La Virgen en el Apocalipsis

Camilo Valverde Mudarra   

 

El autor del Apocalipsis, en el capítulo 12, expone una extraña visión, en la que aparecen cuatro personajes: una mujer, un dragón, un hijo varón dado a luz por la mujer y otros hijos de la mujer.

1.- RASGOS DE ESTOS PERSONAJES

La mujer: Es una bella joven que aparece vestida del sol; tiene la luna bajo sus pies y en la cabeza una diadema de doce estrellas; está encinta con dolores de parto; parió un hijo varón; es perseguida por el dragón, pero a ella le dieron dos alas para que volara al desierto, donde será alimentada durante 1.260 días; la ser­piente (el dragón) arroja de su boca un río para arrastrar a la mujer, pero la tierra ayudó a la mujer y se tragó el río. La mujer tiene otros hijos.

El dragón: Es un animal repugnante que tiene dimensiones monstruosas; es de color de fuego, está lleno de crueldad; quiere tragarse al hijo que da a luz la mujer; el hijo se le escapó de sus posibilidades, pues fue arrebatado al cielo; la mujer se escapa al desierto; como se le escapó el hijo y la mujer, se dedica a atacar a los otros hijos de la mujer.

El hijo y los hijos: La mujer parió un hijo varón, que "ha de dirigir a todas las naciones con vara de hierro"; es arrebatado a Dios y a su trono, para que no pueda ser atacado por el dragón; la serpiente se dirige a los otros hijos de la mujer, pero estos hijos también se le escapan; los hijos guardan los preceptos de Dios y dan testimonio de Jesucristo.

2.- EXPLICACIÓN

Entre los exegetas, es frecuente hallar la interpretación mariana del pasaje. Por una parte, el texto enlaza con el relato del Gn 3. El dragón es la antigua serpiente, el diablo, que persigue a la mujer y a la descendencia de la mujer; muestra también conexión con el “signo" de la mujer del Apocalipsis con el "signo" de Isaías. A partir de estos dos presupuestos y viendo representada a la Virgen en Gn 3,14-15 y en Is 7,14, se llega a la conclusión de que esta mujer del Apocalipsis es también la Virgen María, y, como consecuencia, el hijo es el Mesías, Jesucristo.

Si en el cap. 12 de Ap. hay alguna referencia a María, lo debe ser de una manera secundaria. Sólo a partir del s. IV se empieza a ver a María en dicha mujer. En la a actualidad se está insistiendo en esa referencia, algo que no se puede probar de manera absoluta.

Algunos estudiosos han visto en la mujer, no una persona concreta, sino una colectividad, la Iglesia que engendra en su seno a los cristianos, unidos al Mesías. El hijo, en todo caso, es el Mesías. Otros han apuntado una doble vía y señalan en la mujer, una figura colectiva y una persona concreta: La Iglesia y la Virgen. Se apoyan principalmente en dos textos de Isaías:
"Como la mujer encinta, cuando llega el parto se retuerce y grita en sus dolores, así nosotros estábamos lejos de ti, oh Yahvé" (Is. 26,17). 

"Antes de ponerse de parto ha parido, antes de sentir los dolores dio a luz un hijo ¿Quién oyó cosa semejante? ¿Quién vio nunca tal? ¿Nace un pueblo en un día? ¿Una nación nace toda de una vez? Pues Sión ha parido a sus hijos antes de sentir los dolores. ¿Voy a abrir yo el seno materno para que no nazcan hijos?, dice Yahvé. ¿O voy a cerrarlo yo, que soy quien hace nacer?, dice tu Dios" (Is. 60,7-9).

Estos dos textos han sido aprovechados respectivamente por San Juan en el Evangelio (16,21-22) y en el Apocalipsis (12,6-7).

