió los Hechos de los Apóstoles (hacia el 63 d. de C.), que desde el capítulo trece hasta el fin se limita casi enteramente a describir los hechos de san Pablo. Evidentemente entre san Lucas y san Pablo hubo una continua comunicación y discusión de ideas mientras redactaban sus respectivos escritos. San Pablo asentiría al pensamiento de san Lucas, y viceversa. El valor de este aspecto -no examinado aún de manera exhaustiva- es altamente revelador de la actitud de san Pablo hacia Nuestra Señora.

Algunos críticos dudan de que san Pablo viera a la Virgen. Sin embargo, su contemporáneo Dionisio el Areopagita le conoció personalmente según él mismo declara. Pues bien, san Pablo debió tener las mismas oportunidades que Dionisio, y resulta, por tanto, increíble que las despreciase. María murió probablemente hacía el año 57 d. de C.

Consideremos ahora un poco la vida de san Lucas. Nació éste en Antioquia de Siria -se dice que era de ascendencia itálica. Fue médico y enseñó medicina. Según la tradición, fue además pintor de habilidad más que mediana. No era judío de nacimiento. Se cree comúnmente que san Pablo lo convirtió; pero, según Las Vidas de los Santos, de Butler, muchos piensan que se hizo cristiano en Antioquia, Inmediatamente después de la Ascensión. El primer rayo de historia cae sobre san Lucas al juntarse con san Pablo en Tróade y viajar con él a Macedonia. Acompañó a san Pablo hasta Filipos, donde se quedó a trabajar, según lo demuestra la forma de usar el pronombre "nosotros". En la tercera expedición apostólica de Pablo (Hech. 20, 5), Lucas se halla de nuevo en su compañía, después de haber trabajado en Filipos durante siete años, y hace con él el memorable viaje a Roma. Va con Pablo en el barco y permanece a su lado durante su primer encarcelamiento en Roma. Pablo escribió su segunda Epístola a Timoteo durante su segunda prisión en Roma, lo cual demuestra que Lucas acompañó al Apóstol en todas sus tribulaciones hasta la muerte.

Según san Epifanio, después del martirio de san Pablo, Lucas recibió el encargo de predicar el Evangelio en Dalmacia, Galia, Italia, Macedonia. Parece unánime la opinión de que en edad avanzada fue crucificado en un olivo. El año 357 sus restos fueron trasladados por Constantino a Constantinopla y colocados en la iglesia de los Apóstoles, junto con los cuerpos de san Andrés y de san Timoteo.

Fue opinión antigua que san Lucas escribió su Evangelio en Cesarea bajo la influencia de san Pablo. Tal opinión se apoya en la autoridad de Ireneo, Tertuliano, Orígenes, Eusebio y Jerónimo, los cuales afirman que, cuando san Pablo dice -según mi Evangelio-, se refiere a la obra de san Lucas. Por otra parte se insiste que Lucas derivó su conocimiento de las cosas divinas no de Pablo sólo, sino también de los demás Apóstoles, con quienes se comunicaba activamente. Ya los antiguos verán influencias de san Pablo en el tercer Evangelio; sin embargo, el lenguaje de sus cuatro primeros versículos se opone a la idea del exclusivo influjo del Apóstol. San Lucas investigó en la historia de la vida de Nuestro Señor y, con el material así obtenido, escribió bajo la guía del Espíritu Santo. Naturalmente, el evangelista buscó información por todos los lados, recurriendo también a san Pablo. El influjo del uno sobre el otro fue mutuo en todos sus escritos.

El Evangelio de san Lucas es el especialmente mariano. Tanto es así que el protestante Adolfo Harnack, principal exponente de la escuela -racionalista y crítica- de la Biblia, pudo afirmar en 1900 que san Lucas constituía el verdadero fundamento de la Mariolatría. De este Evangelio aprendemos la Anunciación a María y todos los detalles de la Infancia de Jesús. Sin él sólo nos quedarían los escritos apócrifos. Una de las fuentes de san Lucas fue, naturalmente, la Santísima Virgen misma. De ella adquirió conocimientos transcendentales que de otro modo no hubiera podido conseguir, ya que María era el único receptáculo viviente en quien se encerraban. Debemos imaginárnosla narrándole aquellas cosas sublimes e incomparables. Lucas le preguntaría más detalladamente; pues, dado su interés, nadie mejor que él podría recibir informaciones más exactas de los hechos. Pensemos que nosotros mismos ansiamos con vehemencia infinitamente más de lo que nos ofrecen los textos sagrados. San Lucas, al igual que los otros evangelistas, obtendría de María la más completa explicación de todos los acontecimientos en los cuales ella había desempeñado un papel importante. Más tarde los apóstoles y evangelistas dialogarían sobre todo aquello e intercambiarían informaciones e impresiones. Insisto en que los apóstoles constituían una unidad y no una serie de elementos aislados y ajenos a todo comercio o relación intelectual.

Permítasenos pensar que María tenía un cariño especial a san Lucas, que posiblemente era a quien más quería después de san Juan. Prueba de ello sería el hecho de que san Lucas fue su retratista. Una tradición universalmente difundida sostiene que, cuando visitó a María, ya anciana en Jerusalén, pintó su retrato. Se supone que aquel original ya no existe. Los otros cuadros hechos por él podrían no ser copias fieles del primero, sino sólo versiones libres pintadas de memoria. Su vida de constante movimiento no le permitiría llevar consigo el cuadro primitivo.

