Las cuatro “perlas” de María

Jesús Carlos Chavira Cárdenas

 

En la corona de la Reina del Cielo, cuatro perlas describen su ser. Hoy, 8 de diciembre, la Iglesia Universal contempla una de ellas: su Inmaculada Concepción. Esta festividad no sólo se vive como escala en el camino de preparación a la Navidad, sino que este año ha quedado enmarcada en el segundo domingo de Adviento. 

María Inmaculada es la mejor «puerta» del Adviento de Dios a la Humanidad, es decir, de la venida de Dios a los hombres. Y el hombre de fe sabe que la contemplación cristiana del Nacimiento de Jesús, del Emmanuel, del Dios con nosotros, sólo se alcanza de la mano de María, su Madre. 

La llave de entrada a esa «puerta» es conocerla y amarla. Por eso, Semanario medita con usted no sólo una de las perlas de la «Puerta del Cielo», sino las cuatro perlas de la Mujer del Adviento que brillan como estrellas en nuestro caminar por el desierto de la vida, y nos guían hasta los brazos del Niño Dios: su Inmaculada Concepción, su Maternidad, su Virginidad y su Asunción en Cuerpo y Alma al Cielo. ¿O acaso podemos esperar al Salvador fuera del regazo de su Madre Inmaculada?


La “Mujer del Adviento”

Tras la fiesta de Cristo Rey se abrió la puerta a un nuevo año en la vida de la Iglesia; sus cinco primeras semanas son de Adviento: el tiempo mariano por excelencia del Año Litúrgico, tal como lo expresara el Papa Pablo VI en la Exhortación Apostólica Marialis Cultus: «Durante el tiempo de Adviento, la Liturgia recuerda frecuentemente a la Santísima Virgen: aparte de la solemnidad del día 8 de diciembre, en que se celebra la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, el domingo anterior a Navidad resuenan antiguas voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías, y se leen «episodios evangélicos relativos al Nacimiento inminente de Cristo».

La mirada se levanta

En su documento del 2 de febrero de 1974, el antecesor de Juan Pablo I y Juan Pablo II, puntualiza que la espiritualidad del Adviento es un compromiso para el creyente; por tanto, el hombre de fe no puede pasar indiferente ante la riqueza y el brillo que las «perlas» de María irradian durante este tiempo, desde el Cielo: «La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar ‘los ojos a María, la cual brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos’. Virtudes sólidas, evangélicas: fe y dócil aceptación de la Palabra de Dios, obediencia generosa, humildad sencilla, caridad solícita, sabiduría reflexiva, piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos, agradecida por los bienes recibidos que ofrece en el templo, que ora en la comunidad apostólica; fortaleza en el destierro y el dolor, pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor; vigilante cuidado hacia el Hijo, desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la Cruz; delicadeza provisoria, pureza virginal, fuerte y casto amor de esposa. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos, que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida. Y tal progreso en la virtud, aparecerá como consecuencia y fruto maduro de aquella fuerza pastoral que brota del culto tributado a la Virgen».

Más allá de las angustias

El hombre contemporáneo vive en un desierto donde, frecuentemente, es atormentado por las arenas de la angustia, «postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin confín, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea y hastío».

No obstante, la Virgen «viaja» por el desierto en busca de un lugar donde el Salvador pueda nacer, con actitud serena: «La victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte».

«La misión maternal de la Virgen empuja al Pueblo de Dios a dirigirse con filial confianza a Aquélla que está siempre dispuesta a acogerlo con afecto de madre y eficaz ayuda de auxiliadora; por eso, el Pueblo de Dios la invoca como ‘Consoladora de los afligidos’, ‘Salud de los enfermos’, ‘Refugio de los pecadores’, para obtener consuelo en la tribulación, alivio en la enfermedad, fuerza liberadora en el pecado; porque Ella, libre de todo pecado, conduce a sus hijos a vencer con enérgica determinación el pecado». 

