Mujer, he ahí a tu Hijo; Hijo, he ahí a tu Madre (Jn 19, 27)

Mons. Flavio Calle Zapata

 

En esta reflexión dirigimos nuestra mirada hacia la Santísima Virgen María, acogiendo la invitación que nos hace el Santo Padre en la PG (14):

La presencia maternal de la Virgen María , Mater spei et spes nostra, como la invoca la Iglesia, debe ser también un apoyo para la vida espiritual del Obispo. Ha de sentir, pues, por ella una devoción auténtica y filial, considerándose llamado a hacer suyo el fiat de María, a revivir y actualizar cada día la entrega que hizo Jesús de María al discípulo, al pie de la Cruz , así como la del discípulo amado a María (cf. Jn 19, 26-27). Igualmente, ha de sentirse reflejado en la oración unánime y perseverante de los discípulos y apóstoles del Hijo, con su Madre, cuando esperaban Pentecostés. En este icono de la Iglesia naciente se expresa la unión indisoluble entre María y los sucesores de los apóstoles (cf. Hech 1, 14).

También para nosotros, pastores de la Iglesia, quizás por lo mismo con mayor insistencia, se hace urgente considerar siempre nuestra relación con la Madre de Dios, el templo en el que Cristo se hizo Sacerdote; en la contemplación de María descubriremos mucho del camino que tenemos que recorrer como pastores del pueblo de Dios. Por ella, con ella y en ella encontraremos a Quien nos dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida ” (Jn 14, 6).

En esta reflexión, la presencia y el ejemplo de María nos servirán como síntesis preciosa y práctica de nuestro andar como pastores de la Iglesia. Antes de proponer algunos puntos para la reflexión, me permito presentar unas premisas que justifican y fundamentan esta exposición:

• Nuestra relación con la Virgen María posee una identidad específica dada nuestra peculiar relación con la Iglesia. María es tipo de la Iglesia (cfr. LG, n. 63), la Iglesia ha alcanzado su perfección en la Santísima Virgen María (ibíd, 65), la Iglesia ha de seguir el mismo itinerario de vida que encontramos en la Madre de Dios. Con esto quiero afirmar que al Obispo corresponde un modo específico de encontrarse con la Santísima Virgen.

  Así, María es figura de lo que debe ser un pastor para la Iglesia. Nosotros dirigimos hacia Ella nuestra mirada queriendo encontrar un modelo, ya no un molde del cómo ser cristianos (lo que ciertamente tiene inmenso valor), sino que nosotros debemos encontrar en ella el modelo de lo que nosotros, como pastores, debemos ser para el pueblo de Dios.

  Nos acercamos a María a partir de la Sagrada Escritura , con cualquier refe-rencia a algunos Padres de la Iglesia y mediante sencillas reflexiones de un hijo encantado con las bellezas y bondades de su Madre. Intento, como dice monseñor Jesús Emilio Jaramillo, el Obispo colombiano sacrificado por la violencia hace unos años, en la introducción de su hermoso libro “Apareció una Mujer” (p. 6): “Hablar con el candor de los niños preocupados, sobre todo, de agradecer a su Madre”.

Teniendo en cuenta estas anotaciones, ahora se presenta el itinerario de esta meditación:

1. La Iglesia como Madre-María, Madre de la Iglesia. Nos empeñaremos en sacar algunas consideraciones del capítulo 12 del Apocalipsis. Un texto en el que muchos han visto la imagen de la Virgen María , pero que en realidad se dirige primero a la realidad eclesial, de la que es, sin duda, figura la Virgen María. De allí miraremos nuestra condición de pastores como “comunica­dores de vida”, como “padres-madres” en la Iglesia.

2. La Iglesia como Maestra-María, trono de la Sabiduría. Incluye en este punto algunas anotaciones sobre la sabiduría en la Biblia , una aplicación de los atributos de la sabiduría en clave mariana, para llegar a nuestra realidad de pastores como maestros de la verdad. Este punto nos ayudará a retomar nuestra misión profética.

3. Una presentación de María “Buena Pastora”, “Madre del Buen Pastor”; en ella traeremos algunos textos patrísticos que ya encontraban un nexo profundo entre la figura de Cristo “Buen Pastor” y la Maternidad de María.

 

I La Maternidad de la Iglesia, de la Virgen y de los pastores

 

Apoc. 12: La realidad de la Iglesia y la realidad de María.

Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz. Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas. Su cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra. El Dragón se detuvo delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz. La mujer dio a luz un Hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí alimentada 1.260 días.

Entonces se entabló una batalla en el cielo. Miguel y sus ángeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos.

Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él.

... Cuando el Dragón vio que había sido arrojado a la tierra, persiguió a la Mujer que había dado a luz al Hijo varón. Pero se le dieron a la Mujer las dos alas del águila grande para volar al desierto, a su lugar, lejos del Dragón, donde tiene que ser alimentada un tiempo y tiempos y medio tiempo. Entonces el Dragón vomitó de sus fauces como un río de agua, detrás de la Mujer , para arrastrarla con su corriente. Pero la tierra vino en auxilio de la Mujer : abrió la tierra su boca y tragó el río vomitado de las fauces del Dragón. Entonces despechado contra la Mujer , se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús.