Una inscripción muy antigua de Roma habla de un cuadro de la Santísima Virgen allí descubierto, y dice que es uno de los siete pintados por san Lucas. Teodoreto, que fue un historiador muy digno de confianza, incluye en sus escritos el relato según el cual la emperatriz Eudoxia envió a Pulqueria un cuadro de la Virgen pintado por san Lucas. Algunos de aquellos cuadros existen todavía: el de Nuestra Señora de las Nieves, que fue colocado por Pío V en Santa María la Mayor en Roma; Nuestra Señora del Perpetuo Socorro que está en San Alfonso, también en Roma; Nuestra Señora de Vladimiro, en Rusia; Nuestra Señora de Czestokowa, en Polonia. De estas imágenes procede la idea que nos hacemos de las apariencias de la Virgen.

Todas estas pinturas son indiscutiblemente milagrosas, y la devoción hacia ellas ha obtenido favores sorprendentes. ¿Habrían sucedido esos milagros si las imágenes no hubiesen sido efectivamente obras de san Lucas? Un milagro es para testimoniar la verdad y no para apoyar una ficción. Si un número de retratos de Nuestra Señora son atribuidos a un pintor, sí se constata que todos han producido milagros y si el pintor fue un evangelista a quien María demostró su cariño, ¿no garantizará todo ello que san Lucas fue su autor?

Esta tradición ha sido impugnada; pero los supercríticos atacan todo. Pues, como dice san Jerónimo, apenas se había secado la Sangre de Cristo sobre la tierra cuando ya se atrevían algunos a afirmar que ni siquiera había sido real su Cuerpo.

Siguiendo con los cuadros de san Lucas, vuelvo a una página del más alto valor. El año 60 d. de C., Pablo y Lucas fueron llevados a Roma para ser allí juzgados. A causa de una tempestad, naufragaron en las costas de Malta; pero no pereció nadie. Los isleños se distinguieron por su hospitalidad hacia los náufragos, y, en recompensa, los Santos obraron varias curaciones. A Pablo y a Lucas se les dio mucha libertad, y la aprovecharon para predicar por toda la isla ganando a la mayor parte de la población para el cristianismo. Entre los convertidos se hallaba el Centurión encargado de los presos, la entera guarnición romana, y Publio, el personaje principal de la isla.

Durante su estancia de tres meses los Santos -según la tradición- fundaron tres iglesias: la catedral y una en cada extremo de la isla. San Lucas -se dice que por invitación de san Pablo- pintó un cuadro de Nuestra Señora para la catedral y otro para la iglesia de Mellieha. El primero desapareció durante la ocupación árabe, hacia el año 900. El cuadro de Mellieha, aunque descolorido y desfigurado, subsiste todavía y es venerado hasta el día de hoy. La tradición de Malta insiste en que san Lucas pintó estos cuadros y que las tres iglesias fueron dedicadas a Nuestra Señora bajo los respectivos títulos de la Asunción, la Natividad de Nuestra Señora y la Maternidad de María. Todo lo cual no deja de arrojar una luz interesante sobre los orígenes de la más antigua devoción a María.

A título de fantasía, podemos aventurarnos a imaginar un diálogo en plan amistoso entre los dos Santos, en el que san Lucas buscaría la opinión de san Pablo sobre el cuadro que acababa de hacer. San Pablo, por ejemplo, le diría: "¿De quién es ese cuadro?" y san Lucas le replicaría: "Pero, Saulo, o Pablo, o como te llames, ¿tan mal la he pintado? ¿O es que has perdido la fe?" Respondería san Pablo: "Perdona, Lucas. Te estaba tomando el pelo. Pues tú sabes tan bien como yo que ninguna mano terrena sería capaz de pintar a la Madre del Señor. Sin embargo, como pintura, no está tan mal; gustará mucho a la gente de este lugar y la venerarán por siempre".

Y ahora volvamos al tema de la amistad y comunidad de intereses entre san Pablo y san Lucas. Si intercambiaban pensamientos y se influenciaban mutuamente, es seguro que no sólo discutirían los escritos de Lucas, sino también los de Pablo. Ninguno los concluida sin leerlos al otro o sin comentar lo que en ellos se decía, e introducirían modificaciones según lo dictasen las sugerencias recíprocas.

Esto significa que ambos leerían una y otra vez el Evangelio de Lucas, y lo discutirían en sus más mínimos detalles. El lenguaje del amor es la repetición. Podemos, pues, imaginarios en las más variadas circunstancias aprovechando cualquier momento de ocio para volver a tratar sobre aquellos asuntos referentes al Señor y a su Madre. San Bernardo dice que, si a nosotros, de corazón tan insensible y pétreo, nos impresiona todo eso después de tantos siglos, muchísimo más debió impresionar entonces a un san Pablo o a un san Lucas. Eran herederos inmediatos de la Redención. Ninguno de los dos habla visto a Jesús en su paso por la tierra, pero ambos conocieron a la Virgen y conversaron mucho con ella. Es lógico, por tanto, que abrigaran en lo más profundo de su ser un amor inmenso hacia María, sólo superado por el que profesaban a su Hijo. Así, pues, cuando leamos a Lucas, percatémonos de la posibilidad de penetrar en el pensamiento de Pablo. Creo que esto es decisivo para conocer su mentalidad respecto a la Santísima Virgen.

Lejos de nosotros esa fábula, sutilmente divulgada, de un san Pablo separado de las filas de los Apóstoles, propagador de una forma particular suya de cristianismo, deseoso de aprovechar cualquier circunstancia para diferir del organismo principal y desentendido y extraño a todo lo referente a Nuestra Señora. Estoy convencido de que la entrañable amistad entre san Pablo y san Lucas es francamente incompatible con cualquier idea de separación, de no-catolicidad, o de imperfección de san Pablo respecto a María.

Fuente: Legión de María