Jesucristo, ya ante su hora, la hora de su glorificación en la cruz, compara su hora a una mujer encinta, angustiada por los dolores, que se le echan encima. Estamos ante un nuevo nacimiento de Cristo, con una evocación del alumbramiento metafórico de Sión, anunciado por Isaías (26,26-27; 66,7-9), que se realiza en la Virgen junto a la cruz. El alumbramiento glorioso de Cristo, el parto sin dolor (Is 26,7) tiene lugar el domingo de Pascua, cuando Cristo se puede considerar realmente como un recién nacido, que es arrebatado rápidamente a los cielos, glorificado plenamente junto al Padre. No podemos olvidar que He 15,33; Rom 1,4 y Heb 1,5; 5,5 aplican a la resurrección de Cristo las palabras del salmo 2,7: "Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado yo".

El mismo Cristo parece que se refería a esto, cuando se ve ante la hora, que se le echa encima, y dice: "En verdad, en verdad os digo: Si el grano de trigo, caído en tierra, no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto" (Jn 12,24). El alumbramiento doloroso de la Virgen lo encontramos en el Calvario (Jn 19,25-27). Junto a la cruz, está la Madre de Cristo, a la que llama "mujer", justamente en Jn 19,26, como en Jn 2,4, y en Ap 12,1. Cristo da a María por hijo a Juan. Es la maternidad espiritual de la Iglesia. La Virgen, por tanto, tiene más hijos, exactamente como en Ap 12,17. Esta maternidad de María está esencialmente unida a los dolores del Calvario, que se corresponden con los tremendos dolores del parto del Ap 12,2, en estricta correlación con Isaías (Is 66,7-9).

Así pues, se puede concluir que María es figura de la Iglesia, Madre de Cristo y Madre de los cristianos. La mujer del Apocalipsis es, a la vez, la Iglesia y María. El hijo varón es Cristo, el Mesías, como lo demuestra la referencia al salmo 2,7: "Que ha de gobernar a todas las naciones con vara de hierro" (Ap 12,5). Se dice, además, que la mujer tiene otros hijos (12,17). Se habla de una colectividad en contraposición al hijo varón (7,17), que tiene que ser una persona concreta. El hijo es arrebatado al trono de Dios: Jesús en el trono de Dios (7,17). Es también otro indicio de este mesianismo, la correspondencia que hay entre Jn 12,31 y Ap 12,9. En ambos textos, se habla de la derrota de Satanás, que es echado del cielo y arrojado a la tierra (12,9), del príncipe de este mundo, que es echado fuera en la hora de la pasión de Cristo (12,31).

Se comprueba que la gran mayoría está de acuerdo en ver al Mesías en el hijo varón. Pero la realidad es que hay que preguntarse si este hijo varón es cierta­mente el Mesías. Creo que no. Y esto se fundamenta en varios argumentos:

El hijo que nace es fruto de un parto doloroso, pleno de angustias y de sobresaltos por parte de la mujer; lo cual no se compagina en ningún modo con el nacimiento glorioso de Jesús, en el que su Augusta Madre no pierde nunca la virginidad.

Nada más nacer es arrebatado al cielo, cosa que no cuadra de ninguna manera con la vida de Cristo. Se silencia en absoluto toda la vida del Mesías, su infancia, su vida apostólica, la tragedia de la pasión, hechos estos que son fundamentales y de suma trascendencia en el Mesías. Es arrebatado, además, no como premio a su triunfo, a sus obras, o a su muerte gloriosa, sino por pura misericordia de Dios, para ponerlo en guardia, para librarlo del dragón. Eso es lo que parece deducirse.

El hijo vence al dragón -se escapa de sus manos-, no por sus propios méritos, no como fruto de una lucha, cuerpo a cuerpo con él, como parece deducirse de los textos del Evangelio de San Juan antes citados (Jn 12,31), sino por pura misericordia de Dios, que lo lleva a su lado. Se trata más bien de una liberación que viene de lo alto, de una fuerza sobrenatural salva­dora, que sitúa al hijo junto al trono de Dios, donde el dragón nada puede hacer. Si el Hijo está sentado en el trono de Dios, eso no quiere decir que necesariamente tenga que tratarse de Jesucristo, pues, aunque es verdad que Jesús, el Cordero, está sentado en el trono de Dios, también es verdad que el mismo Jesucristo dice que "al que venciere lo haré sentar conmigo en mi trono» (Ap 3,21).

