María de sorpresa en sorpresa

Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

 

MADRE DE CRISTO

Qué duda cabe que María conocía las Escrituras. Por tradición, puesto que pertenecía a una familia profundamente religiosa. Por la asistencia asidua al culto y explicaciones correspondientes en la sinagoga. Y por convicción personal. 
Mujer creyente y practicante de una religión profundamente arraigada en la entraña misma del Pueblo, que daba personalidad y cohesión al Pueblo, donde nada se entendía sin referencia directa a Dios, María esperaba con ansias y fe profunda, como todos los judíos, la venida del Mesías prometido por Dios a nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal.
Lo que nunca podía imaginarse que ella era la Mujer que Dios había designado para ser la Madre del Mesías prometido y esperado. De ahí la enorme sorpresa que tuvo que llevarse cuando de pronto Dios le envía, como nos cuenta san Lucas en el primer capítulo de su evangelio, a su mensajero el Arcángel san Gabriel, Embajador de la más augusta Nueva.
Esa fue su primera sorpresa: la presencia del Ángel de Dios. La segunda tuvo que ser el saludo que le dirigió: “Llena de Gracia..., el Señor está contigo”. La tercera, el contenido central del Mensaje: Elegida para ser la Madre del Dios hecho Hombre.
Incluso, como si fuera poco, por el Ángel se entera del embarazo de su pariente Isabel. Y se pone en camino para atenderla en el parto.
Vale la pena advertir que, las cosas más sublimes suceden con la mayor naturalidad. Sin duda que la vida de María, al nivel más antropológico, cambió desde ese momento. Y sin embargo, en apariencia, su vida continuó con normalidad. Dios la guiaba. Dios actuaba en ella. Era la plenitud de los tiempos. Y se convierte en la Madre de Cristo.


MADRE DE LOS CRISTIANOS.

Fueron pasando los años. Cristo estaba en la plenitud de su vida. Sucede todo lo que sabemos por los Evangelios. Y nos encontramos con la escena, más dolorosa para María, por una parte, al ver morir a su Hijo en la cruz; y más gloriosa, por otra parte, para los cristianos. Es allí, al pie de la cruz donde recibe otra enorme sorpresa: Ser Madre de todos los cristianos, representados en la persona del apóstol Juan.
Precisamente, el mismo Juan nos cuenta en su Evangelio: “Estaban de pie junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena. Al ver a su madre y a su lado el discípulo a quien tanto quería, dijo Jesús: ‘Mujer ahí tienes a tu hijo’. Luego dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora la acogió el discípulo en su casa” (Jn. 19,25-27)
Podemos decir que, ahora, los sorprendidos somos nosotros. Por la entereza que tuvo al pie de la cruz. Y por el inestimable regalo que Cristo nos hizo al entregárnosla por Madre.
Cristo, que nos había dado horas antes el Mandato del Amor, lo estrena brillantemente cuando, en un gesto magnífico de amor, nos regala lo mejor que tenía: su propia Madre. 
No es tanto que nosotros cuidemos de Ella, sino que más bien es María quien nos cuida a nosotros, como Madre tierna y amorosa.
Es, pues, natural y sobre todo es justo, que los cristianos la honremos con tanto cariño. Y en devoción filial le consagremos los pasos todos de nuestra vida.


MADRE DE LA IGLESIA

Hay un detalle, en la muerte de Cristo, que a nadie ha pasado desapercibido y del que se ha escrito tanto. Como dice el Evangelio: “No le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua” (Jn 19,33).

Es un pasaje muy elocuente, con referencia, y de aplicación claramente bautismal. Del agua y del Espíritu, nacemos los cristianos: hombres y mujeres “nuevos en Cristo” (Jn. 3,3-7).

Cristo muere y resucita. Y el Bautismo es también morir y resucitar con Cristo, como elocuentemente lo expresa san Pablo en el capítulo seis de la Carta a los Romanos.

Ahora bien, María ha estado siempre unida a Jesús. María quiere activamente que ser realice la misión de su hijo: el Reinado de Dios, la salvación. Para eso aceptó, cuando la Anunciación, ser Madre de Cristo. Y cuando Cristo nos la entrega por Madre, no se opone; todo lo contrario.

Por eso, cabe aludir a otra sorpresa. Cuando el Sumo Sacerdote, “profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación sino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos...” (Jn 11,51), es claro que en los planes de Dios está que Cristo sea el centro de la unidad. Porque Dios quiere que “todo el que reconoce al Hijo tenga vida definitiva y lo resucite yo en el último día” (Jn. 6,40).

Pero no podemos olvidar que María está unida, en cuerpo y alma, a Cristo su Hijo. A su voluntad. A su amor redentor. En consecuencia, María es también causa de unidad para todos los cristianos, centro de unidad para todos sus hijos dispersos.

Finalmente, donde podemos ver también el sentido de su Maternidad universal, además de junto a la Cruz, es al estar presente en medio de los apóstoles, tras la ascensión de Cristo a los cielos (Act 1, 12-14). Su presencia es ejercicio directo de una maternidad universal. Por eso, en verdad, María es Madre de la Iglesia.