María meditaba en su corazon

Jean Lafrance

 

Todo creyente que se siente llamado a vivir de la oración incesante y a ser de esos
elegidos que gritan a Dios día y noche mira hacia la Virgen, sobre todo cuando descubre la
inaccesibilidad de la oración de Jesús. Pero al mismo tiempo experimenta que la Virgen es
un misterio de predilección y que no se acerca uno a ella sin ser atraído por Jesús y sin
haber recibido la gracia del Espíritu Santo. No a todo el mundo se le concede profesar un
amor total a María y hacer pasar por ella toda su vida de oración, pues es una gracia
inspirada por el Espíritu. Griñón de Monfort decía que el corazón de María era el oratorio en
el que deberíamos hacer todas nuestras oraciones. Tampoco está en nuestras manos
experimentar la presencia continua de María a nuestro lado, e incluso en nosotros mismos.
Es para gracia del Espíritu. San Mutien-Marie de Malonne decía que había pedido a María
que le acompañara en todo lo que hacía y que desde entonces la sentía presente a su lado.
Esto lo vemos en ciertos santos que han sido grandes amigos de la Virgen.
Pero hay que cuidarse mucho de no materializar demasiado esta presencia o de
imaginarla en un plano sensible. Cuanto más se hace sensible la Virgen a alguien, menos
deja sentir su presencia. Es esa una de las leyes fundamentales de la vida mariana,
aunque utilicemos expresiones como sentir, experimentar o percibir su presencia. Esta ley
podría enunciarse así: cuanto más entra María en la vida de un creyente y ocupa un puesto
importante en su oración y en su actividad, más es un "cero" para la experiencia sensible.
Ciertos días, quienes tienen esa experiencia se preguntan incluso si todavía "aman" a la
Virgen, sobre todo si han sentido intensamente su presencia al principio de su conversión
espiritual, lo que ocurre a muchos de ellos.
La razón de esta ausencia sensible estriba en la naturaleza misma de María y de su
acción. Ante todo, ella se eclipsa para dejar todo el puesto a su Hijo. Por eso los que han
decidido consagrarse por entero a María en su oración, su ser y su actividad no tienen que
temer en absoluto que vayan a quitarle algo a Dios, pues lo propio de María es eclipsarse
para dejar que Dios sea Dios en nosotros. «Cuando tú llamas "María", ella responde
"Dios"», dice Griñón de Monfort. Ella es una presencia diáfana y traslúcida.
Con todo, surge una cuestión. Puesto que esa presencia intensa es imperceptible para
los sentidos, es preciso tener de una manera o de otra una cierta conciencia de ella; de lo
contrario se reduce a una visión del espíritu o a palabras. Creo que, en realidad, la
percepción tiene lugar en un nivel distinto de la adhesión sensible; es también más activo,
pues afecta a nuestra actividad de oración. Cuando María se instala en la mansión de un
creyente, este le reza cada vez más, o incluso experimenta que María reza siempre por él.
Ocurre como con la presencia del Espíritu en nosotros; se le percibe sobre todo en su
oración y sus gemidos inefables. Es lo que pasa también con María, que tiene una gran
afinidad con el Espíritu Santo, como dice Griñón de Monfort: "Cuando el Espíritu Santo
encuentra a María en un alma, acude a ella y allí vuela". Experimentamos nuestro amor y
nuestra adhesión a María en el hecho de que la rezamos cada vez más.
ROSARIO: Pero esta oración no tiene nada que ver con efusiones sensibles; apenas osa
uno decirle a María que la ama, pues lo siente tan poco; pero, como los niños pequeños
hacen una señal a su mamá para llamarla en su socorro, así se le lanzan llamadas
frecuentes y reiteradas en la recitación del rosario. Volveremos con mucha frecuencia sobre
esta oración a María en el curso de nuestra meditación; pero ya desde ahora afirmamos
que es el atajo para unirnos a María y llamarla en ayuda nuestra como ella hubo de rezar
en el cenáculo cuando pedía a Jesús que enviara al Espíritu Santo. Vista desde fuera, esta
oración puede parecer sin sentido y paramente mecánica, y así lo es a menudo para el que
la practica, incluso con la mejor voluntad; pero es al mismo tiempo la oración de los pobres
y de los pequeños; y es sabido que es grata a la Virgen, pues utiliza las palabras mismas
de Dios para saludarla y proclamar su santidad. Muchas veces no se piensa en lo que se
dice, porque la gran volubilidad de nuestra mente nos distrae, sin embargo, uno se siente
contento de haber pasado media hora con la Virgen, lo mismo que se proporciona alegría a
un enfermo visitándole. Hay más. Al acabar un rosario, sobre todo si se reza completo, no
se es ya el mismo; algo ha cambiado en nosotros. Somos más pobres, más pequeños, más
anonadados; y, por tanto, estamos más cerca de la capitulación definitiva ante el amor de
Dios, que se instala en nuestro corazón.