Si es verdad que el Sal 2,7 se puede aplicar a Cristo y que Cristo regirá a las naciones con vara de hierro (Ap 19,15), también es verdad que el mismo Hijo de Dios dice que "al que venciere le daré poder sobre las naciones y las regirá con vara de hierro y serán quebrantadas como vasos de barro" (Ap 2,27). El que se sienta en el trono, o junto al trono de Dios, y el que rige las naciones con vara de hierro, aunque por una parte es Jesucristo, lo pueden ser también otras personas distintas de Él, aunque estén naturalmente unidas a Él, pues la victoria de estas otras personas está unida a la victoria de Cristo (Ap 3,21). Además, Jn, 12,31 y Ap 12,9 muestran dos perspectivas diversas, pues en uno se sitúa a Cristo y al demonio frente a frente, teniendo por escenario la tierra -Cristo muere aquí y el demonio es el príncipe de este mundo-, y el otro tiene por escenario el cielo y se trata de Miguel y sus ángeles frente al dragón y los suyos (Ap 12,7).

Si después de todo este razonamiento se llega a la conclusión de que el hijo no es el Mesías, tenemos por necesidad que concluir que la madre no puede ser la Virgen. Lo que no se puede entender es que la mujer sea la Iglesia y el hijo varón sea el Cristo personal. La Iglesia nace de la fe en Cristo y, por tanto, es imposible que sea madre de Cristo.

3. COMENTARIO DEL TEXTO

La base fundamental para la interpretación de este texto se encuentra en los capítulos 9-11 de la Carta a los Romanos, en la que San Pablo afirma la supervivencia del pueblo judío y su restauración corporativa como pueblo. Israel ha tropezado y ha caído (Rom 9,32); pero Israel no va a permanecer eternamente caído, no va a andar errante, desviado, por caminos inciertos eternamente, Dios no rechazará a su Pueblo. "Cierto... No ha rechazado Dios a su pueblo, al que de antemano conoció" (Rom 11,1-2). Dios no puede rechazar plenamente a Israel. El pueblo hebreo, al que le pertenece por derecho propio la promesa, no puede permanecer eternamente fuera de la promesa. El pueblo tiene que volver como pueblo. Entonces será la plenitud, el estado perfecto del Israel de Dios (Rom 11,25-26).

La historia de Israel es un misterio, centrado en la misma raíz de la salvación universal. Este misterio se desarrolla en dos etapas bien definidas.

Tropiezo y caída de Israel (Rom 11,12).

Los caminos de Dios son inescrutables. Israel tropezó en el escándalo de la cruz y cayó. La caída, ha originado de rechazo un gran bien en la historia de la salvación. Porque la desobediencia de los hebreos dio lugar a que los gentiles se abrieran a la credulidad y entraran en la fe. Los creyentes se hicieron incrédulos y los que estaban fuera de la fe entraron en el camino de la conversión. De esta extraña manera, los gentiles obtuvieron misericordia de Dios y entraron en posesión de la promesa de Israel. Así Dios perdía a Israel, pero, en compensación, recogía una gran ganancia; el hecho extraordinario alumbró la reconciliación del mundo (Rom 11,15).

Los gentiles no pueden vanagloriarse ni engreírse (Rom 11,20), pues todo se debe al puro amor de Dios; además, son ramas cortadas de un olivo silvestre e injertados en el tronco fértil del olivo legítimo, que es Israel. Están así tomando savia ajena, sostenidos por raíces que no son las propias (Rom 11,24). Volver a injertar las ramas naturales es, sin duda, más fácil. Además, si los gentiles se desgajan, no son nada, mientras que los judíos, aunque estén desgajados, siguen siendo ramas del olivo de Dios. Esta primera etapa, tuvo una señal: la destrucción del Templo, la desolación de Jerusalén, con la cual, llego la hora de los gentiles. En la que ahora estamos (Lc 21,24, Ap 11,1-2). En esta situación, se hace necesaria una pregunta: ¿Cuánto durará este estado de cosas? La respuesta de San Pablo y la de los Sinópticos es exactamente la misma: Todo esto durará hasta que se haya cumplido el tiempo de los gentiles, la plenitud de las naciones (Rom 11,25; Lc 21,24), o lo que es lo mismo: mil trescientos sesenta días, un tiempo, dos tiempos y medio tiempo, como precisa ya el profeta Daniel (Dan 12,7; Ap 11,2).

