María, Madre de Jesús

Camilo Valverde Mudarra 


Según el misterioso plan salvífico, había llegado el momento de que una mujer, cumpliendo la voluntad de Dios, se constituyera en madre del Mesías y de la humanidad y modelo de la familia cristiana.

En el Nuevo Testamento, la criatura cumbre de Dios, la más fiel y cercana colaboradora de Jesús, escogida para coadyuvar en la obra de la salvación, es una mujer, María, la esclava de Yahvé, madre universal (Lc 1,26-38.42-49; 2,7.32-35; Jn 2,1-5; 19,25-27; Ap 12,1-6).

María es la criatura más excelsa en la historia del mundo entero. Fue elegida y designada por los insondables e inescrutables designios de la Divina Providencia para ser la MADRE de Jesucristo: “Salve, llena de gracia, el Señor es contigo” (Lc 1,26-38). La mayor dignidad y excelencia que un ser creado puede recibir es la maternidad de tal Hijo. Se le concedió la condición más eminente y ha sido señalada con la más alta deferencia y mérito de todo el orbe.

María es la Única entre todas las mujeres por su MATERNIDAD. El mérito y título mayor y más sublime es ser la MADRE de Jesucristo. Por ello, está adornada con los dones preternaturales y, desde toda la eternidad, posee el Favor y el Amor de Dios, “el Señor está contigo”, es la “llena de gracia”, la bienaventurada porque el Todopoderoso ha hecho maravillas en mí”. ¿Se puede pensar en mayores grandezas? Pero, es que ni es necesario.

María, madre de Jesús, pertenecía a la tribu de Judá y era descendiente de la familia real de David: Jesús preguntó a los fariseos: ¿Qué opináis del Cristo, de quién es hijo? Contestaron: De David (Mt 22,41). Era hija de Joaquín y Ana. Familia humilde, con escasos medios económicos, su vida transcurre entre la pobreza. 

María es una mujer hebrea, que nace en Israel un día de hace dos mil años, en una insignificante aldea judía. Es la mujer más célebre y renombrada de todo este tiempo transcurrido. No es un personaje de ficción ni es un ser sobrenatural, es una persona humana de carne y hueso, que creció y desarrolló su vida al extremo del Mediterráneo. Allí, en el Próximo Oriente, vio, como nosotros, salir el sol y venir la noche. Sintió frío y calor. Gozó el perfume y el colorido de las rosas, gustó del olivo y saboreó el naranjo. Acarició la brisa, oyó y palpó la lluvia. Llegado su momento, como era lógico y obligado en aquella sociedad, se desposó y se casó. Dio a luz un hijo varón precioso. Le puso el nombre de Jesús, lo crió y lo educó.

Su hogar fue uno más de aquella aldea. Ella cuidaba la casa, limpiaba, cocinaba y cosía; el marido trabajaba en sus labores y el hijo le ayudaba. Y, cuando aquel faltó, este fue su báculo y sostén. Pero, he aquí que, cuando tuvo treinta años, el niño le resultó predicador, algo prodigioso había en él. La madre lo había intuido, pues había ido guardando en su corazón infinidad de detalles, observando horas enteras sus reacciones y examinado cuidadosamente sus movimientos. 

A las autoridades, la actuación de aquel hombre extraño y revolucionario que no respetaba sus costumbres y status social, que arrastraba multitudes y que, contra el yavismo y judaísmo, difundía una doctrina “dura” y se proclamaba Mesías e Hijo de Dios, no les agradó en absoluto. Lo apresaron, ella lo sabía, lo esperaba, y, por fin, se lo mataron y precisamente en una cruz entre malhechores. Sin embargo, su vida no acabó en la crucifixión, sino que se produjo el hecho más sorprendente de la historia de la humanidad, al tercer día, resucitó. Es muy posible, que ella, muy de mañana, que ansiosa lo estaba esperando, lo recibiese en sus brazos; alegre lo besó y lo acarició. 

Así pues, esta es la razón por la que esta israelita de la aldea de Nazaret ha llegado a ser la más conocida, la más famosa mujer del mundo. Es la madre de Jesús Cristo, el Crucificado Resucitado, el Salvador, el Dios hecho hombre y que habitó entre nosotros.

Y, como “ex eterno”, esta sencilla mujer estaba destinada, en la mente de Dios, a ser su madre, al crearla evidentemente puso en su obra todo su mayor esmero. La dotó de un alma purísima, diáfana, llena de todas las gracias y virtudes; le proporcionó un cuerpo bellísimo, esbelto, sutil y perfecto. Es natural, había de ser la madre del Verbo Encarnado. Por eso, dice Tertuliano: «Imagina a todo un Dios ocupado y consagrado con manos, sentidos, obra, consejo, sabiduría, providencia y omnipotencia, y, sobre todo, con el afecto mismo con que trazaba los rasgos; lo que expresaba con el limo era pensando en su Cristo».

De la naturaleza de esta criatura, del cuerpo de María, iba a recibir Jesucristo su naturaleza humana con la que subirá a los cielos y vivirá eternamente. Este estado de íntima conexión de las dos naturalezas en Él será para siempre, será eterno. Así el Divino Creador forma el cuerpo de María con máxima solicitud y desvelo, ordenado a dar carne nobilísima a Nuestro Señor. 

Debió de haber un gran parecido entre el Hijo y su Madre. Si todos los hijos se parecen a sus padres, en este caso, las afinidades tenían que estar acentuadas en los genes maternos, como argumenta Santo Tomás de Villanueva: «En los otros hombres, los hijos son comunes al padre y a la madre y algo recibe del padre y algo de la madre, y de ambos resulta, como una tercera combinación o semejanza. Pero, en Cristo, no es así, porque todo era de la Madre, todo él había de ser enteramente semejante a la Madre, no sólo en la forma y aspecto, sino en las costumbres, palabras, porte, modales. Dios se hace, se labra su propia naturaleza humana al hacerse a su Madre».

Así pues, la naturaleza humana de Jesucristo unida hipostáticamente a la naturaleza divina de Dios se modeló por completo de María, Madre de Dios y Madre del hombre desde aquel feliz día en que tocando fin su “hora” pronunció desde la cruz: “Hijo, ahí tienes a tu madre”. ¡Qué milagro, qué maravilla! La humanidad, nosotros, yo soy hijo de tal Madre. Y, por ello, hermano de Jesús y, a su vez, hijo de Dios por la gracia santificante. Es algo increíble ciertamente, si no fuera porque lo confirma la palabra cierta de Aquel que murió en la cruz sin culpa alguna, sin haber cometido injusticia ni engaño en su boca (Is 53,9). Su sufrimiento expiatorio ha liberado a los hombres, que ahora serán el botín de su triunfo y de su victoria sobre el mal. El castigo es nuestro, pero el dolor será suyo. Se entrega y es entregado. Intercede y padece. Justifica y es justificado.

María, pues, es la MADRE de Jesucristo.