Asi oraba María
Me he preguntado con frecuencia si no sería así como rezaba María. Sin
dada existe una diferencia fundamental entre su oración durante la vida terrena de Jesús y
su oración después de pascua. Cuando evocamos la vida de María no prestamos suficiente
atención al hecho estremecedor de la resurrección. Bossact decía que después de pascua
la vida de María fue un milagro permanente, pues llevaba un peso de gloria insoportable
para nuestra pobre humanidad; y afirmaba que la asunción no fue un milagro, sino el final
de un milagro.
Como en la vida de Cristo, los acontecimientos de su existencia adquirieron todo su peso
y densidad después de la resurrección, en el momento en que fueron objeto, primero de la
predicación, y luego cuando los evangelistas los consignaron por escrito. Lo mismo hay que
decir de todos los acontecimientos de la vida de María, lo que se denomina los evangelios
de la infancia: anunciación, visitación, nacimiento de Jesús, y los demás sucesos de su vida
oculta, sin olvidar su presentación en el templo. Esto no quita nada al carácter real e
histórico de aquellos acontecimientos, pero se convirtieron verdaderamente en objeto de
oración cuando María, una vez recibido el Espíritu de pascua, penetró en la inteligencia
espiritual de aquellos episodios de la vida de Jesús. Hubo de repasarlos en la memoria de
su corazón y trasformarlos en oración, según las palabras mismas del evangelista san
Lucas, que dice: María conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón (Lc
2,19.51). Se siente uno tentado a decir que la oración de María después de pascua fue una
meditación larga, intensa y profunda de los acontecimientos de la vida de su hijo en todas
sus etapas, lo que constituye el objeto mismo de la oración del rosario. A veces pienso con
humor que el fondo de la oración de María lo constituía el rosario; en la primera parte del
avemaría recordaba las palabras exactas pronunciadas por el ángel Gabriel, por Isabel, los
pastores, los magos, Simeón y Ana, mientras que en la segunda intercedía por la Iglesia
naciente, a fin de que Jesús encontrara fe cuando volviera a la tierra.
En Lourdes, Bernardita veía a María rezar el rosario y recitar la primera parte del Dios te
salve, Maria.
Antes de pascua, la oración de María debía asemejarse a la de Jesús niño y a la de todo
judío que frecuentaba asiduamente la sinagoga y subía cada año al templo de Jerusalén.
Hay que observar, sin embargo, que María, habiendo conservado su naturaleza original,
oraba naturalmente, sin percatarse de ello siquiera, como nuestros primeros padres fueron
colocados en el jardín del Edén para cultivarlo, es decir para hacer de toda su vida un culto
espiritual (tal es el sentido de la palabra cultivar). Tenían la posibilidad de rezar siempre y
de conseguir naturalmente lo que nosotros hemos perdido por la caída original. Igualmente,
María oraba como respiraba, y su vida entera era un culto dado a Dios. En una palabra,
oraba sin cesar. Sin duda no debía tener conciencia de ello, como cuenta Casiano a
propósito de aquel que llegó a la oración incesante: "Reza siempre, pero no tiene
conciencia de que reza".
Con el hecho de pascua se produjo un giro. Al menos es lo que Lucas nos da a entender
con los dos versículos que hablan claramente de la oración de María. Si Lucas nos
presenta dos recensiones de ello en términos casi idénticos, es precisamente porque
aquellas palabras nos dan la clave de la meditación de la Virgen. A mí me han parecido
siempre los dos versículos más importantes del evangelio a propósito de la oración de la
Virgen.

—El primero: Maria, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su
corazón (Lc 2,19).
—El segundo: Su madre guardaba fielmente todas estas cosas en su corazón (Lc 2,51).

