Mujer valiente 

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Desde el instante en que el Ángel Gabriel le dijo, “No temas”, María enfrentó la vida con una increíble fortaleza de espíritu. Se convirtió en la “madre de nuestra era”, símbolo para todos los tiempos.

Ella también tuvo que enfrentar el miedo: miedo a no ser comprendida, miedo a la malicia humana, miedo por la salud de José, miedo por la suerte de Jesús, miedo de quedarse sola... ¡Cuántos miedos!

Si construyéramos un santuario dedicado a “Nuestra Señora del Miedo”, todos podríamos refugiarnos en él. Todos nosotros, como María, hemos experimentado ese sentimiento tan humano que claramente marca nuestras limitaciones.
Todos sentimos temor: temor al mañana, temor a que un amor cultivado durante años termine de forma inesperada, temor por el hijo que se va arrastrando por la vida y ya ronda los treinta años, temor por la hija menor de la casa que anda hasta muy tarde fuera de casa, tomando y que se niega a habla de lo que siente. Sentimos miedo por nuestra salud que se quebranta, a la ancianidad, la noche, la muerte...

De esta forma en el santuario de “Nuestra Señora del Miedo”, rezando ante María que se ha convertido en “Nuestra Señora de la Confianza”, cada uno de nosotros recobraría las fuerzas para seguir adelante. Podríamos recordad los versos de un salmo que María debió de haber recitado varias veces: “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú estás conmigo... durante toda mi vida...” (Sal. 23, 4; 6)

María es pues “Nuestra Señora del Miedo”, pero no de la resignación. Nunca bajó los brazos en señal de retirada, ni los alzó en señal de rendición. Ella se abandonó sólo una vez: al pronunciar su fiat, y ofrecerse como esclava del Señor.

Desde entonces, ella respondió siempre con increíble determinación, avanzando contra corriente y venciendo dificultades nunca vistas que hubieran paralizado a cualquiera. Apenas acababa de enfrentar los trabajos de tener que dar a luz en un estable, y ya tuvo que huir a Egipto para escapar de la persecución de Herodes.. Escuchó la profecía de Simeón, cargada de temerosos presagios. Soportó los trabajos de una vida pobre, de la cual treinta años fueron de silencio; después vio a Jesús marcharse de su lado, mientras cerraba el taller de carpintería, cargado de aroma a barniz y de recuerdos. Angustiada por las noticias acerca de su Hijo, lo siguió hasta el Calvario, donde, desafiando la violencia de los soldados y la burla de la multitud, tomó con valentía su lugar al pie de la cruz.

María soportó una difícil prueba, marcada por la muerte de su Hijo y el silencio de Dios. Su prueba no tuvo escenas tiernas y nunca escatimó el sufrimiento. Esto explica la antífona que a veces se canta en Viernes Santo: “Oh, vosotros que pasáis, deteneos y ved si hay sufrimiento mayor al mío” (Lam. 1, 12).

Santa María, mujer valiente, en una homilía dada en 1979 en la basílica de Nuestra Señora de Zapopan, Juan Pablo II esculpió el más hermoso monumento que el magisterio de la Iglesia haya erigido jamás a tu tenacidad humana. Él dijo que tú te mostraste como modelo para “aquellos que no aceptan con pasividad las circunstancias adversas de la vida personal y social, y no son víctimas de la “alienación”.

No te resignaste a sufrir injusticias; tú luchaste. Afrontaste obstáculos con los ojos abiertos. Reaccionaste directamente a tus dificultades personales y te rebelaste contra las injusticias sociales de tu tiempo. Tú no fuiste una mujer sacarina, como te retratan algunas imágenes de devoción. Saliste a las calles y enfrentaste ahí los peligros, sabiendo que tus privilegios como Madre de Dios no te protegerían de la violencia de la vida.
Santa María, en las tres horas de agonía al lado de la cruz, absorbiste las aflicciones de todas las madres de la tierra; danos algo de tu fuerza. Consuela a aquellas mujeres que, en la intimidad de sus hogares, sufren cualquier tipo de abuso. En nombre de Dios, defensor de los pobres, ayuda a aquellos cuya dignidad se ve amenazada o pisoteada. Ayúdalos a alzarse contra la crueldad y la injusticia. Alivia los dolores de todas las víctimas de la violencia y la opresión.

Santa María tú obtuviste la palma del martirio en el Calvario, aun sin morir, anímanos a permanecer firmes ante cualquier adversidad. Ayúdanos a llevar la carga de nuestras luchas diarias, no con desaliento, sino con la serenidad de los que saben que Dios los sostiene en la palma de su mano. Si nos sentimos tentados a desesperarnos, porque ya no aguantamos más, ven a nuestro lado. Siéntate junto a nosotros en nuestra desolada acera y pronuncia una y otra vez tus palabras de esperanza.

Así, confortados por tu presencia, te invocaremos con la plegaria más antigua en tu honor: “Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no desatiendas nuestras súplicas, sino que líbranos de todo peligro, oh gloriosa y siempre virgen María”. Amén

Fuente: materunitatis.org