La «Virgen de la espera»

Sobre el papel de la Virgen María en la venida del Señor, la Liturgia del Adviento ofrece dos síntesis en los prefacios II y IV de este tiempo, en el Misal Romano. En ellos, la «Virgen de la espera» enseña al hombre de buena voluntad a esperar a su Señor en oración, alegría y alabanza: «...Cristo, Señor nuestro, a quien todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres. El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al Misterio de su Nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza».

De esta forma, la Virgen Inmaculada fue, es y sigue siendo la «Mujer del Adviento». 

Mujer transparente desde el vientre de su madre
• J.C.Ch.C.


En nuestro País, durante mucho tiempo, fue costumbre que el 8 de diciembre se recibiera la Primera Comunión: los niños ofrecían a Jesús la blancura de sus corazones por medio de María; el dogma de su Inmaculada Concepción invita a conservar pura el alma, como la blancura, brillo y riqueza de una perla preciosa.

Así lo puntualizó el Papa Pío XII, en 1954, después de cien años de proclamado el dogma: «Mostrar a María exenta de culpa original desde el primer instante de su concepción, y jamás víctima del pecado, es una amorosa invitación a seguir, en la manera posible, el elevado ejemplo de conservar siempre pura el alma. Una vez regenerada por las aguas del Bautismo, ésta queda revestida de cándida blancura, pero con las malas acciones se separa del camino recto y se hace acreedora del castigo eterno, ¿y hay mayor desgracia que ésta? Lo capital para el cristiano es no ofender a Dios, no pecar, hacer que el alma viva siempre en Gracia. Los verdaderos hijos de María quieren ser semejantes a su Madre, y por eso deben combatir, entre las tentaciones, contra los atractivos del mundo, contra todo lo que pueda inducir a la culpa».

El dogma

La Inmaculada Concepción de María fue proclamada como «Dogma de Fe» el 8 de diciembre de 1854, por el hoy Beato Pío IX, en la Bula Ineffabilis Deus (Dios inefable), con las siguientes palabras: «Después de ofrecer sin interrupción a Dios Padre, por medio de su Hijo, con humildad y penitencia, nuestras privadas oraciones y las súplicas de la Iglesia, para que se designase dirigir y afianzar nuestra mente con la virtud del Espíritu Santo, e implorado el auxilio de toda la corte celestial e invocado con gemidos el Espíritu Paráclito, e inspirándonoslo Él mismo: para honor de la Santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra propia: Declaramos, afirmamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Beatísima Virgen María, en el primer instante de su Concepción, por Gracia y privilegio singular de Dios omnipotente, en previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original, ha sido revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles.

Por lo cual si algunos –lo que Dios no permita– presumiera sentir en su corazón de modo distinto a como por Nos ha sido definido, sepan y tengan por cierto que están condenados por su propio juicio, que han naufragado en la fe, y que se han separado de la unidad de la Iglesia». La Bula fue traducida a 400 idiomas y dialectos.

La Inmaculada en América

362 años antes de la proclamación del Dogma, fue celebrada la primera fiesta de la Concepción Purísima de María en el Continente Americano. Aquel 8 de diciembre de 1492, Cristóbal Colón mandó sacar «las armas y banderas, y disparar la artillería» en honor de la Virgen María, según narra don Antonio de Herrera, cronista de sus viajes.

Desde el primer día, la devoción española por la Inmaculada Concepción de María se había transmitido a toda la Hispanidad. Cuando Colón llegó al «Nuevo Mundo», puso por nombre San Salvador a la primera isla descubierta, y a la segunda, Santa María de la Concepción. A mediados del siglo XVI ya había cofradías en honor de la Purísima, en nuestro Continente. Una de ellas, la que crearon los Reyes Católicos en España, con el nombre de Santa Concepción de la Virgen María, Nuestra Señora Madre de Dios, pasó a América con el nombre de Nuestra Señora de la Concepción de Zacatecas, erigida en esa ciudad, el 12 de enero de 1551. 

