La Virgen María, Nuestra Señora de la Piedad

Camilo Valverde Mudarra

 

La Virgen María es la Señora de la Piedad. Es la Piedad; bajo esta Advocación le reza y la sigue mucha gente y muchos artistas la han representado en sus lienzos y esculturas. Pero fue Miguel Ángel el que esculpió su extraordinaria obra llamada “Piedad”, en la que representó de modo maravilloso y delicadísimo, la serenidad clásica de la madre que recibe y sostiene en su regazo a su hijo exánime.

La piedad es una virtud que le cuadra con precisión a la Virgen María. La piedad es un sentimiento de compasión y misericordia, que induce a la ayuda y al perdón. Por eso, padece, sin decir ni una sola palabra, la actitud de zozobra y de dudas de San José ante su misterioso embarazo. Y sale corriendo hacia Isabel, al saber su nueva y tardía situación, para ayudarle y socorrerla en el trance. Ella vive llena de indulgencia y de favor a los que la rodean. Así, en Caná, en lugar de comer y beber, como es natural en una boda, está pendiente de la necesidad y es la única que nota la falta y acude presurosa a remediarla con el “no tienen vino”.

María, como madre se entroncó con Hijo; en esa simbiosis natural, vive ya el Evangelio. Jesús se conmueve frecuentemente ante las ne­cesidades de los hermanos y "siente compasión" por todos, en las carencias o en las precariedades (Mc 1,41; 5,19; 6,34; 8,2; Mt 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Lc 7,13). Todos recurren a él y le suplican: "¡Ten compasión de mí, Señor!" (Mt 15,22; 17,15; 20,30-31). Habiéndose hecho en todo semejante a los hermanos y habiendo experimentado en su propia carne la dureza del sufrimiento humano (Heb 2,17-18), acepta libremente morir en la cruz por- la redención del mundo. María llena de compasión y de condescendencia con los hermanos pecadores, seguro que se identificó con Jesús al narrar las tres parábolas, inmensa­mente bellas y significativas: la oveja extraviada, la dracma perdida (15,3-10), con la alusión a la alegría que causa en el cielo el hallazgo-con­versión, aunque sea de un solo pecador; y la tercera, de fina psicología paternal, muestra al hijo pródigo y libertino esperado afanosamente por su padre que avizora su retorno y al divisarlo de lejos, se llena de compasión, de piedad y corre a abrazarlo (Lc 15,1 32). Es la imagen más viva del amor ilimitado del Padre Celestial, que nos revela su infinita espera amorosa de modo incomparable y manifiesta amablemente su misericordia.

Es, en este contexto y por todas estas actitudes, por lo que María es la Bienaventurada. “Dichosa Tú, que has creído”(Lc 1,45). “Bienaventurada me llamarán, desde ahora, todas las generaciones” (Lc 1,48). “Dichoso el que cree y cumple la voluntad del Padre que está en el cielo” (Mc 3,35). "Dichosos los misericor­diosos, porque ellos alcanzarán mi­sericordia" (Mt 5,7). “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron” Es Bienaventurada porque encarnó la piedad y la misericordia. La divina misericordia, que viene a difundirse de generación en generación sobre todos los que lo invocan (Sal 54.72.78). San Pablo insiste en la absoluta gratuidad del don la misericordia divina, que se plasma ­en la redención realizada (Rom 9,16). Por la misericordia, por el ­amor con que nos amó, juntamente con Cristo, nos dio por madre a María, para manifestar a los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia y gran bondad para con nosotros. 

Madre de la Piedad, enséñanos a ser piadosos. Ruega por nosotros, que nos de su gracia, que, desde lo más hondo del corazón, aprendamos, de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo, la misericordia y la piedad con todos, que consuela a todos, con el consuelo que nosotros recibimos de Dios. Es ese ímpetu del amor misericordioso que en Cristo se derrama sobre los hombres. El ideal de santidad y de perfección al que Cristo llama a sus seguidores se concreta en las obras de misericordia espiritual y corporal, que son las for­mas más elevadas del amor al próji­mo, como lo muestra la parábola del buen samaritano (Lc 10,30-37).