La Virgen María en el Nuevo Testamento.

Evangelio de San Lucas

Camilo Valverde Mudarra 

 

 

El evangelio 

San Lucas, nacido en Antioquía, es médico, hombre culto que se desenvuelve muy bien en la lengua griega. Su evangelio es, en el aspecto literario, el mejor estructurado y el más elegante de los cuatro. Los autores sagrados no se proponen construir una obra literaria consumada, sólo intentan llevar a todos los hombres la palabra redentora y salvadora de Jesucristo, por lo que amoldan su estilo a la lengua y expresión común. Entre sus fuentes, el testimonio directo de la Santísima Virgen María fue ciertamente de enorme valía para este evangelista. Esta es la razón por la que, de todos los libros de la Biblia, el III evangelio es el que aporta más contenido mariano. Los textos más importantes son la Anunciación y el Magnificat.

1.- La Anunciación: Lc 1,26-38 

Vino a una virgen que se llamaba María: Concebirás y darás a luz un hijo… El espíritu Santo vendrá sobre ti…Hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 26-38). 

Con respecto al nombre de "María", como es lógico, dada su importancia y su significación, los estudiosos han apuntado hasta unas sesenta etimologías. De tal conjunto, señalamos las que parecen más probables: Mara: hermosa, ser bella (Miryam), exaltada; de la raíz ra'ha: ver, ser vidente; y de Mar, y Mari: señora.

Llegado el momento, para hacerse Dios presente a los hombres en el mundo, vino el ángel Gabriel y se acercó a una virgen que dará a luz un hijo a quien ella pondrá el nombre de Emmanuel (Is 7, 14) y escogió a María de Nazaret para tan altos designios, anunciándole: Salve, llena de gracia, el Señor es contigo… Otras versiones, en lugar de la palabra “salve”, emplean, en la salutación, el término “alégrate”, que etimológicamente procede del término griego “jaire”. Tal vez, lo normal será pensar que el Ángel usó la misma lengua que María hablaba y la saludó con el “Shalom” hebreo. No emplearía la lengua griega ni tampoco el saludo latino de “Ave”, ni el “Salám” del árabe. No hemos de pensar en un simple saludo, sino en una invitación exhortativa a la alegría. 

“María debe alegrarse, dice E. Martín Nieto, pues es la primera destinataria de la Buena Noticia que Dios va a anunciar al mundo a través de ella, la llegada del Mesías. Este “alégrate” evoca el texto de Sofonías: “Salta de júbilo, hija de Sión; alégrate hija de Jerusalén, porque tu rey viene a ti, justo y victorioso" (Zac 9,9). Al evangelio de Lucas se le ha llamado el evangelio de la alegría, pues muchos pasajes así lo confirman (1,68-79; 2,13.29-32; 5,26; l0,17.20; 13,17; 18,43). El ángel le da dos razones para esa alegría:

lª) María es la "llena de gracia" (kejaritomene). Es el nuevo nombre dado por el ángel a María, a la que Dios ha querido mirar con una singular benevolencia y, por eso, la ha llenado de gracia y de hermosura, tanto en lo físico, como en lo espiritual. Esta hermosura, este encanto personal de María suscita en Dios una benevolencia nueva, la hace más querida de Dios y, como consecuencia, Dios la llena aún más de gracia, lo que produce nuevas benevolencias y nuevos dones y, así, de manera constante, la Virgen está siempre llena y siempre llenándose de favores divinos, de gracia y de belleza; con lo que tenemos que la Virgen es la mujer más agraciada espiritual y físicamente de la tierra. La Virgen está llena de gracia ya antes de la concepción. Lo está, no porque haya concebido a Jesús, sino porque lo va a concebir "para que fuese digna madre suya" (J. Maldonado). El ángel le da un nombre nuevo en consonancia con su misión: "La llena de gracia", por ser madre del que es la misma gracia.

2ª) El Señor está contigo. Dios está con ella de una manera singular, como realizador de las promesas mesiánicas. Dios estaba siempre con los grandes personajes del A.T., elegidos para llevar a cabo una misión especial. Con Isaac (Gn 26,34), con Jacob (Gn 28,15), con Moisés (Ex 3,12), con David (1 Sam 17,37), con Jeremías (1,8). Cuando Dios encomienda a alguien una misión, le da el poder para llevarla a cabo. Dios está con María de un modo especialísimo, pues no sólo está con ella, va a estar en ella, actuando en ella, con una presencia dinámica, con un poder divino santificador y transformante”. San Agustín hace decir al ángel: "El Señor está contigo mucho más que conmigo. Pues, en mí, está por haberme creado; pero, en ti, por haberlo tú engendrado. De tal modo, está el Señor contigo, que está en tu corazón; llena tu mente y llena también tu carne".