Quizá convenga describir el cuadro en el que María vivió después del acontecimiento de
pascua. La encontramos desde la ascensión en medio de la comunidad de los once,
rodeados de los discípulos. Se encuentra pues, en el corazón de la Iglesia y asegura la
cohesión de sus miembros. Siendo la madre del Señor elevado a la gloria, y a causa de
esta proximidad, ocupaba un puesto privilegiado en la comunidad primitiva. Por lo demás el
mismo Jesús desde la cruz la había confiado a su amigo más íntimo, que la había recibido
en su casa. También san Juan debía ser considerado muy cercano al Señor, pues había
reclinado la cabeza en su corazón en la cena y había recibido sus últimas confidencias.
En aquel ambiente de fervor primitivo nacieron los relatos referentes a la anunciación, al
nacimiento y al crecimiento del Salvador. Lucas lo da a entender cuando dice que María
guardaba todas estas cosas en su corazón hasta el día, se entiende, en que se realizarían.
Los exegetas nos dicen que esos dos versículos presentan una ejecución apocalíptica, o
sea que evocan acontecimientos que han tenido ya lugar ciertamente, pero cuyo significado
último no se comprenderá sino después de la glorificación del Señor. En el momento en que
esos acontecimientos fueron anunciados o se realizaron, María no tenía intención de
referirlos, y menos aúno de consignarlos por escrito, pues era una mujer sencilla, pobre, sin
gran cultura, que, si bien sabía leer no estaba capacitada para redactarlos por escrito. Por
lo demás, eso no hubiera tenido ningún significado, ya que el Señor no había sido aún
glorificado. Si se me permite una comparación que guarda alguna proporción con el
acontecimiento de Cristo, a nadie se le hubiera ocurrido escribir la vida de Napoleón
cuando todavía era niño. Era preciso esperar a su entrada en la historia para interesarse
por sus orígenes, su crecimiento y su educación.
En cierto modo es lo que ocurrió con Jesús. Una vez que fue resucitado por el poder del
Espíritu y entronizado en la gloria del Padre en la ascensión, se comenzó a volver sobre los
acontecimientos del pasado y a ver en esos comienzos la fuente de su origen divino. María
pudo, pues, referir el hecho de la anunciación, que debió considerarse dentro del orden
normal de las cosas, visto lo sucedido con Jesús después de su muerte. Cuando se cree en
el poder que resucitó a Jesús de entre los muertos, no hay dificultad en creer en el origen
divino de Jesús, y sobre todo en que la fuerza del Espíritu se posó sobre la virgen María,
formando en ella el cuerpo de Cristo. Si se cree en la resurrección de Cristo porque es hijo
de Dios, hay que creer también que aquel hombre-Dios pudo nacer de una virgen. Así es
como nacieron los relatos de la infancia de Jesús.
Juan y Lucas debieron interrogar a la Virgen sobre aquel niño misterioso convertido en
Señor de la gloria; y ahí tiene su plena realización la doble indicación de Lucas sobre la
meditación de María en su corazón. Después de pascua, y sobre todo en pentecostés,
María debió guardar todos aquellos recuerdos en el silencio de su corazón. Pasó días y
días rumiándolos en todos los sentidos bajo la acción del Espíritu Santo, constituyendo
entonces el objeto de su oración, centrada toda ella en el Salvador. El Señor glorioso se
había convertido en el centro de su vida.
Las palabras del ángel Gabriel: Nada es imposible para Dios, adquirieron entonces su
plena revelación. En el momento de recibirlas, durante la anunciación, ella realizó aquel
acto de fe inaudito: Dios es capaz de hacer nacer a Jesús de su carne virgen, como lo
había sido de hacer nacer a Juan Bautista de una mujer estéril. Hoy veía ella su plena
realización en la resurrección de Jesús. El Espíritu es la omnipotencia de Dios, para el que
nada hay imposible.
Entonces la súplica de María se multiplicó. Ya en el tiempo de la anunciación suplicaba
ella, pues todo es posible a Dios; pero, después de pascua, el mismo Espíritu Santo se
adueñó de su súplica y le confirió una intensidad y una fuerza capaces de derribar
montañas. En estricto rigor, fue la súplica del Espíritu Santo en ella. Por eso nuestra
oración a María debe tener siempre como mira última la súplica, puesto que la Virgen es la
omnipotencia suplicante.
Así pues, María recogió en su oración todos los acontecimientos de la vida de Jesús tal
como los encontramos cuando rezamos el rosario. No hay duda de que también
reconsideró otros acontecimientos; pero lo esencial es que Jesús creció en su corazón por
la fe, lo mismo que Lucas afirma que él crecía en sabiduria, en estatura y en gracia delante
de Dios y de los hombres. A Teresa del Niño Jesús le complació particularmente
contemplar el misterio de la anunciación, porque en aquel momento Jesús había sido lo
más pequeño en el seno de María.
Así nuestro rezo del rosario se funde en la contemplación de María, y dejamos que Jesús
nazca, viva y crezca en nuestros corazones por la fe, lo mismo que comulgamos con sus
sufrimientos cuando rezamos el misterio de su pasión. De la misma manera, bajo la acción
del Espíritu es como rezamos los misterios gloriosos, en los que Jesús nos hace
experimentar el poder de su resurrección. Por tanto, los que rezan todos los días el rosario
siguen la escuela suplicante de María y dejan que la vida divina los engendre por Cristo,
que nace, sufre y resucita en ellos. Con ello, toda su vida está poseída por la vida de Jesús
y por su oración, de la que hemos hablado en el capítulo precedente.

