María, modelo para las madres de hoy

Arquidiócesis de Guadalajara, México

 

La figura de María recuerda a las mujeres de hoy el valor de la maternidad. En el mundo contemporáneo, no siempre se pondera este valor de manera justa y equilibrada. En algunos casos, la necesidad del trabajo femenino para satisfacer las exigencias cada vez mayores de la familia, y un concepto equivocado de libertad que ve en el cuidado de los hijos un obstáculo a la autonomía y a las posibilidades de afirmación de la mujer, han ofuscado el significado de la maternidad en el desarrollo de la personalidad femenina. En otros, por el contrario, lo importante es reducido al aspecto de la generación biológica, lo que impide apreciar otras posibilidades, muy significativas, que tiene la mujer para manifestar su vocación innata de maternidad.

En María podemos comprender el verdadero significado de la maternidad, que alcanza su dimensión más alta en el plan divino de Salvación. Gracias a ella, el hecho de ser madre no sólo permite a la personalidad femenina, orientada fundamentalmente hacia el don de la vida, su pleno desarrollo, sino que también constituye una respuesta de fe a la vocación propia de la mujer, que adquiere su valor más auténtico sólo a la luz de la alianza con Dios (Mulieris dignitatem, -La Dignidad de la mujer- n. 19).

Actitud de humilde servicio

Al realizar esa forma de cooperación tan sublime, María indica también el estilo mediante el cual la mujer debe cumplir concretamente su misión. Al respecto, el Papa Juan Pablo II ha expresado que, ante el anuncio del Ángel, la Virgen no manifiesta una actitud de reivindicación orgullosa, ni busca satisfacer ambiciones personales. San Lucas nos la presenta como una persona que sólo deseaba brindar su humilde servicio con total y confiada disponibilidad al plan divino de la Salvación. Éste es el sentido de su respuesta, «he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).

No se trata de una acogida puramente pasiva al llamado divino, pues da su consentimiento sólo después de haber manifestado la dificultad que implica su propósito de conservar virginidad, inspirado por su voluntad de pertenecer totalmente al Señor.

Después de haber recibido la respuesta del Ángel, María expresa inmediatamente su disponibilidad, conservando una actitud de humilde servicio: se trata del humilde y valioso servicio que tantas mujeres, siguiendo el ejemplo de María, han prestado y siguen prestando en la Iglesia para el desarrollo del Reino de Cristo.

Madre de Dios

Como madre, María fue la primera persona humana que se alegró de un nacimiento que marcaba una nueva era en la historia religiosa de la Humanidad. Dios Padre quiso una madre para su Hijo Encarnado, a fin de que naciera de modo verdaderamente humano. Al mismo tiempo, quiso una madre virgen, como signo de la filiación divina del Niño.

Para realizar esta maternidad, el Padre pidió el consentimiento de María. En efecto, el Ángel le expuso el proyecto divino y esperó una respuesta, que debía brotar de su libre voluntad. Desde el momento en que pronunció su «sí», el de su apertura al Plan Divino y a la vida, María se convierte en Madre de Dios. Este título es el más elevado que se puede atribuir a una criatura, y está totalmente justificado en María, porque una madre es madre de la persona del hijo en toda la integridad de su humanidad. María es «Madre de Dios» en cuanto Madre de «el Hijo, que es Dios», aunque su Maternidad se define en el contexto del Misterio de la Encarnación. 

Fue precisamente esta intuición la que hizo florecer en el corazón y en los labios de los cristianos, desde el siglo III, el título de Theotokos, «Madre de Dios». La plegaria más antigua dirigida a María tiene origen en Egipto y suplica su ayuda en circunstancias difíciles, invocándola como «Madre de Dios».

Cuando más tarde, algunos discutieron la legitimidad de este título, el Concilio de Éfeso, en el año 431, lo aprobó solemnemente y su verdad se impuso en el lenguaje doctrinal y de la oración.

Madre nuestra junto a la Cruz

Con la Maternidad divina, María abrió plenamente su corazón a Cristo y, en él, a toda la Humanidad. La entrega total de María a la obra de su Hijo, se manifiesta sobre todo al participar en su sacrificio.

Según el testimonio de San Juan, la Madre de Jesús «estaba junto a la Cruz» (Jn 19, 25). Por consiguiente, se unió a todos los sufrimientos que afligían a Jesús; participó en la ofrenda generosa de su sacrificio por la salvación de la Humanidad.