La Virgen recibió también otros grandes saludos, cual ningún otro personaje bíblico: "Bendita tú entre las mujeres", "Dichosa tú que has creído" (Lc 1,42.45).

La Anunciación de Jesús es un hecho histórico, aunque esté relatado siguiendo el esquema literario que, a manera de cliché, se repite en el A.T.: en el anuncio de Isaac (Gn 17,18), de Moisés (Ex 3,4), de Gedeón (Jue 6), de Sansón (13,1-5), de Samuel (1 Sam 1-2), del Bautista (Lc 1,5-20).

En todos estos anuncios se dan estas cinco fases: Aparición del ángel, proclamación del mensaje del ángel, tribulación en aquel a quien se dirige el ángel, objeción al mensaje por parte del que lo recibe y garantía del mensaje por el anuncio de un signo. Esto implica una elaboración teológica; y, en el caso de María, este evangelista que, al actualizar los relatos veterotestamenterios, aplica el método derásico, se ha cuidado de dejar intacta la objetividad del hecho.

Que el Hijo de Dios quisiera nacer de una mujer (Gal 4,4) es ya una insospechada revolución, dada la marginación en que entonces se encontraba la mujer. Que esa mujer fuera de una condición humildísima y habitara en un villorrio insignificante, totalmente desconocido en el A.T. y en Flavio Josefo, minusvalorado e incluso vituperado por la sociedad (Jn 1,46), habitado por gente intolerante, envidiosa y violenta (Lc 4,28-29), es otra revolución. Dios elige estas situaciones humanas, sociales y geográficas, para realizar su proyecto en el mundo, la Encarnación de su Hijo. Todo esto significa el contravalor de Dios, frente a los varales humanos” (La Virgen María, Málaga, 1998, pg. 23-25).

a) Aparición del ángel

"Al sexto mes, al ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una joven virgen, desposada con un varón llamado José descendiente de David. La virgen se llamaba María" (Lc 1,26-27).

Gabriel, después de saludarla y calmar su sobresalto por la súbita aparición que invade el ritmo de su quehacer y el espacio de su intimidad más personal, le expone el contenido del mensaje que trae de parte de Dios: Concebirás y darás a luz un hijo… El espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra….

María y José habían celebrado ya los esponsales, pero, a la espera del matrimonio, aún no convivían en unión conyugal. Los esponsales (algo similar a la petición de mano, sólo que con fuerza jurídica) eran considerados, a efectos de la ley como verdadero matrimonio (Dt 22,23-24), pero tenía que transcurrir al menos un año, durante el que no podían tener vida marital ni la convivencia en su propio hogar. Los desposorios tenían lugar, en las mujeres, a la edad de los 12 ó 13 años y, en los hombres, entre los 18 y los 24. Una infidelidad cometida durante los esponsales era tenida legalmente como un adulterio; tan era esto así, que si el prometido moría, la prometida era considerada viuda y le asistía la ley del levirato.

El Mesías tenía que ser descendiente de David y José lo era, lo cual garantizaba la ascendencia davídica de Jesús. Pero, como José no era el padre natural, se ha dicho que la Virgen era también de la tribu de Judá; aunque no hay quien haya afirmado que era de la tribu de Leví, a la que pertenecía su prima Isabel (Lc 1,5.36)

b) Tribulación: María se turbó

La turbación de María tiene su razón lógica en la súbita y sublime aparición del ángel y en el contenido del mensaje que suscita el intimo pudor de una jovencita ante cuestiones muy personales; se turba por un sobrecogimiento e incluso por el desconcierto espiritual y psicológico; en su insignificancia, no podía creer que pudiera ser la elegida por Dios para tan alto destino, ser la madre del Mesías; y se turba por la misma presencia extraña y desconocida que siempre atemoriza.

Se trata de una teofanía y el contacto con Dios, hace temblar a la criatura humana en su enorme distancia. Nadie ha visto, ni puede ver a Dios sin morir, como le dijo a Moisés en el Sinaí. De ahí, el temor del hombre ante su posible visión. Solamente, la luz de la gloria posibilita ver al Señor (1 Jn 3,2).