Salvación de Israel (Rom 11,15).

La reintegración del pueblo de Dios, este injerto de las ramas naturales en el propio olivo, será como una resurrección de entre los muertos (Rom. 11,15), un volver a nacer, un nacimiento nuevo. Si la pérdida de Israel trajo la reconciliación de los gentiles, su reinte­gración aportará también algo nuevo. Traerá la vida eterna. Sin esta vida, no hay triunfo completo en el reinado de Cristo. Pero antes de ese glorioso reinado final de Cristo, tiene que venir la reintegración de Israel. Se acabará la plenitud de las naciones y todo Israel será salvo (Rom 11,26). El pueblo de Dios no tendrá la perfecta plenitud hasta que no se haya reintegrado Israel; entonces la Iglesia de Cristo conseguirá su madurez final con la restauración espiritual de Israel, el que fue siempre, el que no ha dejado de ser pueblo de Dios.

Los judíos siguen siendo pertenencia de Dios, el primer hijo que Dios tuvo: "Israel es mi hijo primogénito" (Ex 4,22). Israel es el hijo que se escapó de las manos del Padre y el Padre no se puede olvidar de él (Jer 31,20.37; Is 49,14-15). Dios sigue a la espera. Israel volverá. Cuando haya vuelto vendrá el reinado de Cristo (Ap 11,17) e Israel entrará en la Alianza Eterna (Cf, Jer 31,33-40; Is 5,20). Para el inicio de la primera etapa hubo una señal, como antes dijimos. Para esta segunda etapa habrá también una señal. Y ¿"cuál será la señal"? (Le 21,7). A esto es a lo que responde, a nuestro parecer, el cap. 12 del Apocalipsis­

La Mujer: Jerusalén Nueva.

Es difícil la identificación de los personajes, no hay que olvidar que estamos, ante una profecía, que tiene raíces en el A, T. y es bien sabido que en el A. T. las relaciones de Yavé con su pueblo se describen con un lenguaje de esposos (cf. Os 1,2-3,5; Jer 3,1-13; Ez 16, etc.). Yavé es el esposo y el pueblo es la esposa. Estas relaciones conyugales marcan una línea oscilante por lo que toca al pueblo. Dios hizo con ella una alianza de amor, pero ella ha quebrado muchas veces esta fidelidad pactada. Dios, sin embargo, siempre es el mismo, el fiel. Y aunque a veces hasta intentó el olvido, no pudo realizar sus propósitos. Trata de castigarla, pero se le enternecen las entrañas y no tiene más remedio que compadecerse de ella (Jer 31,20). Y la llama con un inmenso dolor y un gran deseo de que vuelva (Jer 31,21; Jer 3,21-, Cf. 54,1; Gal 4,27).

Esta mujer, que es siempre la colectividad, el pueblo, se centra en Sión -sin perder ese sentido de colectividad-, la Hija de Sión, Jerusalén (Jer 30,17). Son abundantes las profecías que hablan de Sión, de Jerusalén, como mujer en parto. Jerusalén tendrá que dar a luz. La Hija de Sión tiene dolores como de mujer en parto (Jer 6,24): "Te dueles, hija de Sión, como mujer en parto" (Miq 4,10). Sión, Jerusalén "como la mujer encinta cuando llega el parto se retuerce y grita en sus dolores» (Is 26,17). "Oigo gritos como de mujer en parto, alaridos como por la muerte del primogénito. Es la hija de Sión que grita y se retuerce las manos. ¡Ay, ay de mí! ¡Mi alma desfallece ante las ansias!" (Jer 4,31). Tiene que ser madre de un hijo varón: "Antes de ponerse de parto ha parido; antes de sentir los dolores dio a luz un hijo" (Is 66,7). Este hijo varón no es una persona singular y concreta, individual, sino una colectividad. No es el Mesías, sino el pueblo nuevo: "Quién oyó cosa semejante? Quién vio nunca tal? Nace un pueblo en un día? Una nación nace toda de una vez? Pues Sión ha parido a sus hijos antes de sentir los dolores" (Is 66,8). Por eso podía decir el profeta: "Regocíjate, estéril, la sin hijos; entona un canto de alegría, tú que no conoces los dolores de parto. Porque los hijos de la abandonada son más numerosos que los hijos de la casada, dice el Señor" (Is 54,1)

