En
mi viaje a Roma del mes de agosto tuve ocasión de saludar a
Juan Pablo II y, como es frecuente en él, me regaló un
rosario. No se trata de nada valioso materialmente: es un
rosario sencillo; su valor es sentimental, por provenir del
Papa, y sobre todo simbólico. Con él, el Pontífice ponía
en mis manos -así lo entiendo yo- un arma extraordinaria
para el desarrollo de la diócesis y para el crecimiento de
las tareas pastorales.
El mes de octubre, que acabamos de comenzar, se dedica
tradicionalmente a la devoción del Rosario. Según se mire,
resulta una oración extraordinariamente sencilla o
extraordinariamente valiosa. Como en tantas cuestiones
humanas, hay que huir de las simplificaciones. Algunos
pueden considerar el Rosario como un acto de piedad
rutinario y sin trascendencia; y puede serlo realmente en
algún caso. En otros, en cambio, será fructífero y
valioso; dependerá de quien lo rece y de cómo lo haga.
Como ya os decía no hace muchos meses, los actos de la
virtud de la Religión tienen el valor de la fe, esperanza y
caridad que cada uno ponga al ejercitarlos. La misma
Eucaristía, cuyo valor objetivo es infinito, a algunos
aprovechará mucho y a otros muy poco. Si aprendemos y enseñamos
a rezar bien el Rosario, tendremos un gran instrumento
evangelizador y un fácil camino hacia la piedad cristocéntrica.
Para ello, cada uno buscará los modos más adecuados de
conseguirlo. Pienso que meditar brevemente los misterioso o
hacer una corta reflexión antes de comenzar su rezo, puede
ser de gran utilidad. También serviría una catequesis al
inicio del Rosario, que fuese desgranando, en días
sucesivos, el contenido de los Misterios. Por supuesto,
rezarlo con pausa y claridad es condición para su
aprovechamiento, como ocurre con cualquier oración vocal.
Al igual que en cualquier empresa, las buenas soluciones
cuestan esfuerzo y trabajo. La solución cómoda de
prescindir del Rosario, no arreglaría nada y llevaría a
perder el hilo de religiosidad de mucha gente: que se trata
de reforzar, no de romper.
El Rosario bien rezado centra la atención de la persona en
Jesucristo. Mueve el corazón a imitar ese Modelo que es,
para todos, Verdad y Camino. Ayuda a confiar más plenamente
en Dios, a través de Nuestra Madre Santa María. Sirve de
desahogo a las inquietudes y angustias interiores, que se
van calmando con el rezo pausado y el abandono en manos de
la Virgen. Lleva a la mente a la contemplación de los
misterios de nuestra redención. Y sobre todo, ejercita el
alma en los numerosos actos de amor y de fe que, con
esperanza, se encierran en el Padrenuestro, las Avemarías y
el Gloria Patri.
Las innumerables bendiciones y recomendaciones de todos los
Pontífices de este siglo -por no referirme a otros-,
aseguran el valor grande del Rosario; refrendado por la práctica
multisecular y las revelaciones particulares que, a ese
respecto, se encierran en las modernas apariciones marianas.
Con mi bendición y afecto.