Pero María no tiene nada que temer: “No temas, porque has hallado gracia ente Dios” (Lc 2,30). No ha de temer, el mensaje viene de parte de Dios y ella ha sido agraciada, “llena de gracia” y de favores. No ha de temblar sino alegrarse. El ángel la tranquiliza y la invita a salir de la conmoción espiritual que produce el encuentro con la Divinidad; como en otras ocasiones del A.T.: “No temas, Abrán, yo estoy contigo” (Gén 15,1; Jos 1,9; Is 41,14); también Moisés halló gracia ante Dios: “Has encontrado gracia a mis ojos… yo mismo iré contigo” (Ex 33,12). María ha de dejar toda preocupación, pues Dios la protege, le da fuerza y la llena de virtud.

c) La proclamación del mensaje

El ángel le comunica el contenido del anuncio que trae: “Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,31). Se lo expone en futuro, porque aquel hecho prodigioso requiere el concurso de la Virgen para su culminación. Es una expresión repetida en la Biblia en los casos de anuncio de un nacimiento (Lc 1,13; Jue 13,5; Gn 16,11; Is 7,14). Su nombre será Jesús, el Salvador, lo que se llama, se es, pues, en hebreo el nombre revela la naturaleza y la misión de la persona. El nombre se lo impone Dios, no se deja a los padres, todo viene determinado desde lo Alto.

Lo designios divinos “ex eterno” han trazado minuciosamente toda su trayectoria existencial: Será grande y se llamará hijo del Altísimo; el Señor le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob, su padre, para siempre y su reino no tendrá fin (Lc 2,32). El hijo está descrito con fórmulas del A.T. referentes a Dios: Grande es el Señor, digno de toda alabanza (Sal 86,10; 96,4). Yo salí de la boca del Altísimo (Gn 14,19.24; Si 24,2; Is 14,14; Sal 7,18). Dios es el rey de la gloria (Sal 24,7-10). Será hijo y heredero de David, como estaba anunciado (2 Sam 7,12; Is 9,6; Miq 4,7). Son los rasgos propios de Dios Soberano y Eterno, es el Hijo de Dios.

d) Objeción de María

María no duda de la posibilidad del hecho propuesto, no pide una señal como hizo Zacarías, expone una dificultad: “no conozco varón”; sólo, hace una pregunta: ¿cómo será esto?; su interrogante estriba en el cómo, en el modo en que va a ser madre, no sobre el hecho de serlo; esto supone que ella pone, en consideración, su estado actual de virginidad, pero está dispuesta, no se niega, hará lo que Dios quiera. Y, cuando sabe cómo ha de realizarse, se pone a total servicio ante la voluntad de Dios, porque se siente y se proclama esclava de Dios. Está dispuesta a hacer todo lo que el Señor le mande. María presenta su “fiat” y expresa su plena y absoluta disponibilidad a los mandatos de Dios; da su sí incondicional y acoge alegre y decidida su misión: He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38). Esta es la enorme grandeza de María, pues la santidad no consiste en ser o no ser virgen, sino en aceptar y cumplir la voluntad de Dios, y cumpliéndola, ser la madre de Jesús, es bienaventurada por su Maternidad

e) Garantía del mensaje

“Hágase”, con esta sencilla aceptación, la Virgen afirma su vocación solemne, sobreviene el sublime milagro, se produce el acontecimiento más extraordinario, en sí contradictorio: Una virgen que concibe y es madre; Dios que se hace hombre y que convive con el hombre y nosotros vimos, en su divinidad, su gloria, su gracia y su verdad; Dios Hijo, Unigénito de Dios y Dios hijo de María de Nazaret. Como su esclava, se entrega por entero y así: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el niño que nacerá será santo y se llamará hijo de Dios (Lc 1,35-36). La nube como manifestación de Yahvé, cubría a veces el Tabernáculo y el Templo (Ex 33,9; 1 Re 8,10), simboliza la presencia de Dios. Con la Encarnación Dios toma posesión de María y hace de ella su morada; es el nuevo Templo y el Espíritu Santo la cubre con su sombra de fecundación. Por esta razón el niño será Hijo de Dios y necesariamente santo, porque Dios es santo y santificador (Lev 20,7; Ez 20,12, 27,28; Os 11,9). El Mesías es “el Santo de Dios”, título mesiánico (Mc 1,24; Jn 6,69).

María no pide un signo, como hizo Zacarías (Lc 1,18), pero el ángel se lo da: “Isabel, tu prima, ha concebido un hijo”. Es la garantía de la autenticidad del anuncio y de su próxima concepción. Ella, pronunciando su “fiat”, se proclama propiedad absoluta del Señor, depone su propia voluntad, entrega su vida y la consagra al servicio completo de Dios. San Lucas la llama “virgen”, el ángel la “llena de gracia” y ella se autonombra “esclava”, las tres denominaciones reflejan con precisión la realidad existencial que fue su vida.

