La Virgen María

 

San Epifanio

 

SAN EPIFANIO LA RETRATÓ MAGISTRALMENTE 
San Epifanio, nos ha dejado un espléndido retrato de la Virgen María que recogió de la tradición:

“No era alta, pero sí de una estatura poco más mediana; su tez algo bronceada por el sol de su tierra, como la de Sulamita (Ct 1, 6) tenía el rico matiz de las doradas espigas; su cabello era rubio; sus ojos, vivos, con pupilas de color un poco aceitunado, cejas perfectamente arqueadas y negras; nariz aguileña, de forma acabada; labios rosados; el corte de la cara; un óvalo hermoso; sus manos y dedos eran largos.

Era la más consumada expresión de la divina gracia en consorcio con la belleza humana; todos los Santos Padres confiesan a porfía y unánimes esta tan admirable hermosura de la Virgen. Pero el encanto de la belleza de la Virgen no era debido al cúmulo de perfecciones naturales: emanaba de otra fuente superior. Esto lo comprendió bien San Ambrosio, cuando dijo que tan atractivo exterior no constituía sino una gracia, a través de la cual se transparentaban todas las virtudes de su interior; y que su alma - la más noble, la más pura que jamás existió, después de la de Jesucristo- se revelaba enteramente en su mirada. La hermosura natural de María era solo un lejano reflejo de sus bellezas espirituales e imperecederas.

Entre todas las mujeres era la más bella, porque era la más casta y la más santa.

En todos modales de la Virgen reinaba la más encantadora modestia; era buena, afable, compasiva, y nunca mostraba enfado alguno contra los afligidos, al oír sus largas quejas. Hablaba poco, siempre al caso, y nunca mancilló sus labios con la mentira. Su voz era dulce y penetrante; y sus palabras tenían un no sé qué de bondad y consuelo, que infundían paz en las almas. 

Siempre la primera en velar, la más exacta en el cumplimiento de la ley divina, la más humilde; en fin, la más perfecta en todas las virtudes.

Ni una sola vez se la vio airada; nunca ofendió, ni causó pena, ni reprochó a nadie. Era enemiga de toda ostentación, sencilla en su vestir, sencilla en sus modales. 

Ni por asomo le vino el deseo de exhibir su hermosura ni su antiguo y noble abolengo, ni los tesoros que enriquecían su mente y su corazón.

Su misma presencia parecía santificar a cuantos la rodeaban, y su sola vista bastaba para desterrar todo pensamiento terreno.

Su cortesía no era simple fórmula compuesta de palabras vanas, era expresión de la universal benevolencia que brotaba de su alma. En fin, todo en Ella reflejaba a la Madre de Misericordia.

Fuente: Reina, Señora y Madre (Libro)