María irradió la Alegría

Padre Tomás Rodríguez Carbajo


María conocía como nadie el poder misericordioso de Dios, que se había, concretizado en la Encarnación. Ella ante el misterio se queda atónita y perpleja, pero no por eso pierde la calma.
No deja pasar ninguna oportunidad para conocer mejor a Jesús, su Hijo, por eso "guardaba todo en su corazón".
Ella conocedora de la Sagrada Escritura esperaba con ansia la hora de la Salvación.
Ella consciente de su predilección para ser la Madre de Dios quiere abrir las puertas de su alma e irradiar la gran alegría, que le embargaba, prorrumpe en un canto lleno de alegría, el Magníficat. Era un preludio del Reino que pregonaría su Hijo más tarde.
Su extraordinaria exquisitez de valorar todo lo que hacía por muy pequeño que pareciese era motivo para que las personas, que la rodeaban, se cuestionasen y tuvieran una cierta envidia por la paz y felicidad, que en su actuar se traslucía.
Ella solicita en medio de la fiesta de bodas, hace que su Hijo adelante la hora para manifestar su poder con el milagro. Jesús regala vino, signo de la alegría, generosidad. María entre bastidores hizo que no decayera aquella alegría de fiesta, y que los recién casados no quedasen abochornados por la escasez en un día para ellos tan señalado.
En las horas duras de orfandad, que siguieron al drama del Calvario, María era un gozoso aglutinante para aquellos apóstoles, que se habían ido a la desbandada.
La alegría desbordante, que le proporcionó su Hijo Resucitado, supo traspasarla a aquel pequeño grupo de desconcertados Apóstoles, ellos recibieron ánimos en aquella espera del Espíritu Santo.
La auténtica alegría emana del estado de gracia y, como bien que es, no puede encerrarse, sino que tiende a comunicarse, de ahí que María, la llena de gracia, siga irradiando alegría a manos llenas a todos aquellos que se le acercan.