La fiesta y sus orígenes 

La fiesta de la Concepción de María se remonta al siglo V, en Oriente. En sus comienzos, también se llamó la «Maternidad de Santa Ana», es decir, de la Madre de la Virgen María; por tanto, en esta celebración ya se profesaba su Concepción sin mancha.

Entre los siglos XII y XIII, San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, más otros teólogos y santos, dejaron en sus escritos los principios que fundamentan el dogma. San Anselmo, «Padre de la Teología Escolástica», advierte: «Era conveniente que, con aquella pureza de la cual no hay mayor debajo de Dios, resplandeciera la Virgen, a quien Dios Padre disponía dar a su Unigénito Hijo; a quien el mismo Hijo elegía para hacerla sustancialmente su Madre, y de quien el Espíritu Santo quería y habría de obrar de manera que fuese concebido y naciera Aquél, del cual Él mismo procedía». 

Por su parte, el Beato Raimundo Lullio, añade: «Quien concibe una mancha en la Concepción de María, es como si concibiera tinieblas en el sol».

En los inicios del cristianismo

Cabe destacar que ya desde los primeros siglos del cristianismo, la fe en la Inmaculada, aun sin ser formal y explícita, estaba comprendida en la fe de los creyentes. El llamado Protoevangelio de Santiago, escrito en el siglo II, clarifica que toda fealdad es excluida de María para que sea digna Madre del Señor, y con más razón esto vale para el alma; el mártir San Hipólito –hacia el año 235– que comparaba a Nuestro Señor con el Arca de la Alianza, hecha de leño incorruptible, menciona: «El Señor estaba exento del pecado, habiendo sido formado de un leño no sujeto a la corrupción humana, es decir de la Virgen y el Espíritu Santo».

Otras expresiones se encuentran en los escritos de los Santos Padres que confirman la fe primitiva en la pureza total y plena de María. San Ambrosio, al comentar el Salmo 118 se dirige al Señor con estas palabras: «Ven, oh Señor, en busca de tu fatigada oveja. No por medio de mercenarios sino Tú mismo; por medio de María, Virgen inmune, por la Gracia, de todo pecado».

Los Padres griegos especificaron este dogma antes que se hiciera en Occidente. En el siglo V, en Oriente, se formuló esta doctrina. San Cirilo de Alejandría, por ejemplo, escribió: «¿Quién oyó jamás decir que un arquitecto, después de haberse construido una casa, la ha dejado ocupar y poseer primeramente por su enemigo?». 

La Maternidad de María exhorta a la responsabilidad paterna
• J.C.Ch.C.

“Aquellas madres de nuestro tiempo que, aburridas de la prole y del vínculo conyugal, han envilecido y violado los deberes que se habían impuesto, levanten sus ojos a María y seriamente mediten la excelsa dignidad a la cual la Virgen elevó el gravísimo deber de las madres». Así puntualizó el Papa León XIII, en 1892, la urgencia de contemplar y vivir el dogma de la Maternidad de María, y añadió: «Los padres de familia tienen, verdaderamente, en San José un modelo preclaro de paternal y vigilante providencia; las madres tienen, en la Santísima Virgen, Madre de Dios, un ejemplo excelentísimo de amor, modestia, y perfecta fidelidad y, en fin, de Jesús, ‘que vivió sometido a ellos’ tienen los hijos de familia un ejemplo divino de obediencia, digno de que lo admiren, reverencien e imiten».

No hay oficio más grande

El dogma de la Maternidad de María comprende dos verdades: María es verdadera Madre, es decir, ha contribuido a la formación de la naturaleza humana de Cristo, con todo lo que aportan las otras madres a la formación del fruto de sus entrañas; María es verdadera Madre de Dios, es decir, concibió y dio a luz a la segunda persona de la Santísima Trinidad, aunque no en cuanto a su naturaleza divina, sino en cuanto a la naturaleza humana. 