2.- El Magníficat: 2,47-55

Cuando Isabel la llama Bienaventurada, ella prorrumpe en su Magnificat anima mea Dominum, cántico compuesto con diferentes textos del A. T.: Mi alma se alegra en Yahvé, mi frente se levanta a Dios (1 Sm 2, 1-11). Grandes son las obras de Yahvé; hizo sus maravillas memorables (Sal 111,2.4; Sal 103,1). María que no necesitó de un Salvador en el mismo sentido que los hombres, resalta, no su virtud de la humildad, sino su pobre condición social, su nimiedad y su bajeza. Pero, Dios la ha mirado y, en consecuencia, será llamada dichosa, porque Dios siempre se sirve de lo sencillo e insignificante: 

Mi alma glorifica al Señor,
y mi espíritu se regocija en Dios
mi Salvador, porque ha mirado 
la humilde condición de su sierva (Lc 1,46-48).

1) EL AUTOR

De acuerdo con los manuscritos griegos y la tradición el Magnificat fue compuesto por María, que lo pronunció en el momento de visitar a Isabel. María debió asistir, sin duda, con la mayor asiduidad, a la sinagoga, donde escuchaba las lecciones sobre las Sagradas Escrituras y, dada la memoria proverbial de los semitas, es lógico que se le quedaran grabados muchos textos bíblicos. Según algunos manuscritos de la Vetus Latina del siglo V al VIII y algunas versiones orientales fue dicho por Isabel. Hay quienes dicen que el autor es Lucas y otros que es un himno anónimo prelucano que Lucas pone en labios de la Virgen, al ser, en efecto, un fiel retrato de la Señora, de lo que ella era y proclamaba con su vida. Algunos, en fin, afirman que los autores fueron los "anawim", judíos convertidos al cristianismo, hijos y sucesores de los famosos "pobres de Yahvé" que constituyeron el núcleo del pueblo que permaneció siempre fiel al Señor a partir de las vicisitudes y los infortunios del destierro babilónico.

Probablemente la autoría del himno haya que buscarla en la comunidad lucana, primera e inmediata destinataria del evangelio, una comunidad de pobres, diferente a la de San Mateo compuesta por feligreses ricos y acomodados. Basta observar la primera bienaventuranza lucana: “Bienaventurados los pobres” y la de Mateo: “Bienaventurados los pobres de espíritu”, los que, teniendo riqueza, vivan desprendidos de los bienes, con el corazón alejado de lo material. Aquí reside la razón por la que el Magnificat proclama las justas reclamaciones de los que carecen de lo más elemental y necesario.

2) HIMNO BÍBLICO, RELIGIOSO Y SOCIAL

El Magnificat es un himno enteramente bíblico elaborado con textos de la Biblia, hasta tal punto que apenas tiene originalidad; es un salmo de acción de gracias parecido a muchos que contiene la Biblia. Este himno del cristianismo primitivo, autónomo e independiente, fue adaptado por el evangelista para encajar en el contexto de su obra y es, al propio tiempo, una especie de prólogo o anticipo del evangelio, como la visagra que une el Antiguo y el Nuevo Testamento. El autor utiliza el método derásico y actualiza los textos veterotestamentarios, para expresar una honda piedad; está lleno de Dios, de amor a Dios y de amor a los hombres. Viene a ser la culminación de la esperanza de Israel. Es la expresión viva del Israel Antiguo del que la Virgen es hija, y lo es asimismo del Israel Nuevo, del que la Virgen es madre. María representa a los pobres de Yahvé que esperaban su liberación.

El Magnificat es el canto de un alma religiosa que ha meditado profundamente las maravillas que Dios ha realizado en la historia de la salvación y que culminan en la Encarnación del Hijo de Dios. Un himno que nos presenta a la Virgen en actitud orante. Pero ella no pide nada. Ella alaba, agradece, da gracias y constata la realización del plan liberador de Dios. Una liberación ya realizada en el pasado y que se presenta como una garantía de que se seguirá haciendo en el futuro.

Es el canto de la Señora, orante y contemplativa, alegre y gozosa en el Señor y al propio tiempo, comprometida con los problemas sociales que afligen a la humanidad. Y es que los contemplativos llevan en su corazón, como nadie, el sufrimiento de las injusticias sociales.

Desde el punto de vista religioso, el himno presenta a Dios como el Salvador, el misericordioso, el fiel, el leal siempre a su palabra, a su compromiso de ayudar y proteger al hombre. Lo religioso y lo sociopolítico son las dos dimensiones del himno. Por eso, es un himno modélico, pues tan malo es reducirlo todo a lo espiritual y religioso, como someterlo a lo social y político. La criatura humana tiene la obligación de cultivar su vida espiritual y de no olvidarse de la vida social y política en la que está inmerso y de la que no le es permitido prescindir. Y eso es el Magnificat: un manifiesto de liberación integral, espiritual y social, válido para todos los tiempos. Un himno revolucionario, en el sentido noble y bíblico de la palabra, “el himno de la gran revolución de la esperanza”, pues postula el cambio de una situación injusta, tanto en el orden espiritual como en el social y político. 