San Pablo interpreta estas palabras diciendo: "La Jerusalén de arriba es libre, esa es nuestra madre" (Gal 4,26). Eso es justamente lo que está aconteciendo en el cap 12 del Apocalipsis. La mujer es Jerusalén, la Jerusalén Nueva, la Jerusalén de arriba.

En el cap. 17 se habla de una ramera, que es una gran ciudad (Ap 17,18). En el 12, de la mujer fiel, que es la gran ciudad, Jerusalén (Ap 12,1). En 12,1 se presenta a una mujer en el cielo, vestida del sol y adornada con la luna y doce estrellas; en 21,1 también aparece la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén, que desciende del cielo ataviada como una esposa. Así la veía ya Isaías, cuando dice a la Jerusalén Nueva: "Tu sol no se pondrá jamás y tu luna nunca se esconderá, porque será Yahvé tu eterna luz" (Is 60,20). En efecto, aquí resuena el Cantar de los Cantares: ¿"Quién es esta que se alza como aurora, hermosa como la luna, resplandeciente como el sol, terrible como escuadrones ordenados"? (6,10).

San Juan ve la Nueva Jerusalén transfigurada, resplandeciente y divina, engalanada con el sol, la luna y doce estrellas. Añade las doce estrellas, porque ve en ella a Israel, al resto de Israel, que ha permanecido fiel, al Israel según el espíritu, que va a realizar las profecías finales. Ya en el A. T. se identificaba también a la Virgen, con el "resto" de Israel (Jer 31,4-7). Se cumplen ya los augurios nuevos y maravillosos, que Yahvé realizaría en el tiempo; y la mujer, Israel, el resto fiel, la Jerusalén Nueva, ataviada ya sólo para Dios, su esposa, ha rodeado al varón (Jer 31,32). Dios se la había llevado al desierto para consolidar allí sus amores, para hablarle al corazón y atraerla (Os 2,14) y ella lo llama "marido, su marido" (Os 3,16), vestida con vestiduras de fiesta (Is 52,1). Ahora son ya esposos para siempre, desposados con fidelidad eterna (Os 2,19-20). Ahora se pueden realizar los deseos de Dios: "Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios" (Jer 30,32), tantas veces repetido en el A. T.

Jerusalén, la Ciudad Santa, se ha vestido de fiesta (Is 52,1) y aparece en el cielo idealizada, toda iluminada, en trance de dar a luz un hijo varón, el pueblo nuevo, un pueblo de justos (Is 60,21).

El Hijo Varón: El Pueblo Nuevo.

La cifra misteriosa expresa: Mil doscientos sesenta días durará el sufrimiento de los judíos. Es el tiempo de las naciones. Pero eso terminará. Y entonces llegará la revitaliza­ción del pueblo hebreo. Las ramas desgajadas serán de nuevo injertadas en el tronco. Un nuevo parto de esta hija de Sión, de esta Jerusalén Doliente en este tiempo de pruebas angustiosas. Y vendrá el reino glorioso de Cristo. Un reino que durará por los siglos (Ap 11,15). Cuando llegue definitivamente "el que es, el que era", el pueblo hebreo, injerto en la nueva vida, haciendo con Dios la Alianza Nueva, tiene un papel decisivo (Jer 31,33 ss; Is 59,20).

