Soledad de María-Vs-La Dolorosa

Padre Fernando Torre, msps.

 

Algunas imágenes de María en su soledad no son sino una Dolorosa modificada: sin lágrimas, despojada de las siete espadas, sin los clavos y la corona del Crucificado; o también se representa a María como una Pietá (como la de Miguel Angel) pero sin el cadáver de su Hijo. A pesar de que algunas son verdaderas obras de arte y suscitan devoción, siguen siendo imágenes afligidas, melancólicas —hasta ojerosas— y un tanto deprimentes.
La Dolorosa expresa el grito de angustia y de dolor de una madre por su hijo que agoniza; la Pietá manifiesta la aflicción y la tristeza por el hijo muerto. Pero ¿eran éstos los sentimientos de María en los años de su soledad?
La Dolorosa o la Pietá representan a María en el Calvario y el sepulcro; es la Virgen del Viernes Santo. María, en los años de su soledad, es la Virgen de Pentecostés, que ha tenido la experiencia de la resurrección y ascensión de su Hijo y ha sido inundada por el Espíritu Santo.
Y esto no es principalmente cuestión de estética sino de teología y espiritualidad, pues esas imágenes revelan cómo hemos entendido y vivido el misterio de la soledad de María.
Ojalá hubiera artistas que con su inspiración —y una ayudita del Espíritu Santo— nos ofrecieran una imagen adecuada de María en la última etapa de su vida (somos sujetos de carne y necesitamos símbolos para acercarnos al misterio). Una imagen que infunda paz y esperanza. Con rostro sereno y actitud de gozosa expectación (pues anhela el encuentro definitivo con su Hijo). Una mujer judía (y no una “Madonna” italiana), mayor de 60 años, curtida por el tiempo y la cruz. Para comprender mejor el misterio, necesitaríamos dos imágenes: una en la que aparezca ella sola, en actitud de oración, y la otra en la que esté con los Apóstoles , como el día de Pentecostés.
Pero no basta con tener imágenes adecuadas; necesitamos comprender bien este misterio de María para poder vivirlo correctamente.
Expresiones
En muchos textos oficiales de los grupos que integran la Familia de la Cruz, al hablar de la soledad de María se utilizan estas expresiones:
 «el misterio de sus Dolores, especialmente los de su Soledad».
 «los dolores de su Soledad» .

Hablar así de la soledad de María se presta a ambigüedad o incluso a confusión. La primera expresión hace que los años de su soledad queden englobados en el misterio de sus dolores —que espontáneamente nos evocan los siete tradicionales—, cuyo culmen es el Calvario .
La segunda hace que esta etapa de la vida de la Virgen sea vista sólo como un período de dolor. Y aunque haya sido «la época más dolorosa de la vida de María» , no es el sufrimiento la principal característica de esa etapa.
Para hablar con precisión, deberíamos decir: «María en su soledad», «María en los años de su soledad», «la soledad de María»… Cuando hablamos de “soledad”, referida a María, indicamos un período de tiempo: «desde mi Ascensión hasta su muerte» , dice Jesús a Conchita.
Esta confusión también se refleja en los hechos históricos a los que aludimos al referirnos a la soledad de María: hablamos de la Madre «de pie, junto a la cruz» (Jn 19,25) o desandando el camino del Calvario (el via Matris).
También se recurre a otras dos experiencias de soledad: cuando Jesús adolescente se les perdió a sus padres en Jerusalén, y la ausencia del Hijo que la Madre sufrió el Sábado Santo. Pero estos dolores son experiencias totalmente distintas a lo que María vivió en los años de su soledad; la diferencia está en la resurrección de Jesús y la efusión del Espíritu Santo.
Después de la resurrección de Jesús todo es distinto. Distinto para la humanidad entera, para la Iglesia y desde luego para María. No intentemos hacer retroceder el tiempo para ubicar la soledad de María antes de la resurrección. Es una etapa que se inicia después de la ascensión de Jesús .
El dolor y la tristeza que María probó en los últimos años de su vida estaban transfigurados por la glorificación de su Hijo. Por eso, su dolor estaba henchido de esperanza y su tristeza tenía un imperturbable fondo de paz.
De no precisar los términos al referirnos a la soledad de María, nunca dejaremos de dar esa impresión de dolorismo y pesimismo que se percibe en algunos escritos de la Espiritualidad de la Cruz (y ojalá que sólo sea “impresión” y no realidad; y que sólo sea en los “escritos” y no también en la vivencia).
Dolores de parto
Al escuchar hablar de «soledad» de María, en muchos surge la idea de una persona débil, abatida y encerrada. ¡Qué equivocación! Cuando Jesús crucificado, agonizando, habla con María y Juan, no le está pidiendo al discípulo que cuide de su madre; al contrario, le está cargando a María el peso de la Iglesia. Por eso, a quien primero se dirige Jesús es a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Y después le dice a Juan: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). No es un gesto de delicadeza filial para con su madre sino un acto de paternidad responsable: Jesús encarga a María el cuidado de la Iglesia naciente .
En los años de su soledad, María sufre por diversas causas, y sufre mucho. Pero el dolor no es lo que tiñe esta etapa de su existencia terrena sino su maternidad . Por eso, al hablar de “dolores”, debemos decir que son los dolores de parto que ella experimentó al dar a luz a la Iglesia. Y los dolores de parto son —según dicen— totalmente distintos de los demás; no porque sean menos agudos sino porque al sufrirlos se tiene la certeza de que ese dolor es preludio inmediato de una nueva vida (cf Jn 16,20-22).
Además de usar palabras como dolor, tristeza, abandono, nostalgia…, habría que utilizar otras que nos ayudaran a entender mejor lo que María vivió en los años de su soledad: esperanza, alegría, fe, Jesucristo resucitado, ascensión, Espíritu Santo, evangelización, persecución, testimonio… ¡maternidad!
Con razón Jesús le dice a Conchita: «no creas que va a ser triste para la humanidad esta manifestación de María en su soledad» .
Madre de la Iglesia y de la humanidad
María cumplió la misión que Jesús le había confiado: ser la Madre de la Iglesia naciente y Madre de la humanidad . Con su fe sostiene la fe de los Apóstoles; comparte los dolores que su Hijo sigue sufriendo en cada hombre; ella acompaña al pueblo cristiano en su lucha por construir el Reino.
En sus años de soledad, María estuvo totalmente dedicada a sus nuevos hijos. Durante ese tiempo ella «alcanzaba las gracias del cielo para la naciente Iglesia» y para toda la humanidad.
Durante su soledad, María aguarda llena de esperanza el encuentro definitivo con su Hijo. Había dicho Jesús: «Volveré y los tomaré conmigo, para que donde esté yo estén también ustedes» (Jn 14,3). Ella tiene la certeza de la vida eterna prometida ; por eso alienta en los cristianos la esperanza de la propia resurrección y del triunfo definitivo de Jesucristo.
María sufre de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en cada uno de nosotros (cf Ga 4,19). Gran consuelo para ella sería que esa Iglesia, nacida de sus entrañas maternales, creciera y llegara a ser la comunidad creyente y misionera que Dios soñó. Que creciera en número, en extensión («hasta los confines de la tierra»: Hch 1,8) y sobre todo en santidad, hasta que cada cristiano pudiera decir, como san Pablo: «Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20) .

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