«Un oficio más alto que éste (la Maternidad Divina) no parece posible, puesto que requiere la más alta dignidad y santidad después de Cristo; exige la mayor perfección de Gracia divina y un alma libre de todo pecado», escribió Pío XII, en el documento Fulgens Corona.

En las Escrituras

La Sagrada Escritura, por un lado, da testimonio de la verdadera divinidad de Cristo, y por otro, testifica también que María es verdaderamente su Madre. Juan la llama «Madre de Jesús» (2, 1); Mateo: «Madre de Él» –de Jesús– (1, 18; 2, 11, 13 y 20 12, 46; 13, 55); Lucas: «Madre del Señor» (1, 43). 

El Arcángel San Gabriel anuncia a María: «Sabe que has de concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, a quien le pondrás por nombre, Jesús» (1, 31); San Lucas dice también en la Anunciación: «Por cuya causa lo santo que de Ti nacerá, será llamado Hijo de Dios» (1, 32): San Pablo, en la carta a los Gálatas (4, 4), subraya: «Envió Dios a su hijo formado de una mujer». La mujer que engendró al Hijo de Dios, es la Madre de Dios.

Ya en la tradición de la Iglesia, los santos padres más antiguos, al igual que la Sagrada Escritura, enseñan la realidad de la verdadera Maternidad de María, con diversas expresiones. San Ireneo dice: «Este Cristo, como ojos del Padre, estaba con el Padre... Fue dado a luz por una Virgen».

La herejía y el Concilio

En los comienzos del siglo V se produjo un gran ataque contra la Virgen María, de parte de Nestorio, patriarca de Constantinopla: «No es lícito darle a María el título de Madre de Dios, Dios no puede tener Madre», señaló.

San Cirilo, Patriarca de Alejandría, encabezó la defensa de la verdadera fe y de la dignidad de María como Madre de Dios. Amonestó a Nestorio y dio cuenta al Papa San Celestino, quien convocó a un Concilio Ecuménico en Éfeso, donde se estableció presidirlo a San Cirilo, en el año 431.

El Concilio definió la Maternidad Mariana con la siguiente frase: «La Santa Virgen es Madre de Dios, puesto que según la carne ella dio a luz al Verbo de Dios hecho carne».

Este Concilio es conocido como el gran Concilio Mariano, pues su dogma destruyó la más grande herejía contra la Virgen, y puso la piedra angular de toda la Mariología.

La fiesta, establecida para el día en que el Concilio de Éfeso proclamó el dogma de la Divina Maternidad (11 de octubre), fue trasladada en la última reforma litúrgica, al 1 de enero, octava de la Navidad, para prolongar, como es tradición en la Iglesia, una semana entera las grandes fiestas, culminando en su «Octava» (ocho días después) con otra fiesta unida a la primera. En este caso, la gran fiesta del Nacimiento del Señor culmina con la celebración de su Santísima Madre. 

¿Qué es un dogma?
Desde siempre, las verdades de la fe reveladas por Jesús fueron enseñadas y transmitidas por su Iglesia. A través del tiempo aparecieron necesidades, desviaciones, errores; por lo mismo, la Iglesia debió exponer, rectificar, aclarar. 

Así nacieron los dogmas: verdades recibidas de Dios –no doctrinas humanas– que se exponen en palabras adecuadas y precisas –se definen– en el momento oportuno de la historia, según los designios de Dios que guía y gobierna a la Iglesia.

Por ejemplo, el dogma de la Inmaculada se proclamó en el siglo pasado, pero ya estaba contenido en las Sagradas Escrituras y en la Tradición. La Iglesia no hizo otra cosa que «sacarlo de allí» para definirlo en forma simple.