Esta doble dimensión del himno está presente en sus dos partes bien diferenciadas. En la primera (2,47-50), que se refiere directamente a María, se habla de las maravillas que Dios ha hecho en ella, que hizo en el pasado y que seguirá haciendo en el futuro, así como su respuesta de gratitud y de alabanza. Se pone de relieve, por un lado, la grandeza de Dios, su santidad, su misericordia, su obra de salvación, y, por otro, la fe y la entrega generosa de María, como humilde esclava, a los planes de Dios, y todo esto es substancialmente religioso.

En la segunda parte (2,51-55), referido a las proezas que Dios ha realizado en su pueblo y que seguirá realizando en todos los pueblos de la tierra, se habla del rechazo y derribo de los soberbios, del destronamiento de los tíranos, del despojo y empobrecimiento de los ricos, del enriqueci­miento de los pobres. Y todo esto supone y significa la revolución social, llevada a cabo por Dios, movido por su misericordia infinita. El sentido netamente social, económico y político del contenido es evidente” (La Virgen María, o. c., pg. 31).

3) COMENTARIO

a) Primera parte: 2,47-50

"Glorifica mi alma al Señor, se regocija mi espíritu en Dios mi salvador" (2,47).

Al verbo megalynei, se le debe atribuir la significación de "glorificar" (Cf He 5,13; 10,46;19,17). Refiriéndose a Dios, no es posible tomarlo en la significación etimológica de hacer grande, de hacer poderoso a Dios. Porque, la pequeñez de la criatura no puede hacer más grande y poderoso a quien ya lo es de manera infinita. Glorificar a Dios, además de la idea de alabanza (Sal 34,4), expresa la de reconocimiento y proclamación como dueño y señor del mundo. La criatura humana, glorificando al Señor, reconociendo que se lo debe todo, que es su Dios, el único soberano de cuanto existe, puede dar gloria a su Creador. Glorificar a Dios es proclamar su gloria, es decir, su divinidad. No se trata, pues, solamente de proclamar, que Dios es grande, las grandezas del Señor, sino de confesar privada y públicamente su divinidad.

El verbo egalliasen tampoco se puede traducir simplemente por "se alegra”, pues significa algo más, o mucho más; expresa regocijarse, exultar, saltar de júbilo, estar lleno de gozo (Cf Lc 1,44; 10,21; He 16, 34). Hace referencia a una alegría desbordada (Sal 9,3). El Magnificat es una celebración gozosa y exultante de la Encarnación del Verbo en María como Salvador del mundo. María lo celebra con gran regocijo; y así también el creyente se llena de gozo y de alegría, se siente salvado, liberado de todos sus pecados por el que se hizo hombre y, en la cruz, quita los pecados del mundo (Jn 1,29.35). San Lucas aplica a Jesús, ya desde su nacimiento, el título de salvador: "Os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor" (Lc 2,11). Jesús vino, no a condenar al mundo, sino a salvarlo (Jn 3,17). La liberación y la salvación que Dios hizo de su pueblo en el pasado y cuyo paradigma es el Éxodo, culmina en Jesús, portador de la salvación universal. Dios sólo ha querido y sólo quiere realmente: “Que todos los hombres se salven” (1 Tim 2,4).

Dios lo ve todo y nos mira a todos: “porque ha mirado la pequeñez de su esclava, desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones" (2,49), pero a la Virgen la ha mirado, y la observa, ha fijado su mirada en ella (epéblepsen), en su pequeñez: tapeinosis, que significa bajeza, pequeñez, baja condición social, pobreza, inferioridad, humildad, humillación. En los LXX, se traduce por "humillación" y se refiere fundamentalmente a la esterilidad que era para la mujer una vergonzosa humillación. Agar se libró de la humillación con el nacimiento de Ismael (Gn 16,11); Lía con el de Simeón (Gn 29,32); Ana con el de Samuel (1 Sam 1,11); Isabel con el de Juan (Lc 1,25). No creo que esto se pueda aplicar a la Virgen y traducir tapeinosis por humillación, pues, para ella no era humillación alguna el hecho de no tener hijos, era soltera y estaba desposada. Hay que traducirla por pequeñez, baja condición social, la clase de los pobres, que, por serlo, son también humillados y excluidos y a la vez los preferidos del Señor: "Tu amor será mi gozo y mí alegría, porque te has fijado en mi miseria" (Sal 31,8). A esa clase, social pertenecía la Virgen. Seguramente María pensaba también en su pobreza radical; ella no puede comprender que su pequeñez pueda ser objeto de tanta grandeza. Y ahí está justamente su grandeza, en el concepto tan bajo que tiene de sí misma en todos los órdenes, lo que manifiesta el altísimo grado de humildad en el que vive, pero que no proclama. En esa bajeza de María, están representadas todas las bajezas de los pobres y de todos los olvidados y desposeídos del mundo.

