La Santísima Virgen María

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1. Su incomparable grandeza

        «Dios Padre reunió en un lugar todas las aguas y las llamó mar; reunió todas las gracias y las llamó María».[1] Por eso el ángel Gabriel saludó a María diciéndole «llena de gracia» (Lc 1, 28). María es la criatura más excelsa que ha existido y existirá, incomparablemente superior a todos los ángeles y a todos los santos juntos. ¿Por qué? Porque fue la criatura que Dios eligió para ser Madre de su Hijo Unigénito, la única criatura que amorosamente dio su carne y dio su sangre para que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad pudiese hacerse hombre en su seno. «Cuando la Iglesia entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación, piensa en la Madre de Cristo con profunda veneración y piedad. María pertenece indisolublemente al misterio de Cristo y pertenece además al misterio de la Iglesia desde el comienzo, desde el día de su nacimiento».[2]

        Por esa razón Dios la colmó de insignes privilegios, como el de ser Inmaculada desde el mismo instante de su Concepción en el seno de su madre Santa Ana; virgen perfecta y a la vez Madre; Madre de Dios y Madre espiritual de todos los hombres; Corredentora, Mediadora y Dispensadora de todas las gracias; Asunta al cielo en cuerpo y alma; Reina y Señora de los cielos y tierra; Madre de la Iglesia; etc.

2. Necesidad de alabarla

        San Agustín, ese gran admirador de las glorias de María, dice que «no bastarían para alabarla dignamente todas las lenguas de los hombres ni aun cuando todos sus miembros se convirtiesen en lenguas».[3]

        Frecuentemente debemos alabarla y suplicarle con estas palabras:

«Mientras mi vida alentare,

todo mi amor para ti.

¡Madre mía, Madre mía!

aunque mi amor te olvidare

¡Tú no te olvides de mí!»

         Nadie piense que se disminuye el honor que le debemos a Dios por el hecho de que honramos a su Madre:

– «La gloria de sus hijos son sus padres» (Pr 17, 6),
– «¿Quién ignora que el honor que se tributa a las madres redunda en gloria de sus hijos?» (San Alfonso María de Ligorio).[4]
– «No piense eclipsar la glo­ria del Hijo, quien ensalza mucho a la Madre» (San Bernardo).[5]
– «El amor a la Virgen me condujo sin que yo me diese cuenta, a conocer y amar a Jesús» (Siervo de Dios Ceferino Namuncurá).[6]

3. Madre de Dios

        Cuando la Virgen fue a visitar a su prima Santa Isabel, ésta la recibió con el saludo de «Madre de mi Señor» (Lc 1, 43). Es, por consiguiente, verdadera Madre de Dios, porque dio a luz a Dios.

        San Cirilo de Alejandría, el principal defensor de la maternidad divina de María decía: «Si alguno no reconociere a María como Madre de Dios, es que se halla separado de Dios».[7] Por eso el Concilio de Éfeso de­claró solemnemente: «la Santísima Virgen es Madre de Dios (“Theotokos”)».[8] ¿Por qué? Porque la Santísima Virgen con­cibió y dio a luz a la segunda Persona de la Santísi­ma Trinidad en cuanto a la naturaleza humana que el Verbo asumió en sus entrañas purísimas. «En efecto, Aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad».[9]

4. Su virginidad inmaculada

        María Santísima fue pues, verdadera Madre de Dios.

        Sin embargo permaneció «siempre virgen»,[10] a saber, «antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto».[11]

        Ya decía San Basilio: «Los que son amigos de Cris­to no soportan oír que la madre de Dios dejó alguna vez de ser Virgen».[12]

        Es cierto que los Evangelios hablan varias veces de los «hermanos de Jesús», pero en el lenguaje de los judíos «hermano» quiere decir «pariente cercano»; por eso jamás estos «hermanos» son llamados hijos de María, porque no son más que parientes cercanos a Jesús. También San Pedro llama «hermanos» (He 2, 29) a unas tres mil personas; ¡y no fue, evidentemen­te, porque la madre de San Pedro tuviera tres mil hijos!

        Pío IX, Papa, definió que la «bienaventurada Virgen María fue pre­servada inmune de toda mancha de culpa original en el primer instante de su concepción por singular gra­cia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género hu­mano».[13]

5. Madre de todos los hombres

        Jesucristo es el que trae a los hombres la gracia de Dios: «he venido para que tengan vida» (Jn 10, 10). La Virgen, por traernos a Jesucristo, nos ofre­ce la vida sobrenatural de la gracia. Por ello es la Madre espiritual, sobrenatural, de todos los hombres.