La palabra dogma deriva del griego, y desde antes de Cristo y hasta el siglo IV, significaba ley, decreto, prescripción, tanto por los autores profanos y filosóficos, como también en la versión bíblica de «los Setenta» del Antiguo Testamento, en los escritores del Nuevo Testamento y en la primitiva literatura griega.

En el siglo IV algunos autores, como San Cirilo de Jerusalén y San Gregorio de Nicea, dan el nombre de dogma solamente para las verdades reveladas. Durante el siglo V, este sentido específico fue adoptado por casi todos los autores cristianos, y es el que ha mantenido desde entonces y conserva hasta ahora. Son, entonces, Verdades de la Fe: depósito valioso que tiene la Iglesia.

Virginidad que la duda no pudo romper
• J.C.Ch.C.


En épocas no lejanas, la virginidad consagrada y el celibato sacerdotal, en la Iglesia latina, sufrieron el peor ataque de su historia. Pablo VI lo enfrentó y expuso ante ello la Virginidad de María. En el día de la Presentación del Señor en el Templo, de 1975, exclamó: «Ella, la Purísima, la Inmaculada, se sometió humildemente al rito de la purificación prescrito por la ley mosaica; custodia silenciosa de su secreto prodigio: la Divina Maternidad había dejado intacta su Virginidad, dando a ésta el privilegio de ser de aquélla el evangélico santuario. Aquí el hecho se hace misterioso, y el misterio poesía, y la poesía, amor, inefable amor. No ya un resultado estéril y vacío, no suerte inhumana, sino sobrenatural cuando la carne se ha sacrificado al espíritu, y el espíritu se ha embriagado del amor más vivo, más fuerte, más absorbente de Dios, y en el encuentro de hoy con María, la Virgen Madre de Cristo, se ilumina en nuestra conciencia la elección libre y soberana de nuestro celibato, de nuestra virginidad y también de ella, en su inspiración original, más carisma que virtud; podemos decir con Cristo: «No todos comprenden esta palabra, sólo aquellos a quienes es concedido» (Mt 19, 11). 

«Hay en el hombre –enseña Santo Tomás– actitudes superiores, para las cuales él es movido por un influjo divino», son los «dones», el carisma, que lo guían mediante un instinto interior de inspiración divina. ¡Es la vocación! La vocación a la virginidad consagrada, esa vocación una vez comprendida y acogida, alimenta de tal forma al espíritu, que éste se vuelve sobreabundante por realizarse mediante sacrificio –pero un sacrificio fácil y feliz– liberado del amor natural, de la pasión sensible. Por hacer de su virginidad una inagotable contemplación, una religiosa saciedad, siempre con sublime tensión y capaz, como ningún otro amor, de brindarse en la donación, el servicio, el sacrificio de sí mismo por hermanos, desconocidos y necesitados, precisamente, de un misterio de caridad. Esto es más para vivir que para explicar. Vosotros hermanos y hermanas inmolados a Cristo, bien lo sabéis».

El dogma

Todos los dogmas católicos trascienden la especulación pura, y tienen profundas y extensas consecuencias en la vida práctica y social; si no fuera así, sería tan sólo doctrina, y no vida, el cristianismo.

El dogma de la Virginidad de María quedó definido en el III Concilio de Letrán, celebrado por el Papa San Martín I, en el año 649, de esta forma: «Propia y verdaderamente la Madre de Dios, la Santa y siempre Virgen María, concibió sin semen viril, del Espíritu Santo, al mismo Verbo de Dios, y de manera incorruptible dio a luz». No obstante, la Iglesia afirma este dogma desde el Credo compuesto por los apóstoles.

