María Madre de la Iglesia

Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

 

María junto a la Cruz de su hijo. 

El Evangelio de san Juan dice: “Estaban de pie junto a la Cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena. Al ver a su madre y a su lado al discípulo a quien él quería, dijo Jesús: Mujer ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora la acogió el discípulo en su casa” (Jn. 19,25-27).
Este gesto de Jesús agonizante va mucho más allá de la simple y justa preocupación por dejar a su Madre a buen recaudo. Es convertirla en Madre de toda la Iglesia, representada de modo provisional y vicario en Juan, mientras llega el día de Pentecostés cuando la Iglesia se hará oficial por la venida, guía y santificación, del Espíritu Santo.

Universal maternidad de María.

¡Qué momento más sublime y grandioso el que Cristo elige para convertir a su Madre en Madre de toda la Iglesia! El momento cumbre de la Redención, cuando está, víctima sobre el altar de la Cruz, ofreciéndose en gesto de vaciamiento total de sí mismo al Padre.

Es mucho más que un acto de piedad filial del Hijo hacia la Madre. Se trata de hacer nueva la Creación. Se trata de un nacer nuevo y para siempre a la dimensión de la salvación.

Cristo está muriendo en la Cruz y de su costado brota, como dice el evangelio sangre y agua. Todo un simbolismo de redención y purificación. Toda una referencia expresa al bautismo.

“Hay que nacer de nuevo”, le había dicho Cristo a Nicodemo (Jn 3, 3-7), en alusión directa al bautismo. Por el bautismo del agua y del Espíritu, nacemos los cristianos como hombres y mujeres “nuevos en Cristo”.

Madre siempre unida al Hijo. 

Era natural que María, unida siempre a Cristo, fuera testigo y protagonista directa de este nuevo nacimiento, donde ella, y ese es su auténtico bautismo, el de su maternidad, se convierte en Madre de toda la Iglesia.

Se inaugura así el Reino de Dios. La salvación es ya realidad tangible. En la misión del Hijo colabora estrechamente la Madre. Hasta ahí le ha llevado su fe, amor y entrega total a Dios.

Pierde un Hijo, ella sabe que no, ya que resucitará al tercer día, y gana un sin número de nuevos hijos: toda la Humanidad, nacida por la muerte y resurrección de Cristo.

A Cristo le costó horriblemente este momento: “Si es posible, pase de mí este cáliz”, había exclamado en el huerto de Getsemaní. Pero el cáliz no pasó. Y acepta la voluntad del Padre. Y muere en la Cruz.

Espiritualmente hablando, María pasa también por todo este proceso de agonía y resurrección al pie de la Cruz. Y acoge como hijos, con maternal ternura, a toda la Humanidad. A partir de ahí, todos somos hijos de María.

María, Madre de la Iglesia.

Cuando el Papa Pablo VI proclama a María “Madre de la Iglesia”, en realidad no hace ni descubre nada nuevo. De siempre el pueblo cristiano tenía la conciencia diáfana de que María es la Madre de la Iglesia.

Es sabido que el Concilio Vaticano II evitó darle este título porque María no ha engendrado a la Iglesia, no está por encima de la Iglesia. Es miembro, después de Cristo el más cualificado, de la Iglesia. María está en la Iglesia, es la primera cristiana. 

La “Redemptoris Mater” (n. 24) se expresa así: “Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la Cruz significan que la maternidad de su madre encuentra una ‘nueva’ continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia, simbolizada y representada por Juan”. 

En Juan, que la toma como madre propia, todos los creyentes tomamos también a María como Madre nuestra.

Muerte sacrificial.

La muerte de Cristo en la Cruz es al mismo tiempo Eucaristía. Cristo se ofrece al Padre como víctima propicia por toda la Humanidad. Es acción de gracias también por poder llevar nuevamente al Padre tantos hijos dispersos. La Cruz se convierte así en árbol florecido de vida. 

La vida cristiana comienza en la Cruz. El Bautismo, fuente y manantial de vida eterna, comienza en la Cruz, llega a su madurez responsable en la Confirmación, y se plenifica en la Eucaristía.

La Eucaristía es el sacramento cumbre y centro de la vida de la Iglesia. De tal manera que, donde no hay Eucaristía no hay vida cristiana. Igual que sin Cruz no hay Resurrección.

Por otra parte, la Eucaristía abarca dos aspectos complementarios: es sacrificio y es banquete.

Cristo realiza su sacrificio en la Cruz como víctima de salvación universal. Se sacrifica por toda la humanidad. 

Pues bien, ese sacrificio se perpetúa en el tiempo y se actualiza en cada altar donde la comunidad celebra el sacramento de la Eucaristía. No son distintos sacrificios. No son dos sacrificios. Es el mismo, único, e irrepetible. En la Cruz, fue cruento. En el altar, es incruento. 

Es también banquete. Banquete cultual en el que participa toda la Iglesia, representada por la comunidad que participa en cada celebración eucarística.

La carta a los Hebreos dice: “¡Cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!” (Hbr 9,14). Y un poco más adelante añade: “Cristo se ofreció una sola vez para borrar los pecados de todos” (Hebr 9,29).

El Sacrificio de Cristo en la Cruz se convierte al mismo tiempo en banquete. Él, que es la Víctima, es también el alimento, el banquete en plenitud. 

Banquete de gozo, de alegría. De acción de gracias, en definitiva, que eso significa Eucaristía.

Qué tengo que hacer para salvarme.

Fue la trascendental pregunta que Nicodemo hizo a Jesús: ¿Qué tengo que hacer para salvarme?”.

Cristo le respondió que tenía que “volver a nacer” (Jn 3). Nicodemo lo tomó al pie de la letra. No entendió el lenguaje metafórico. Pero en vez de levantarse, y escandalizado marcharse, insistió. Y entendió la respuesta que Cristo le estaba dando.

A la distancia del tiempo, para nosotros en cierto modo es más fácil entender, porque hay toda una perspectiva histórica y vivencial de los mismos sacramentos.

Y así, sabemos que la Eucaristía es Sacramento de plenitud y de vida. Centro de la vida misma de la Iglesia. Sacramento que, como todos los demás, nacen del amor entrañable de Cristo desde lo alto de la Cruz.