El secreto

Padre Pedro María Iraolagoitia, S.J.

 

Al día siguiente de haber venido el ángel, aparentemente todo era igual. María se levantó a la misma hora de siempre; su casita no apareció convertida en un castillo; su cama no tenía un dosel de damasco; al despertar no encontró una campanilla de plata para llamar a sus doncellas...

Todo era igual que siempre.
Sin embargo, todo era imponentemente distinto. Desde ayer, María era Madre de Dios.

Desde el momento en que Ella dijo: ''He aquí la esclava del Señor'' María comenzó a ser Madre de Dios desde aquella frase con la que lo aceptaba todo.

Claro que, para decir que sí, podrá haber empleado otra frase más resonante; podría haber dicho: ''He aquí la vara de José", o "He aquí el Arca de la Alianza".

María dijo: "He aquí la esclava del Señor". Y lo dijo dándole todo su sentido realístico a la frase.
María, la persona humana más "venida a más", no perdió la cabeza. No pensó ni por un momento en subir de categoría social. Sabía que era la mujer más excelsa del mundo entero, pero no sintió vergüenza de que la vieran fregar sus cazuelas, ir al lavadero o llevar el cubo de la basura.

Al día siguiente del ángel, aparentemente todo era igual. Sin embargo, María sabrá la noticia más sensacional de toda la historia.
No había periódico en Nazaret, ni había radio. Pero había un lavadero público donde se ventilaban todas las noticias, los comentarios. Cuando llegó María al lavadero con su balde y su ropa, las mujeres de Nazaret, entre el chapoteo de las ropas y él agua, repasaban las noticias y los pequeños chismes de siempre: que si fulanita y fulanito iban o no iban de novios formales, que si anoche se oyó una riña entre fulano y su mujer, que si habían llegado unos forasteros al pueblo...

En este momento, María podría haber soltado la noticia fantástica que había llegado al pueblo y a Israel y al mundo, el Personaje más grande de la historia. Que había llegado el esperado de las naciones, "el que había de venir''. María podría haber dicho lo que dijo poco después a su prima Isabel: ''Que la llamarían bienaventurada todas las generaciones". Pero no dijo nada. Ella sabía que aquello era un secreto. La Madre de Dios siguió frotando, aclarando y escurriendo.

Todo igual que antes. Ella no era sino la esclava del Señor. María nunca pensó que, por ser Madre de Dios, tendría que mantener un rango de vida más elevado.

En la vida humana luego resultaría que, para la que tiene muchos papeles en el banco: "no es digno" el barrer, "no está bien'' el fregar, "hace feo" el que la vean con el cubo de la basura...

María no sabía de estas otras dignidades, ni de esas categorías humanas. Pero pensaba que, por ser Madre de Dios, no tenía por qué "hacer feo" el barrer, el fregar o el salir con el cubo de la basura... ¿No era Ella la esclava del Señor?

Claro que a otra, si se le hubiera aparecido un ángel, se le habría ocurrido, muy obviamente, solicitar el cielo, o por lo menos, un chalecito con jardín, para poder sacar al Niño a tomar el sol; un "trousseau'' completo y digno para el Niño y para la Madre de Dios; y quizás, dos doncellas y una "nurse" para el Niño.

María no creyó necesario nada de esto; no creyó necesario sino decir: "He aquí la esclava del Señor".

Y es que María no supiera la inmensa dignidad con que estaba revestida desde aquel momento. Como buena piadosa israelita, Ella conocía muy bien todas las profecías acerca del Mesías y de la que había de ser su Madre.

Sabía que ella era aquella mujer cae Dios prometió en el Paraíso que sería la gran enemiga de la serpiente.
Sabía que Ella era la Virgen prometida por Isaías que concebiría y daría a luz un hijo cuyo nombre sería Emmanuel.

Sabía que Ella era la vara de la raíz de José.
Sabía que Ella era mucho más importante que las más celebres mujeres de la historia de Israel que Eva, Sara, Rebeca, Raquel, Ester, Judit.

Sabía mucho más: todo lo que le había dicho el ángel: que estaba llena de gracia, que el Señor estaba con Ella, que era bendita entre las mujeres, que su hijo era Dios.
María sabía muy bien la dignidad a que Dios la había elevado.
Pero no perdió la cabeza. No se puso el vestido de los días de fiesta, ni se cambió de peinado.

Era un secreto.
No le dijo en el lavadero, ni se lo dijo a las amigas, ni se lo dijo a sus familiares.
¿Y a José?
A todas las demás no le importaba el ocultárselo. Pero a José, ya era otra cosa. Además...
La tragedia comenzaba. ¿Se lo diría? ¿Cómo iba a decírselo?
Aquella tarde, también salieron juntos a dar una vueltecita. A María no le salía la conversación. José hablaba de su taller, de sus proyectos para el día de mañana...
María se daba cuenta de que ser Madre de Dios ya empezaba a exigirle dolores y sacrificios... No, Ella no le diría nada a José... Seria peor. Pero, dentro de unos meses... Iba a ser terrible.
Es muy duro tener un secreto. Sobre todo cuando es un secreto tan grande. José seguía hablando de sus planes para el futuro. María seguía pensando, no lo que sufría Ella, sino lo que iba a sufrir José cuando se notara...
¿Qué te pasa, María?... ¡Sí estás llorando!.
- No me hagas caso, José... Soy una tonta... No sé..., a veces me pongo a pensar...
- ¿Es que crees que no vamos a ser felices?
- No, José; con la ayuda de Dios seremos felices.
- Estoy segura, seremos muy felices.

Fuente: Legión de María