Recientemente, la «Sociedad Mariológica Española», en su Compendio de Doctrina Mariana, explica: «Este dogma incluye la Virginidad de María ante la Concepción del Hijo de Dios, en su Concepción, en su Nacimiento, y después de éste. Se llama a esta prerrogativa, virginidad perpetua o perfecta. Son innumerables los documentos de los Concilios y de los Papas, tanto antiguos como modernos, que hablan de esta Virginidad inviolada, inefable y perpetua de María, por recoger solamente algunos calificativos. Y, en general, ven anunciada esta Virginidad en el Antiguo Testamento, y claramente afirmada en el Nuevo».

Tres estrellas

En Oriente, la extraordinaria belleza de los iconos expresan, con gran riqueza espiritual, las verdades de la fe. Y este dogma se encuentra simbolizado en tres estrellas sobre el manto de María: una, sobre el hombro derecho; otra, sobre la frente, y la tercera, sobre el hombro izquierdo. María, Madre de Dios, Virgen antes del parto, en el parto y después del parto.

En Oriente y Occidente, María, la Virgen de las Vírgenes, es invocada en los templos, aclamada en sus santuarios y alabada en las diversas Liturgias, a diario y más solemnemente en sus fiestas. Una de ellas está dedicada a honrar, meditar y glorificar la total entrega a Dios de la Virgen perpetua, es la llamada fiesta de la Presentación de María en el Templo, que se celebra el 21 de noviembre tanto en Oriente, donde tuvo su antiguo origen, como en Occidente, donde habiendo decaído un tanto su celebración, el Papa Sixto V decidió restaurarla, en 1585.

A pesar de ello, los ataques contra la Virginidad de María han continuado desde los primeros siglos del cristianismo, a la par de las palabras de San Jerónimo, que resuenan cuestionando: «Díganme cómo entró Cristo, cerradas las puertas, a donde estaban los Apóstoles para cerciorarles de la verdad de su carne resucitada, y les responderé cómo María, siendo virgen, engendró a Cristo, y después del parto, quedó tal». 

La Asunción de María abre nuevos horizontes
• J.C.Ch.C.


“Contra la soberbia racionalista, contra el satanismo de nuestra época, contra la impiedad, contra todas las idolatrías, la proclamación del Dogma de La Asunción vendrá a trazar, más honda y más clara, la línea divisoria de lo sobrenatural, entre el Reino de Dios y el reino de Satán. Será como decirles a los que quieran oír, en medio de la horrible confusión de ideas y de sistemas políticos y sociales, que han engendrado las más trascendentales revoluciones, desencadenado torrentes de sangre, en contraste con idílicas promesas. Por encima de todo, la luz de la vida eterna ha de abrirse camino, aunque sea a través de los más negros nubarrones.

Mirando al Cielo

El Dogma de La Asunción corporal de la Santísima Virgen, abrirá a todos los mortales esta magnífica perspectiva y pondrá en sus corazones la nostalgia del Cielo. Será la afirmación del orden sobrenatural cristiano con todas sus consecuencias. Dará a entender, con lenguaje expresivo de fe, qué hay «más allá» del sepulcro, y que la muerte para los que mueran en el Señor, no es el término fatal y absoluto de la existencia, sino el comienzo de una nueva vida feliz y bienaventurada que jamás tendrá fin.

Debemos mirar al Cielo y seguir el trazo de luz que la Santísima Virgen nos ha dejado en su gloriosa Asunción. Así lo hicieron los apóstoles, los mártires, los santos. Quienes fueron hombres como los demás, y lucharon contra los mismos obstáculos; tuvieron las mismas tentaciones y los mismos recursos, pero en algo diferían de modo extraordinario: meditaban, de continuo, en la Vida Eterna. Y de este pensamiento sacaban fuerzas para cumplir heroicamente con su deber; como el hombre vive de sus ideas, y según ellas ordinariamente determina sus operaciones, también nosotros debemos poner arriba nuestro anhelo, suspirar por la Patria verdadera. La esperanza nos hará olvidar las lágrimas y nos acercará a una acción valerosa».