        «En el casto seno de la Virgen, donde Jesús tomó carne mortal adquirió también un cuerpo espiritual formado por todos aquellos que debían creer en Él. Y se puede decir que, teniendo a Jesús en su seno, María llevaba también en él a todos aquellos para quienes la vida del Salvador encerraba la vida».[14]

        Al pie de la Cruz la Virgen recibió el encargo de ser Madre de todos nosotros cuando Jesús le dijo, se­ñalándole a San Juan: «He ahí tu hijo» (Jn 19, 26). San Juan representaba allí a todos los hombres. «Ella continúa ahora desde el cielo cumpliendo su función maternal de cooperadora en el nacimiento y en el desarrollo de la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos».[15]

        María «es nuestra Madre en el orden de la gracia».[16] Mucho debemos amarla, que «quien ama a María, dichoso será» (Santa María Mazzarello). [17]

        Por ser Madre, y Madre buena, hemos de consa­grarnos a ella todos los días para que siempre nos aliente, nos eduque y nos proteja, rezando esta hermosa y antigua oración:

Bendita sea tu pureza
y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea,
en tan graciosa belleza.
A Ti, celestial princesa,
Virgen sagrada María
yo te ofrezco en este día,
alma, vida y corazón;
mírame con compasión;
no me dejes, Madre mía. Amén.

        También te puedes consagrar a Ella con esta oración:

¡Oh Señora mía! ¡Oh Madre mía...!
Yo me ofrezco todo a vos; y en prueba de mi filial afecto
os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua,
mi corazón, en una palabra, todo mi ser.
Ya que soy todo vuestro, ¡oh Madre de bondad!, guardadme
y defendedme como cosa y posesión vuestra. Amén.

        El lema episcopal de Juan Pablo II, «Totus tuus» (Todo tuyo) fue tomado de San Luis María Grignion de Montfort.[18]

6. Corredentora

        «La Virgen dolorosa participó con Jesucristo en la obra de la redención ofreciéndolo junto a la cruz como Víctima... como corredentora nuestra asociada a sus dolores».[19]

        «Al pie de la cruz, a cada instante, no hacía más que ofrecer con sumo dolor suyo y sumo amor a nosotros, el sacrificio de la vida de Jesús».[20]

        ¡Cuánto nos amó la Virgen! ¡Cuánto debemos amar­la nosotros! ¡Amor con amor se paga!

7. Asunta al cielo

        «La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminando el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial».[21]

        Por haber estado adornada de todas las virtudes, al ser «llena de gracia» (Lc 1,28), es ejemplo de todas las virtudes para todos los hombres.

8. Omnipotencia suplicante

        Ya en las bodas de Caná (Jn 2, 1-11), por pe­dido de la Virgen Santa, Jesús adelantó su hora e hizo su primer milagro. A partir de entonces la Santísima Virgen sigue siempre intercediendo por nosotros ante su Hijo. Por eso los Santos Padres y los Papas la lla­man «Omnipotencia Suplicante»[22] ya que es capaz de obtener de Dios todo lo que le pide en la oración. Los católicos nos dirigimos suplicantes a Ella «no porque desconfiemos de la misericordia de Dios, sino más bien porque nada confiamos en nuestra propia dignidad; y nos encomendamos a María para que su digni­dad supla nuestra miseria».[23]

        Debemos dirigirnos todos los días a la Santísima Virgen rezando sobre todo el Santo Rosario.[24] La misma Virgen en Lourdes y en Fátima pidió insistentemente que recemos el Rosario todos los días.

        Grande es la devoción que todo católico debe tener a la Virgen la cual siempre está rogando delante de Dios por nuestra salvación. «No podrá perecer ante el eterno Juez el que se haya asegurado la ayuda de su Madre».[25] «Es imposible que se pierdaquien se dirige con confianza a María y es por ella acogido».[26] Por eso como enseña Juan XXIII, Papa, «quien rehusa asirse a la mano auxiliadora de María, pone en peligro su salva­ción».[27] Digámosle siempre con San Bernardo:

Acordaos, oh piadosísima Virgen María,
que jamás se ha oído decir que ninguno
de los que han acudido a vuestra protección,
implorando vuestra asistencia
y reclamando vuestro socorro,
haya sido abandonado de Vos.
Animado con esta confianza,
a Vos también acudo,
¡oh Madre, Virgen de las vírgenes!,
y gimiendo bajo el peso de mis pecados,
me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana.
Oh Madre de Dios no despreciéis mis súplicas,
antes bien escuchadlas y acogedlas benignamente. Así sea.
[28]