Dios fijó sus ojos en María y la llenó de dones, la mirada de Dios viene siempre rebosante de gracias y bondades; y, por estos dones, desde ahora todas las generaciones venideras la llamarán bienaventurada (Cf Mal 3,2). Y es elegida por Dios, para ser la primera y la más bienaventurada de todas las criaturas por haber sido la más favorecida. El "desde ahora", peculiarísimo de Lucas, marca un rumbo nuevo, un cambio radical: "Desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5,10; 12,52; 22,18.69; He 18,6). "Desde ahora", momento culminante de la historia, ­comienzan las grandes y largas letanías alabando a la Virgen; Isabel al saludar a la joven madre que había corrido a verla en cuanto supo la gran noticia, la llamó bendita entre las mujeres (Lc 1,42), porque bendito era el fruto de su vientre y después dichosa la que ha creído. Son dos bendiciones que tienen origen y referencia en la anunciación y conti­nuadas por todas las edades a partir de la voz entusiasta que salta entre la muchedumbre del evangelio: "Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron" (Lc 11,27). Y ahora, en la visitación, evocado aquel momento en el saludo, la fe de María se suscita, se afianza y se hace expresión, como dice el Papa en la Redemptoris Mater: “Lo que en el momento de la anunciación permanecía oculto en la profundidad de la "obediencia de la fe", se diría que ahora se manifiesta como una llama del espíritu clara y vivificante. Las palabras usadas por María en el umbral de la casa de Isabel constituyen una inspirada profesión de su fe, en la que la respuesta a la palabra de la revelación se expresa con la elevación espiritual y poética de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, que son al mismo tiempo muy sencillas y totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de Israel, se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable, entra en la historia del hombre” (RM, 36).

La Virgen glorifica al Señor, "porque el Poderoso ha hecho en mí maravillas, su nombre es Santo" (2,49), no sólo por haberse fijado en ella, sino por las obras que ha hecho en ella y por ella: el cumplimiento del proyecto eterno de salvar al mundo. Dios ha realizado hechos grandes en su pueblo, entre los que Israel destacó tres: La liberación de la esclavitud de Egipto, la posesión de la tierra prometida y la vuelta del exilio de Babilonia. "Tu Dios ha hecho por ti cosas grandes" (Dt 10,21), "ha hecho maravillas" (Sal 98,1). Esas maravillas han culminado en la tarea más alta: la Encarnación del Verbo, cuya misión es liberar, no ya a Israel, sino a toda la humanidad de la esclavitud del pecado. El nombre de Dios es el Supremo, el Santo (Lev 20,3; Sal 103,1; Ez 20,39; 36,21). Dios es el tres veces Santo (Is 6,3), el Santo por excelencia (1 Sam 6,20; Sal 93,3; Os 11,9), el Único Santo(Si 18,2), es Santo y Santificador (Lev 20,7: Ez 20,12). El nombre de Dios, que ahora llevará Jesús, hizo a María plenamente santa, enteramente consagrada al Señor.

Y su misericordia para todos sus fieles de generación en genera­ción (2,50). La misericordia de Dios llena la tierra (Sal 33,5) y es eterna (103,17). Dios, que es "bueno y misericordioso con los que lo invocan" (Sal 86,5), "otorga su misericordia a millones de generaciones" (Jer 32,8), continuamente (Sal 52,1), a todos los humanos de todos los tiempos (Sal 89,1; 33,11). La miseria del hombre encuentra siempre en Dios la misericordia. La historia bíblica está llena de infidelidades huma­nas y de perdones divinos, porque el amor todo lo perdona, todo lo aguanta, todo lo excusa, todo lo tolera (1 Cor 13,7). Dios es amor, tiene una naturaleza de amor (1 Jn 4,8) y el amor se ejerce en la misericordia. Dios ama con amor eterno (Jer 31,3).

“Fieles”, en griego, phoboumenoi, indica personas religiosas, piadosas que respetan, adoran, reverencian, dan culto a Dios y confían en Él (He 16,14; 17,4; 13,43). Flavio Josefo menciona a los "temerosos de Dios" (Ant XIV,110), diferentes de los judíos. La misericordia de Dios es universal, para judíos y no judíos; basta con que el que la recibe quiera aceptarla, como venida de Dios en el que cree. 

b) Segunda parte: 2,51-55

"Despliega el poder de su brazo y desbarata los planes de los soberbios” (2,51).