Así termina Manuel García Castro su libro El Dogma de La Asunción, con la significación que tendría el dogma. Años después, el Concilio Vaticano II, señaló cómo el dogma es esperanza de la Iglesia que peregrina: «La Madre de Jesús, glorificada, ya en los Cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro».

Una fiesta, un poema

Por su parte, el Papa Pablo VI, reflexionó: «La solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al Cielo: fiesta de su destino de plenitud y bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y a la Humanidad la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final, pues dicha glorificación plena es el destino de aquéllos que Cristo ha hecho hermanos, teniendo en común con ellos la carne y la sangre».

La Liturgia del día de La Asunción de María, es todo un poema lírico rebosante de unción: en el alma del que la sigue, deja la impresión de algo bullicioso por la desbordante alegría que respiran todos los textos. La belleza, más que celestial de María; el solio estrellado del Hijo que la llama; las milicias celestiales que le salen al encuentro; diferentes órdenes de bienaventurados; la Trinidad que la invita; el pasmo de los ángeles que la contemplan levantándose como la aurora; las bendiciones y llanto de los hombres ante su partida; el regocijo de María que repite su cántico, profetizando que será llamada bienaventurada por todas las generaciones. Como un río henchido por las muchas aguas, va inundando el corazón del cristiano que en su meditación acompaña a María en su triunfo. Al término de su vida terrena, María Santísima por singular privilegio, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del Cielo. Mientras a todos los otros santos Dios los glorifica al término de su vida terrena, en cuanto al alma (mediante la visión beatífica), y deben, por consiguiente, esperar al fin del mundo para ser glorificados también en cuanto al cuerpo, María Santísima –y solamente Ella– fue glorificada tanto en cuerpo y como en alma. La Maternidad Divina exige La Asunción, porque la carne de Cristo es carne de María, dice un refrán teológico.

Dogma

El Dogma de La Asunción a los Cielos, consiste en que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen, cumplido el curso de su vida terrena, fue subida en cuerpo y alma a la gloria celestial. Este dogma fue proclamado por el Papa Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, en la Constitución Munificentisimus Deus.

De acuerdo con la Tradición de la Iglesia, San Germán de Constantinopla enseña la misma doctrina sobre la fiesta de la Dormición –que comenzó a celebrarse en Oriente en el siglo V– y la deduce de la Maternidad Divina, de su santidad y aun de la salud por Ella ejercida respecto de los hombres: «Tú, según está escrito, apareces en esplendor y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, del todo morada de Dios, de manera que por lo mismo se halla exento de la necesidad de disolverse en el polvo; transformando su Humanidad en una sublime vida de incorruptibilidad viviente, y muy glorioso, intacto y participante de la vida perpetua». 

Credo Mariano

¡María, Madre de Dios
y Madre nuestra, amabilísima!
Creo en tu Maternidad divina,
en tu perpetua Virginidad,
en tu Inmaculada Concepción,
en tu misión de Corredentora
junto a tu Hijo Jesús.
Creo en tu Asunción
y glorificación celestial en cuerpo y alma,
porque eres la Madre del Resucitado
e imagen de la Iglesia,
que tendrá su cumplimiento
en el retorno glorioso de Cristo.
Creo en tu Maternidad espiritual
que, donando a Jesús, nos engendra a la vida divina,
en tu Maternidad eclesial
porque precedes y acompañas a la Iglesia
en el camino de la fe y del amor.
Creo en tu Realeza universal,
en tu misión de mediadora y dispensadora
de toda Gracia y don que viene de Dios,
en tu presencia de amor
junto a cada una de las criaturas
como Madre, Auxiliadora, Consoladora.
¡Venga pronto «tu hora» oh María,
por el triunfo sobre toda la Tierra
del Reino de tu Hijo,
que es Reino de santidad, de justicia,
de amor y de paz!

Marcelo Morgante
Obispo de Ascoli-Piceno
Las Marcas -Italia

Fuente: Semanario, Arquidiocesano de Guadalajara, México