9. Madre de la Iglesia

        La Santísima Virgen ha sido llamada Madre de la Iglesia. Por ser Madre de la Cabeza de la Iglesia, Jesucristo, es también Madre de los miembros de esa Cabeza, es decir, de nosotros, los cristianos. «Jesucristo, la Cabeza de los hombres, ha nacido de Ella; los predestinados, que son los miembros de esa Ca­beza, deben nacer de Ella...; una misma Madre no da a luz la cabeza sin los miembros, ni a los miembros sin la cabeza...; asimismo en el orden de la gracia, la Cabeza y los miembros nacen de una misma Ma­dre».[29] «En el Calvario comenzó María de modo particular a ser Ma­dre de toda la Iglesia».[30]

        Es normal que un hijo honre a su Madre. Por eso la Iglesia –hija de María– venera a su Madre bajo muchos títulos y advocaciones. Unos se refieren a los principales misterios o virtudes de su vida: la Inmaculada Concepción, la Natividad, el Santísimo Nombre, la Presentación en el templo, la Purificación, la Anunciación, la Visitación, Madre de Dios, Corazón Inma­culado, Nuestra Señora de los Dolores, María Auxiliadora, María Reina, la Asunción, Nuestra Señora de la Merced, del Rosario, de la Consolación, de la Divina Providencia, de la Misericordia, de la Paz, de la Piedad, de la Salud, de las Gracias, del Socorro, etc. Otras advocaciones toman el nombre del lugar donde se apareció o donde se le rinde culto, por ejemplo: Nuestra Señora de Lourdes, de Fátima, de Luján, de Itatí, del Valle, de Montserrat, de Pompeya, del Car­melo, del Pilar, de las Nieves, de Guadalupe, del Huerto, etc. Todos son títulos o advocaciones de la misma y única Virgen María, Madre de Dios y madre nues­tra. Llamémosla con el nombre que queramos: Ella siempre vendrá presurosa en nuestra ayuda como bue­na Madre que siempre ansía lo mejor para sus hijos.

         Y que siempre nos saludemos entre nosotros:

        ¡Ave María Purísima! ¡Sin pecado concebida!


[1] San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, 23.  
[2]
Juan Pablo II, Carta encíclicaRedemptoris Mater, 22.  
[3]
De Assumptione, PL: 40, 1145.  
[4]
Las Glorias de María, 5, 1.
[5]
Sermones in Assumptione Beatae Mariae Virginis, Sermo 1, vol. 5, p.231.  
[6]
Raúl Entraigas, El Mancebo de la Tierra, ed. Inst. Salesiano de Artes Gráficas, Buenos Aires, 1970, p. 175.  
[7]
Epístola 101, 4.  
[8]
Dz. 111 a.  
[9]
Catecismo de la Iglesia Católica, 495.  
[10]
Misal Romano, Plegaria Eucarística 1.  
[11]
Pablo IV, 7 de agosto del 1555, Dz. 993.  
[12]
Homilia in sanctam Christi generationem, n. 5, PG: 31,1468.  
[13]
Bula «Ineffabilis Deus», del 8 de diciembre de 1854: DS 2803.  
[14]
San Pío X, Carta encíclica «Ad diem illum»: ASS 453.  
[15] Pablo VI, exhortación apostólica «Signum magnum», 13-mayo-1967, AAS 59.  
[16]
 Concilio Vaticano II, «Lumen Gentium», VIII, 61.  
[17] Citado en: Alban Butler, Vida de los Santos, t. II, 3º ed. en español, México 1969, p. 298.  
[18]
Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, 233.
[19]
Pío XI, epístola «Apostólica Explorata res», 2-febrero-1923.  
[20]
San Alfonso María de Ligorio, Las Glorias de María.  
[21] Pío XII, Constitución Apostólica «Munificentissimus Deus», 1-noviembre-1950: Dz. 2333.  
[22] Cf. Gregorio Alastruey, Tratado de la Virgen Santísima, BAC, Madrid 1945, p. 771.
[23] San Anselmo.  
[24] Cf. el modo práctico de rezarlo en la página 220.
[25] San Pedro Damián.  
[26] Cf. San Anselmo: PL 158, 956.  
[27] Epístola «Aetate hac nostra», 27-abril-1959.  
[28] Obra Mariana de San Bernardo, preparada por Edmundo Banini, ed. Theotócos, Buenos Aires, 1947, p. 201.  
[29] San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción a María, 32.  
[30] San Alfonso María de Ligorio.

Fuente: iveargentina.org