Esta unión con el Sacrificio de Cristo dio origen en María a una nueva Maternidad. Ella, que sufrió por todos los hombres, se convirtió en Madre de todos los hombres. Jesús mismo proclamó esta nueva Maternidad cuando le dijo desde la Cruz: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19, 26). Así quedó María constituida en Madre del discípulo amado y, en la intención de Jesús, Madre de todos los discípulos, de todos los cristianos.

«He ahí a tu Madre»

A la luz de la consigna que dirige Jesús al discípulo amado, se puede comprender el sentido auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, pues ese culto sitúa a los cristianos en la relación filial de Jesús con su Madre, permitiéndoles crecer en la intimidad con ambos.

El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su persona y la importancia de su papel en la obra de la Salvación; se funda en la voluntad de Cristo.

Las palabras «he ahí a tu Madre» expresan la intención de Jesús de suscitar en sus discípulos una actitud de amor y confianza en María, impulsándolos a reconocer en Ella a su Madre, la Madre de todo creyente. En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante relación de amor con él. Descubren, además, la alegría de confiar en el amor materno de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles.

La historia de la piedad cristiana enseña que María es el camino que lleva a Cristo y que la devoción filial dirigida a Ella no quita nada a la intimidad con Jesús; por el contrario, la acrecienta y la lleva a altísimos niveles de perfección.

Madre universal

Durante su vida terrena, María manifestó su maternidad espiritual hacia la Iglesia por un tiempo muy breve. Sin embargo, esta función suya asumió todo su valor después de la Asunción, y está destinada a prolongarse en los siglos hasta el fin del mundo. El Concilio Vaticano II afirma expresamente: «Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la Gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pie de la Cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos» (Lumen gentium, -Luz de las naciones- n. 62).

Ella, tras entrar en el Reino eterno del Padre, estando más cerca de su divino Hijo y por tanto, de todos nosotros, puede ejercer de manera más eficaz la intercesión materna ante el Espíritu que le ha confiado la Divina Providencia.

Intercesora y Abogada

A la intercesión sacerdotal del Redentor, Dios ha querido unir la intercesión maternal de la Virgen. Es una función que Ella ejerce en beneficio de quienes están en peligro y tienen necesidad de favores temporales y, sobre todo, de la salvación eterna: «Con su amor de madre cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros, hasta que lleguen a la Patria feliz. Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (Lumen gentium, 62).

Estos apelativos, sugeridos por la fe del pueblo cristiano, ayudan a comprender mejor la naturaleza de la intervención de la Madre del Señor en la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles.

El título de Abogada se remonta a San Ireneo. Al tratar acerca de la desobediencia de Eva y de la obediencia de María, afirma que en el momento de la Anunciación «La Virgen María se convierte en Abogada» de Eva. Efectivamente, con su «sí» defendió y liberó a la progenitora de la Humanidad de las consecuencias de su desobediencia, convirtiéndose en causa de salvación para ella y para todo el género humano.

María ejerce su papel de Abogada cooperando tanto con el Espíritu Paráclito, como con Aquél que en la Cruz intercedía por sus perseguidores (Lc 23, 34) y a quien Juan llama nuestro «Abogado ante el Padre» (1Jn 2, 1). Como Madre, ella defiende a sus hijos y los protege de los daños causados por sus mismas culpas.

Auxiliadora

Los cristianos invocan a María como «Auxiliadora» reconociendo así su amor materno, que ve las necesidades de sus hijos y está dispuesta a intervenir en su ayuda, sobre todo cuando está en juego la Salvación Eterna.

La convicción de que María está cerca de cuantos sufren o se hallan en situaciones de peligro grave, ha llevado a los fieles a invocarla como «Socorro». La misma certeza confiada se expresa en la más antigua oración mariana: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita» (Breviario Romano).

Como mediadora maternal, María presenta a Cristo nuestros deseos, nuestras súplicas, y nos transmite los dones divinos, intercediendo continuamente en nuestro favor.

Santuarios de amor

Los innumerables santuarios marianos esparcidos por el mundo testimonian las maravillas que realiza la Gracia por intercesión de María, Madre del Señor y Madre nuestra.

Al recurrir a Ella, atraídos por su ternura, también los hombres y mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y Señor de su vida. Sobre todo los pobres, probados en lo más íntimo, en los afectos y en los bienes, encuentran refugio y paz en la Madre de Dios, descubren que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia de la conversión y del seguimiento de Cristo. 

Éste es el mismo tesoro que las madres de ayer, hoy y siempre están llamadas a resguardar con su testimonio. Un ejemplo que, al imitar las virtudes de la Virgen, las convertirá en «santuarios vivientes del amor».

Fuente: Semanario, Arquidiócesis de Guadalajara, México