Por eso: "Las naciones se habían enfurecido, pero llegó tu ira y el tiempo de que sean juzgados los muertos y de dar tu recompensa a los siervos de los profetas, a los santos y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y destruir a los que destruían la tierra" (Ap 11,18). Estamos, sin duda, en el final, como aparece con más claridad en el paralelo Ap 20,12. El pueblo hebreo -el hijo varón de la Jerusalén Nueva profetizado en Is 66,7-8-, este hijo de la mujer (Ap 12,5), puesto a salvo ya de todos sus enemigos, elevado y ascendido muy alto, como el siervo de Yahvé (Is 52,13) -también al siervo de Yahvé se llega incluso a identificar con el pueblo-, arrebatado junto al trono de Dios, donde está el Cordero (Ap 7), tiene su parte en el postrer destino de la Humanidad. El Ap 19,15 ss. describe al fin de los tiempos a aquel que es Fiel, el Veraz, en un caballo blanco. Es el Verbo de Dios, seguido de los ejércitos celestes sobre caballos blancos, vestidos de lino blanco y puro. Serán acaso los 144.000 privilegiados, 12.000 de cada tribu del Israel de Dios. De su boca sale una espada aguda para herir con ella a las naciones, y Él las regirá con vara de hierro. Así este pueblo nuevo (Ap 12,5; 2,7), unido al Hijo de Dios, tomará parte en la tarea de someter a las naciones. Pero, en último término, será una sumisión de amor. Esta vara de hierro lleva la destrucción para los enemigos del hijo varón, del pueblo nuevo, que son el dragón, la antigua serpiente, Satanás y sus adláteres. Pero lleva la salud para los gentiles, como dice San Pablo: "Si la reprobación (de Israel) es la reconciliación del mundo, ¿qué será su reintegración". Será la vida, la vida para todos, la salvación también para los demás hijos.

Los cristianos: La descendencia

Aquellos otros hijos de la mujer son los gentiles pertenecientes a la Iglesia. Ellos también se pueden llamar descendencia de Israel, de la Nueva Jerusalén: "No todos los hijos de Israel son Israel, ni los descendientes de Abraham, sino que "por Isaac será tu descendencia", esto es, no los hijos de la carne son hijos de Dios, sino los hijos de la promesa, son tenidos por descendencia (Rom 9,6-8). Estos hijos de la promesa son los cristianos, "el Israel de Dios" (Gal 6,16), herederos espirituales de la promesa, el resto de la descendencia de la mujer (Ap 12,17). El pueblo hebreo es "el hijo", los gentiles cristianos son "los hijos", las ramas del olivo silvestre injertadas en el tronco del olivo de Dios. Estos hijos son los predestinados, los que vencieron al demonio por la sangre del Cordero (Ap 12,11), los que despreciaron sus vidas y prefirieron morir (Ap 12,11), para poder ganar su vida para la vida eterna (Jn 12,25), los que guardan los preceptos de Dios (Ap 12,17; In 15,9-10), los que dan testimonio de Cristo (Ap 12,17).

El hijo varón, que se le escapó de las manos al Padre y que ha vuelto a la vida, es llevado, sin más, a gozar del reino, al banquete de la gloria. Es como el hijo pródigo, el "hijo muerto, que ha vuelto a la vida" (Lc 15,24), para el que el padre prepara un banquete. Y Dios celebra gozosamente, su nuevo nacimiento. Había andado errante por el mundo y ahora entra de una vez a disfrutar los bienes de su Padre. Los otros hijos, la otra descendencia, tendrá todavía que luchar en la tierra, pero no luchan solos, van al combate ayudados por Dios. Triunfarán, cierta­mente. Si cuando "el hijo” se fue de casa, ellos entraron y tomaron posesión de ella, ahora, que el hijo ha vuelto, precisamente por su regreso, serán ayuda­dos por Dios, para que triunfen también en la última prueba y se realice por fin el entronque en que Cristo sea todo en todas las cosas.

Conclusión.

Después de todo lo dicho, parece claro que en el capítulo 12 del Apocalipsis no hay un sentido referido expresamente a la Virgen María. Pero esto no obsta para que, a pesar de ello, y por encima de todo, se pueda hacer, como frecuentemente se ha hecho, una interpretación mariana del pasaje, pero, a mi parecer, siempre que se haga en una línea de acomodación y no en sentido bíblico propiamente dicho.

Si, en el cap 12 de Ap, hay alguna referencia a María, debe considerarse que ello será de una manera secundaria. Sólo, a partir del s. IV, se empieza a ver a María en esa mujer. En la actualidad, se está insistiendo en esa referencia, algo que no se puede probar de un modo total y convincente.