María. tan humana y tan divina

Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

 

LO CONSTATABLE.

En cualquier país cristiano que uno recorra se encuentra con ermitas, capillas o templos, dedicados a la Santísima Virgen María. Abundantes advocaciones marianas con que el pueblo cristiano le manifiesta su amor, ternura y cariño.
No es algo nuevo. La presencia de María ha sido una constante en la Iglesia desde el origen mismo del cristianismo. Antes de que Cristo en la Cruz nos la entregara por Madre, antes del nacimiento oficial de la Iglesia en Pentecostés, donde ella estaba presente, mucho ates, cuando su Divino Hijo comenzaba a formarse en su seno virginal, ella había dicho: “Desde ahora, me felicitarán todas las generaciones” (Lc, 48). 
No estaba pensando en ella, al pronunciar estas palabras, sino en el Dios “que ha hecho maravillas”. Fueron respuesta a la alabanza que le acababa de lanzar su prima Isabel: “¡Bendita tú entre las mujeres... Bendita tú, que has creído!” (Lc 1,42.45). 

MARIA HACE POSIBLE EL NACIMIENTO DE LA IGLESIA:
En la Anunciación, el Ángel Gabriel la saludó así: “Alégrate, llena de gracia” (Lc 1, 28). Y desde entonces, el mundo entero participa de su gozosa alegría, y lo manifiesta alzando en su honor, catedrales, templos, ermitas. Si bien es cierto que todo lugar de culto va dirigido a Dios en Cristo, esto no obsta para que el pueblo cristiano sepa acudir indistintamente al Hijo y la Madre, porque los dos están inseparablemente unidos. Donde está el Hijo está la Madre. Y en la Madre, estamos todos sus demás hijos, nosotros, los seguidores de Jesús (Ap 12,17).
Se ha dicho, con verdad, que la Iglesia nace del costado abierto por la lanza, de Cristo, el Nuevo Adán, en referencia simbólica al primer Adán, y en clara alusión bautismal. Tomando carta de oficialidad en Pentecostés. Pero cuando la Iglesia comienza a gestarse es en la Anunciación, cuando María da su “Sí” incondicional a Dios (Lc 1,38).

LUGAR QUE MARIA OCUPA EN LA IGLESIA.
Pablo VI afirmó: “Ella es verdaderamente la madre de los miembros de Cristo, porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza”. (discurso de 21.XI.64, al concluir el Concilio Vaticano II.
María es para toda la Iglesia un modelo asequible y precioso de fe y caridad para toda la Iglesia, por ser, como dice el Concilio Vaticano II, “Miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia” (LG 53).
En ella encontramos una intercesora segura y muy valiosa. Vale leer, al respecto, la Redemptoris Mater. María es, podríamos decir, la vía corta para llegar a Cristo. Y todo, en razón de que es la Madre de Cristo. Su figura va asociada, íntima y necesariamente a Cristo. De ahí que su papel en la obra de la Redención sea único e irrepetible. Elegida por Dios para ser la Madre de Cristo resulta ser la mejor abogada de la Salvación que Cristo nos trae.

NUESTRA DEVOCIÓN A MARÍA.
En consecuencia, nuestro amor a María y nuestra devoción a Ella, no es algo pasado de moda, sino algo muy necesario e imprescindible. La razón es que, el amor y devoción a Ella nos lleva al mismo Cristo.
Esto lo ha sabido captar, social y antropológicamente, el pueblo cristiano. Basta ver que en los países donde, llegada la Navidad, se coloca “el belén”, toda la ternura que ello y su entorno conlleva, alcanza cotas inigualables. El pueblo cristiano está dotado de una sensibilidad extraordinaria. Contemplar al Niño recién nacido, en medio de tanta pobreza y soledad, hasta desembocar en la Pasión y la Cruz, nos lleva a adentrarnos en el Misterio sublime de un Dios que es todo amor y que “nos ha hecho sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia” (Ef 2,6)
Nos gloriamos, pues, de tener a la Virgen María por Madre. Y nos llenamos de gozo al ser sus devotos.

MARIA ES UNA INVITACIÓN A LA SANTIDAD.
Una de las cosas que más llaman la atención en María, es que se trata de una persona normal. Que siendo tan maravillosa, porque así Dios lo determinó, no alardea de su grandeza; pasa desapercibida, podría decirse. Y, sin embargo, de tal modo se ha metido en el corazón del pueblo cristiano que sin Ella el cristianismo no sería lo mismo. María es para todos un modelo de santidad, a la que todos estamos llamados. “Sed santos como vuestro Padre celestial es santo” nos dice Cristo ( Mt 5,48).

Difícilmente se puede llevar y cultivar una vida cristiana y espiritual sin el amor y la devoción a María. Ella es ejemplo de respuesta a la Palabra de Dios, que constantemente nos interpela. Ella es presencia de Cristo, y por consiguiente, la primera en estimularnos a la práctica y constancia de los sacramentos, que son la fuerza para el vivir cristiano. Y, en consecuencia, la mejor presencia y acicate para el cumplimiento de nuestros compromisos personales y familiares. Con ella a nuestro lado nunca nos faltará el mejor vino, como en las bodas de Canaá (Jn 2).