Mujer en Camino 

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Como Jesús está fuera de la competición, sin duda que María encabeza la lista de viajeros evangélicos. Siempre la encontramos en camino de un lugar a otro de Palestina, e incluso afuera de su país. 


Si los personajes del Evangelio hubieran llevado consigo algún tipo de podómetro, creo que María hubiera ganado en la categoría de caminante más incansable, con excepción de Jesús, por su puesto. Él estaba tan identificado con los caminos, que en una ocasión le dijo a sus discípulos: “Yo soy el camino” (Jn 14, 6). Él es el camino, no un caminante. 

Como Jesús está fuera de la competición, sin duda que María encabeza la lista de viajeros evangélicos. Siempre la encontramos en camino de un lugar a otro de Palestina, e incluso afuera de su país. 

Ella viajó de Nazaret a las montañas de Judea y regresó de nuevo tras visitar a su prima Isabel. Lucas nos hace saber que María se movió con rapidez: “María se marchó presurosa a una ciudad de Judea” (Lc. 1, 39). Más tarde, siguieron otros viajes: primero a Belén, al exilio clandestino en Egipto, luego a Jerusalén para la presentación en el templo, el cauteloso retorno a Judea bajo el consejo del ángel del Señor, y de vuelta otra vez a Nazaret. Hizo una peregrinación a Jerusalén , pero tuvo que rehacer el camino en busca de Jesús. Años más tarde, siguió a Jesús en medio de la multitud, para escuchar sus sermones conforme visitaba los pueblos de Galilea. Su peregrinaje la llevó finalmente al Calvario, al pie de la cruz. La admiración que Juan expresó en la frase “estaba de pie”, refleja su mayor acto de abandono al plan del Padre. 
En el icono de “ir hacia delante”, la encontramos sentada en el banquete del primer milagro; sentada, pero no quieta. Ella no podía permanecer pasiva. Tal vez no corría con su cuerpo, pero sí con el alma. María siempre estuvo en movimiento, yendo hacia arriba. Siempre aspiró a las alturas, desde el instante en que emprendió el viaje hacia las montañas, hasta el día del Gólgota, y el día en que fue con los apóstoles al cenáculo a esperar la venida del Espíritu Santo. 

Pero también descendió; Juan escribe que, después de la boda de Caná, “Jesús bajó a Cafarnáun con su madre” (Jn 2, 12). Sin embargo, el énfasis que el Evangelio hace en el verbo “subir”, en conexión con los viajes de Jesús a Jerusalén, sugiere también que el peregrinaje de María en la tierra simboliza todo el esfuerzo que conlleva un exigente viaje espiritual. 

Santa María, mujer en camino, cómo desearíamos ser como tú en nuestra agotadora carrera hacia la vida eterna. Al igual que tú, vamos como peregrinos por esta vida. Corremos más aprisa que tú, pero el desierto se traga nuestros pasos. Si caminamos por la nieve, nuestras huellas pronto se derriten. 
Forzados a caminar hacia delante, no podemos hallar un mapa que le dé sentido a nuestro deambular. Incluso con todas las autopistas disponibles, nuestra vida no parece ir a ningún lado, nuestras ruedas giran inútilmente y nos vemos estancados en el mismo punto. 

Danos un gusto por la vida; haznos saborear la emoción por las cosas. Responde maternalmente a nuestras preguntas acerca del sentido de nuestro viaje. Y si bajo nuestras pesadas llantas ya no ya no brotan flores como florecían bajo tus pies desnudos, ayúdanos al menos a disminuir la velocidad de nuestra frenética carrera, para así disfrutar su perfuma y admirar su belleza. 

Santa María, haz que nuestros caminos nos lleven a la comunión con tros, y nunca dejes que nos encerremos en nuestra soledad. Líbranos del ritmo frenético de la vida moderna y danos la paciencia de Dios, que nos hace ir más despacio y esperar por nuestros compañeros de viaje. Nuestro paso tan alocado nos empuja a pasar por encima de los demás. Quizás ganemos tiempo, pero perdemos al amigo que viaja a la par nuestra. La prisa inflama nuestras venas con el frenesí de la velocidad, pero deja nuestros dñias vacíos de ternura. Nos acelera, pero a diferencia de tus actos, no nos proporciona el sabor de la caridad. Nos priva del gozo de esos breves contactos que, para ser verdaderamente humanos, se derraman en cientos de palabras. 
Santa María, “signo de esperanza segura y consuelo de los peregrinos de Dios”, (Lumen Gentium, n. 68) haznos entender que debemos buscar las rutas de nuestros peregrinajes en los índices de la historia, y no en mapas geográficos; haciendo un viaje así, nuestra fe se incrementará. 

Tómanos de la mano y ayúdanos a descubrir la presencia sacramental de Dios en el hilo de nuestros días. Haz que lo reconozcamos en los sucesos de nuestro tiempo, en el pasar de las estaciones humanas, en los declives del poder terrenal, en el brillo matinal de la gente nueva, en la esperanza de la solidaridad que pende en el aire. 
Guía nuestros pasos hacia estos santuarios, para que podamos encontrar en las arenas movedizas las huellas del eterno. Restaura en nosotros el gusto por la búsqueda interior en lugar de nuestra intranquilidad como turistas sin rumbo. 
Si ves que nos resbalamos hacia un lado del camino, detente al igual que el samaritano y derrama en nuestras heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. Después, ponnos de vuelta en el camino. A través de la niebla de este “valle de lágrimas”, en todas nuestras aflicciones, vuelve nuestros ojos hacia las montañas desde donde viene nuestro auxilio. De esta forma la exaltación del Magnificat florecerá de nuevo en nuestros senderos, como sucedió en aquella lejana primavera, cuando subiste por aquellas montañas de Judea.