Sumirse plenamente en la oración de Maria
Quienes se sienten llamados a consagrarse totalmente a la oración por el mundo a fin de
que el Hijo del hombre encuentre aún fe cuando vuelva a la tierra, deben sumirse
plenamente en la oración de María, la cual comenzó y acabó su vida en la oración
incesante. Sobre todo no han de intentar justificarse cuando les digan que esta oración es
utópica o que no basta rezar; no hay ninguna justificación que buscar, pues su vocación
viene de arriba y sólo el Padre puede decidir sobre esta vocación. No han de buscar
tampoco cómo orar ni cuánto tiempo han de orar, y menos aún si han de hacerlo mental o
vocalmente. Eso se les concederá en el momento debido. Unicamente han de consagrarse
a la oración, lo mismo que un cachorro se arroja al agua para salvar su vida. Si les
preguntan por qué rezar, por quién rezar, si tiene alguna utilidad rezar, limítense a
responder: "Yo rezo porque Dios es Dios y me lo ha pedido". Sobre todo que no busquen
rezar bien, de lo contrario no rezarán jamás; sino que busquen ante todo rezar siempre, sm
cansarse nunca, sin desanimarse.
¿Qué quiere decir sumirse totalmente en María? La respuesta nos la da san Luis Griñón
de Monfort al decir "que debemos hacer todas nuestras oraciones en el oratorio del corazón
de María". Esto supone que hemos descubierto ese oratorio y que habitamos en el corazón
de María, lo mismo que Juan acogió a María en su casa después de pascua. En otros
términos, es preciso que hayamos tenido la experiencia de la proximidad de María, de su
presencia a nuestra vera (como decíamos a propósito del hermano Mutien-Marie), pues ella
nos conoce a fondo e íntimamente, hasta el punto de que no necesitamos abrirle nuestro
corazón y que ella acoge el menor deseo y la más insignificante oración. Sencillamente
hemos de limitarnos a rezarla y a suplicarla apenas dispongamos de un momento libre. Con
ella vivimos la eucaristía, celebramos el sacrificio y bajo su mirada hacemos oración. En la
oración del rosario sobre todo es donde nos sumimos enteramente, no nos cansamos de
repetirlo, porque añadimos una multitud de otros misterios que el Espíritu nos inspira, por
ejemplo la meditación de los acontecimientos de la vida de Jesús en el corazón de María o
su asidua oración en el cenáculo. Me gustan especialmente las palabras de Jesús a san
Juan: He ahí a tu madre, sobre todo cuando interviene el Espíritu y nos hace gustar que
María es para nosotros una verdadera madre. También están las palabras de Jesús que
proclaman bienaventurada a su madre por escuchar la palabra de Dios y ponerla en
práctica. Todas estas expresiones alimentan nuestra oración y nos mantienen
habitualmente en compañía de María. Pero el fondo de nuestra oración, aquella a la que
volvemos como atraídos por una fuerza, es el rosario, sobre todo la segunda parte del
avemaría: "Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora
de nuestra muerte".
Algunos se preguntarán con razón si, al pasar enteramente por María, no le quitan algo a
Dios. Funcionamos a menudo en la línea de la distribución: hay que comenzar rezando al
Espíritu Santo para que nos conceda el don de la oración; volvernos luego a Cristo, que es
el único orante y que nos ha enseñado a rezar, y luego, como nos lo ha enseñado Jesús,
hemos de ponernos bajo la mirada del Padre, que ve en lo secreto para orar. Solamente
entonces comenzamos a rezar a María y le pedimos con frecuencia que se digna presentar
nuestras oraciones a su Hijo. Así se respeta la jerarquía de la oración.
Quienes han tomado la decisión de sumirse totalmente en la oración de María no
proceden de esa manera. No viven de acuerdo con un esquema de distribución, sino que
van directamente a María a rezarla. Saben muy bien que todas nuestras oraciones se
dirigen a Dios únicamente, pero no eligen; dejan a María el cuidado de dirigir su oración