Los verbos están en pasado, con valor de presente y futuro; se trata de un pasado en aoristo gnómico que expresa el modo ordinario del proceder de Dios. Dios en el pasado ha dado grandes muestras de poder, realizando portentos, como muestra la Biblia. "El brazo" es el símbolo de esa omnipotencia divina (Ex 6,6; Dt 4,34; 1 Re 8.42; 2 Re 17,36; Is 59,9-10: Sal 89,11). 

La traducción literal no es exactamente "los planes de los soberbios"; podría ser: "Los altaneros de mente y de corazón", de pensamientos y de sentimientos, es decir, los que a sí mismos se juzgan superiores a todos, los que menosprecian y oprimen a los demás, pues los soberbios se hacen siempre opresores y tiranos. A todos ellos, Dios los desbarata y los dispersa, como un día hizo con los constructores de la torre de Babel (Gn 11,8-9). El soberbio repugna tonto a Dios como a los hombres: "La soberbia es odiosa delante del Señor y de los hombres, para los dos la injusticia es un delito (Si 10,7). "No se creó el orgullo para el hombre" (10,18). "Dios amenaza al maldito soberbio" (Sal: 119,21). La Biblia dice que el rey -los que mandan- "debe leer todos los días de su vida la ley de Dios... para que no se crea superior a sus hermanos" (Dt 17,19-20). Todos los soberbios recibirán de Dios el castigo merecido por proceder con orgullo (Sal 31,24). "El Señor derriba la casa de los soberbios" (Prov 15,25). "El preludio de la ruina es el orgullo, el principio de la caída el espíritu altanero" (Prov 16,18; Is 4,3.20; 37,26-29; Ez 28,6-10; Dan 5,24­-30).

"Derriba a los tiranos de sus tronos y ensalza a los humildes" (2,52). Dios destruye a los poderosos (dynatai), a los que mandan con abuso del poder, a los que lo ejercen despóticamente, a los tiranos. Toda dictadura, de cualquier signo, profana, civil o religiosa, es condenada por Dios, pues esclaviza y oprime a los que caen bajo su dominio. Los tiranos son derribados por parte de Dios y de los nombres. 

Dios está al lado de los humildes y de los pobres (Is 57,15; Job 5,11; Sal 10,17) y contra los opresores (Job 12,18; Sal 135,l0). Su mano engrandece a los pequeños y empequeñece a los grandes. "El Señor arranca de raíz el trono de los poderosos y pone en su lagar a los humildes" (Si 10,14). 

Jesucristo, Dios hecho hombre, de la misma naturaleza gloriosa de Dios, se humilló de tal forma que sufrió la muerte, y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó sobremanera por encima de todos los seres del cielo y de la tierra (Flp 2,6-I1). 

"A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos" (2,53). Dios enriquece a los pobres y empobrece a los ricos, como dice el Salmista: "Los ricos caen en la miseria y pasan hambre, pero a los que buscan al Señor nada les falta" (Sal 34,11). Los que siempre estaban hartos, pasarán hambre y los hambrientos comerán (1 Sam 2,5) "El Señor hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos" (Sal 146,6). Los ricos no son, sin más, los que poseen riquezas, sino los que se han enriquecido injustamente, hacen alarde de sus riquezas y no tienen caridad, reparto y solidaridad con los necesitados, "los que amontonan riqueza para sí" (Lc 12,21); "Ay de vosotros, los ricos, los que ahora estáis hartos, porque pasaréis hambre" (Lc 6,24­-25). San Pablo lo vio muy claro: "Los que quieren enriquecerse, caen en la mina y en la perdición, porque el amor al dinero es la raíz de todos los males" (1 Tim 6,9-10).

El mejor comentario a este versículo es la parábola del rico Epulón y Lázaro el mendigo. El rico inmisericorde es amante del dios Mammona, "amigo del dinero" (Lc 16,14); no hay resignación, desprendimiento y justo reparto. No se trata de revancha, de poner a los pobres en el sitio de los ricos y a los ricos en el de los pobres, sino de que haya justicia y distribución de la producción. La hartura de los ricos es el resultado del hambre de los pobres. El Magnificat postula la comunicación de bienes, el reparto equitativo de todos los productos de la tierra. Y así, los ricos tienen que bajar y los pobres subir. "Tuve hambre y me disteis de comer" (Mt 25,34). Jamás se identificó con los ricos y con los hartos, con los que cada día andan en banquetes y no son capaces de dar un pedazo de pan a los que se mueren de hambre también cada día. 

