Lo que significa ser Madre

Padre Ramón Aguiló sj.

 

Querida Madre de todos, María. Yo, como todos los hombres y las mujeres que existen, han existido y existirán en este mundo, he tenido un madre maravillosa. La recuerdo cada día en mis oraciones. Y supongo que así lo hacen también los demás, principalmente los cristianos.
 
ALGO EXCLUSIVO DE LAS MADRES. Yo no voy a insistir ahora en esa relación totalmente inexplicable de lo que sienten las madres. Ellas saben perfectamente que, después de unos meses, van a dar a luz a un hijo o a una hija. Todavía no se lo han comunicado a nadie, pero ellas ya conocen que algo vivo está creciendo en su seno. Los hombres no tienen esta experiencia, los papás ni saben, ni pueden recordar esa inexplicable realidad de la fusión de dos células que da origen a un embrión humano. 
 
Las mamás comienzan a serlo nueve meses antes de nuestro nacimiento. Y desde el primer momento ellas experimentan una íntima relación amorosa con aquel ser que se va a llamar “Juan” o “Antonio” o “Luisa” o “Ester” o... Después llegará el día del parto, palabra que se transforma en la de “dar a luz”. Y la mamá comienza a sufrir, y a veces parece que va a morir. Los dolores embargan su cuerpo y su alma. A veces hasta llega a llorar, a gemir. Tu Hijo tan querido, Jesús, supo valorar esta realidad tan real y tan trágica, que es el camino, “la puerta abierta” para un ser que llega al mundo. Jesús dijo estas expresivas frases: “En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. LA MUJER, CUANDO VA A DAR A LUZ, ESTÁ TRISTE, PORQUE LE HA LLEGADO SU HORA; PERO CUANDO HA DADO A LUZ AL NIÑO, YA NO SE ACUERDA DEL APRIETO POR EL GOZO DE QUE HA NACIDO UN HOMBRE EN EL MUNDO”.  
Todo esto es exclusivo de las mamás. Pero en tu caso, María, la realidad fue más hermosa, más alegre, más espiritual, más divina. 
 
TÚ ERES LA MADRE DE DIOS. Cada vez que hablo contigo, María, recuerdo muchas cosas de tu vida. Recuerdo que Tú estabas en una casita de la ciudad de Nazaret en la famosa Galilea. Vivías tranquilamente con tus papás, Joaquín y Ana. Y Tú de pequeñita habías ido al grandioso templo de Jerusalén, y habías ofrecido toda tu vida a Yahvé. Fue el día de tu presentación en el Templo. Tu ofrecimiento equivalía a una aceptación de la castidad perfecta, de lo que significa la virginidad total para toda la vida. 
 
Tú viví as en Nazaret tranquila, consagrada a tu Dios. Tus papás te querían mucho. Y veían en tu personalidad algo excepcional, que no podían saber en qué consistía. 
 
Tu destino era desconocido para ellos, para todos tus parientes y también para Ti misma. Pero algo sucedió inesperadamente, cuando el Sacerdote Zacarías, esposo de una tal Isabel, tuvo una visión en el templo y se quedó mudo. Un ser superior le había avisado de que su esposa Isabel, a pesar de su edad avanzada, sería madre de un niño, al que se le impondría el nombre de Juan. Este niño fue después Juan, el Bautista, el predicador de la penitencia por los pecados, el precursor de tu Hijo Jesús, que sería el Mesías esperado por el pueblo de Israel. Juan fue un hombre austero, fuerte, formado en el desierto. Hablaba con mucha dureza al pueblo, preparándolo para recibir dignamente al que estaba por llegar, el Salvador, “Yo no soy el que pensáis. Está por llegar...Preparaos...”. Y cuando vió al joven Jesús, lo señaló a los que le rodeaban: “Este es el Cordero que quita el pecado del mundo”.  
Vivías tu juventud tranquila, alegre, María. Pero un día experimentaste una gran sacudida proveniente del espíritu y del amor a Dios. Tenías un compromiso de amistad con aquel hombre silencioso, santo, que trabajaba de carpintero para ganarse la vida. Pero esto no fue un obstáculo para que te sucediera lo que te sucedió.
 
LA LLAMADA DE DIOS. Seguramente aquel día te encontrabas sola, orando o trabajando en los quehaceres domésticos en tu hogar de Nazaret. Y de pronto tuviste una aparición inesperada. Un ángel se te manifestó y te habló. 
 
Y te dijo con gran respeto: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Tú, María, te has sentido conturbada por la excelencia de aquel saludo, y te preguntabas qué podía significar. Entones aquel Ángel que tenía por nombre Gabriel te desveló una gran verdad, una enorme y preciosa voluntad de Dios. Y te dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trno de David su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”.  
Tú, María, no supiste cómo unir virginidad con ser madre. Y el ángel te explicó que el que nacería de Ti sería llamado “HIJO DE DIOS”. Porque nacería por una acción del Omnipotente. Entonces Tú aceptaste, exclamando con una gran sinceridad: “He aquí la Esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra”.  
Aquel día tan íntimo tan maravilloso comenzó tu camino por el mundo, como Madre de Jesús. Es decir, como Madre de Dios (Zeótokos, dicho en griego). (Ver Evangelio de San Lucas, capítulo 1)