como ella quiera y, sobre todo, como ella sabe, a cada una de las personas de la Santísima
Trinidad. Ella es la que ora con nosotros y por nosotros. En ella rezamos nosotros.
En el fondo de esta manera de rezar está también la convicción enunciada por Griñón de
Monfort: «Cuando rezas a María, ella responde "Dios"». María no retiene para sí ninguna
de las oraciones que se le dirigen, pues es pura trasparencia y sabe bien que todo don
perfecto viene, no de ella, sino del Padre de las luces del que provienen todas las gracias.
Los que rezan a María de este modo no se hacen todos estos razonamientos; tienen la
convicción de que María es la omnipotencia suplicante y que deben pasar por ella para
rezar al Padre. Lo hacen bajo la presión de un instinto que les es sugerido por el Espíritu
Santo y que les da la certeza de que esa es la buena manera de rezar y que no se
engañan.
Por lo demás, esta manera de rezar no es permanente. Puede que se nos conceda
algunos días, en los que podríamos repetir lo que afirmaba Teresa de Lisieux después de la
gracia que recibió al comienzo de su vida religiosa, que durante una semana vivió bajo el
manto de María y le parecía no encontrarse ya en la tierra, hasta el punto de que hacía las
cosas como si no las hiciera. Es lo que ocurre a quienes reciben la gracia de sumirse
totalmente en la oración de María. No están bajo su manto; pero están en su corazón, y allí
es donde hacen todas sus oraciones.
Esto puede durar más o menos tiempo; a veces, sólo algunos días, o simplemente el rato
de un momento de oración. Luego, ¡se acabó! Ya no se percibe la presencia de María;
parece lejana. En ciertos momentos se pregunta uno si la sigue queriendo o qué ha podido
hacer para no percibir esa oración a María. No tenemos por qué reprocharnos nada; no
depende de nosotros, sino de Dios, que nos otorga esta gracia cuando quiere y como
quiere. Él es libre de no devolvérnosla. Es esta una ley de la vida de oración: hay que vivir
en la alternativa sin imponer a Dios nuestras ideas, sino acogiendo con alegría y acción de
gracias lo que nos da cuando quiere.
Semejante gracia puede ir seguida de un período de sequedad o de otra gracia. De golpe
sentimos que estamos bajo la mirada del Padre, del que procede todo don perfecto, y
abrimos las manos para acogerlo todo sin saber muy bien por dónde comenzar, si por dar
gracias o por suplicarle. Verdaderamente la oración del Espíritu es imprevisible; hemos de
esperarlo todo, sobre todo lo inesperado.
Esto nos enseña a no tomar demasiado las riendas de nuestra oración, sino a dejarnos
guiar por Dios mismo y por su Espíritu, como él quiere y cuando él quiere. Creo, sin
embargo —aunque no pretendo estar en lo cierto—, que esta guía en nuestra oración, y
sobre todo en los detalles de nuestra vida, es también una gracia que nos viene de María,
por no decir del Espíritu Santo. Los que se lo han dado todo a María y se han consagrado
enteramente a ella deben esperar que ella intervenga como ella sabe y cuando lo desee.
Nosotros no somos ya dueños de nuestra vida. Es María la que se encarga de guiarnos,
como el piloto releva al capitán en el gobierno del barco cuando hay que atravesar el canal
de Suez.
Lo que ha de tranquilizarnos y darnos una alegría y confianza absolutas es saber que
estamos en muy buenas manos y que nada malo puede acontecernos. Pero cuidemos de
no resistirle, sobre todo en las cosas pequeñas y en los consejos cotidianos. Debemos
obedecer a la menor indicación de la mano de la Virgen; de lo contrario hará que sintamos
nuestras resistencias y desobediencias. Es una gracia grandísima dejarse guiar así por
María, sobre todo en la oración y en la vida, porque nos damos cuenta de que no
solamente nuestro obrar está marcado por su huella, sino que el fondo mismo de nuestro
ser se ha vuelto enteramente mariano.


Jean Lafrance
DÍA Y NOCHE
Paulinas. Madrid 1993. Págs. 37-49


Fuente: mercaba.org