La Biblia está llena de referencias a la misericordia de Dios. “Eres mi siervo, Jacob a quien yo elegí, raza de Abrahán, mi amigo a quien dije: Tú eres mi siervo, yo te he elegido... yo soy tu auxilio y te sostengo" (Is 41, 8-10). "Aquí está mi siervo a quien protejo, mi elegido en quien mi alma se complace" (Is 42,1). Fue siempre misericordioso con su siervo como se lo prometió a Abraham y a su descendencia: "Tu serás una bendición. Por ti serán bendecidas todas las comunidades de la tierra" (Gn 12,3). Dios es el padre del amor y de las misericordias. 

María, que los representa, hace una alabanza de los pobres y expresa una idea utópica de la historia en la que la acción de Dios va a destruir a los ricos y orgullosos y encumbrar a los humildes. Los pequeños y los desposeídos ante la sociedad son los que atraen la protección de Dios. Esta es la didáctica de Yahvé. Por tanto, transformar el mundo, de acuerdo a este principio, debe ser el objetivo esencial del cristiano.

HIMNO DE LA LIBERACIÓN

La Virgen María, que pertenece a la clase de los desfavorecidos, enarbola la bandera de los pobres, es la voz de los oprimidos y emprende la defensa del necesitado, en marcha triunfal que reclama la libertad y la independencia; así, levanta su voz y entona el Magnificat en favor de los que sufren la injusticia, es el himno de la liberación. Augura el cumplimiento de todas las aspiraciones de las clases humildes, el deseo de salir de la pobreza y de la postración, el cumplimiento de sus justas reivindicaciones.

María, en el Magnificat, hace el canto de la manumisión de la esclavitud, el himno de los fueros de los débiles, entonado a través de la historia por las voces sometidas y humildes, mantenidas de rodillas por los opresores, se hace eco de las clases humilladas que la precedieron, las de su propia generación y las de todas las generaciones que siguen aplastadas y machacadas por los tiranos de los pueblos y por el ansia insaciable de los potentados, "que nunca se hartan de dinero" (Qo 5,9).

El Magnificat es como la conciencia crítica de una sociedad injusta y al mismo tiempo una alabanza a Dios que apuesta por los pobres sus más leales amigos y sus más fieles seguidores. La liberación de los marginados, el triunfo de los pobres, el rescate de todos los desfavorecidos de la tierra es un constitutivo esencial de la era mesiánica: "Decid a Juan lo que habéis visto: los pobres son evangelizados" (Lc 7.22). El Magnificat es uno de los textos bíblicos más importantes en la construcción de la teología de la liberación, pues la libertad que pro­clama no es algo abstracto reducido a la esfera del espíritu. Abarca todas las realidades humanas. Denuncia las situaciones injustas y anuncia un futuro venturoso para los excluidos del bienestar, la emancipación de los pobres. Jesucristo, que quiso pertenecer a la clase de los pobres, ha venido a evangelizarlos y a liberarlos de su pobreza. Y ese futuro es imparable. En su Reino, no hay, ni puede haber, esclavitud. El Magnificat es un canto profético denunciador de injusticias y anunciador de bienandanzas y de libertades de verdad, “conoced la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,32); señala el venturoso cambio sociopo­lítico que postula el Evangelio de Jesús, la revolución social, la utopía de un mundo sin clases, la implantación de la justicia. Y eso es Dios: "El Señor de nuestra justicia" (Jer 23,6).

La libre salida debe ser impulsada por las mismas huestes de los olvidados y sometidos que cuentan siempre con el poder de Dios; pues Dios siempre elige a las pobres y a los insignificantes, a los que carecen de relieve social. Lo hizo antes, lo hace ahora y lo seguirá haciendo en el futuro: "Considerad hermanos, vuestra vocación: no hay muchos sabios, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; Dios eligió lo que el mundo tiene por necio para humillar a los soberbios; lo débil para humillar a los fuertes; lo vil, lo despreciable, lo que es nada, para anular a los que son algo, para que nadie presuma delante de Dios" (1 Cor 1,26-29).

En fin, el Magníficat, en adelanto misterioso y profético, anticipa el contenido profundo y misericordioso que luego el Hijo va a predicar a la muchedumbre en el monte; en boca de la Madre, resuenan con fuerza las bienaventuranzas: Bienaventurados los pobres, los oprimidos, los marginados… y las malaventuranzas: Pero, ¡Ay de vosotros los ricos, los opresores, los hartos, los instalados!.. (Lc 6,20-26) que San Lucas presenta en relación mutua, coordinadas por la conjunción adversativa, mediante dos perícopas de equivalencia dinámica. Las primeras muestran el camino del Reino, abren las puertas del cielo; las maldiciones, la ruta de la perdición y del infierno. Lo que se debe practicar y aquello que se ha de evitar.