Breve descripción: Entre los escritos del N.T., el Apocalipsis, transcribe el anuncio de Gén 3, 15 en versión cristológica-eclesiológica (son evidentes los contactos entre ambos textos). En efecto, el dragón es calificado como la serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero (12, 9), pelea abiertamente contra la mujer, primero intenta devorar a su hijo recién engendrado (v. 4), fracasado este ataque inicial (vv. 5-12) persigue a la mujer (v. 13), vomita tras ella como un río de agua (v. 15) que es absorbido, sin embargo, por la tierra que abre su boca (v. 16); entonces, el dragón, desahoga su irritación contra la mujer, desencadenando la persecución contra “el resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos y son fieles testigos de Jesús”.

 

Notemos:

  La “mujer vestida de sol”, es la mujer-esposa, que representa al pueblo de Dios de ambos testamentos. Es la Iglesia de la antigua alianza formada por las 12 tribus de Israel. Y es también la Iglesia de la nueva alianza que como prolongación de las 12 tribus de Israel, está fundada sobre los 12 apóstoles (Ap 21, 14) y comprende todos los otros discípulos de Cristo.

  La “mujer es presa de los dolores de parto”. El dragón se pone delante de ella para devorar al niño que va a nacer. Y ella dio a luz un hijo varón... Los dolores de la parturienta y el rapto del recién nacido, no describen el nacimiento de Jesús en Belén sino el misterio pascual, o sea la “hora” de la pasión y resurrección de Cristo.

  El Apocalipsis habla sin duda de la Iglesia que engendra a Cristo muerto y resucitado en la historia de la humanidad. Es una Iglesia que sufre los embates de las fuerzas antagónicas a Cristo. Es la Iglesia de ayer y de hoy, porque también en esta “hora” la Iglesia se ve sometida diariamente a la persecución, a la blasfemia, al enfrentamiento con las fuerzas hostiles al Evangelio y, en general, al mensaje cristiano.

Tradicionalmente, tanto en la lectura patrística como en las posteriores aplicaciones del texto, se ha visto en esta presentación a María. La lectura marioló­gica de este texto nos ofrece las siguientes connotaciones:

  En la “hora” definitiva de Cristo, la comunidad mesiánica de la cruz, estaba representada por el discípulo amado y por algunas mujeres. Entre ellas, el evangelista concede un lugar privilegiado a la madre de Jesús. En aquella “hora” Jesús revela a su madre que ella tiene unas funciones maternales también para con el discípulo, figura de todos los discípulos (cfr. Ap. 12, 17).

  La mujer vestida de sol remite a la Virgen de Nazareth, saludada por el ángel como kejaritomene, llena de gracia. Ella está envuelta en la complacencia y el favor misericordioso de Dios, su Salvador.

  El texto nos habla de las dificultades con que tropieza la Iglesia para acoger y vivir el mensaje del Evangelio, en medio de las tribulaciones de este mundo. Pues bien, también en esta perspectiva es oportuno observar que la misma Madre de Jesús, según indica el Concilio Vaticano II “avanzó en la peregrinación de la fe” (LG 58). María era discípula atenta para escuchar las palabras de su Hijo (cfr. Lc 8, 19-21), pero aquellas eran palabras que a veces María no lograba comprender, como, por ejemplo, la respuesta que Jesús le había dado en el templo en un contexto de intenso sufrimiento para ella y para José. Eran palabras que anunciaban de antemano la muerte y resurrección del Hijo del Hombre. Por tanto, también la fe de María iba madurando en el sufrimiento, a semejanza del grano de trigo que, una vez caído en tierra, tiene que morir para producir mucho fruto (Jn 12, 24).

 

Pastores-Padres que comunican vida:

Siguiendo nuestro itinerario, después de haber mirado esta lectura del texto apocalíptico, no podemos evitar la confrontación con nuestro propio ministerio episcopal. Estamos invitados a encontrar una aplicación que nos lleve a ver en la Virgen el modelo de nuestra paternidad-maternidad:

  La “hora” que vive la Iglesia en muchos lugares del mundo, es sin duda una de las más críticas de la historia. Los embates que ella experimenta vienen de todos lados, aun pudiéramos hablar, como en el primer siglo, de los ataques que vienen de fuera y de los ataques que provienen de dentro. Somos timoneros de la nave de la Iglesia violentamente sacudida por las olas del moderno paganismo. Con nosotros va el Señor como Capitán que apacigua los temores: “Soy Yo, no temáis” (Mt 14, 27). La nave de la Iglesia no está habituada a ser movida por brisas delicadas, ella siempre ha navegado en medio de escollos y agitadas tempestades. Siempre habrá “falsos pastores” y “operarios engañosos que se disfrazan de apóstoles de Cristo” (2 Cor 11, 13-15). Ante el pueblo de Dios que está herido por sinnúmero de sufrimientos y que despierta nuestro dolor de pastores seguiremos siendo testigos de esperanza (cfr. 1 Ped 3, 15).

  San Agustín hermosamente afirma que los apóstoles “eran pastores porque eran miembros del Pastor; estaban contentos de tenerlo a Él como cabeza, vivían en pleno acuerdo con Él, vivían del mismo Espíritu, conformando el mismo cuerpo y por eso pertenecían todos al único Pastor”. Cada obispo, entonces, revistiéndose de bondadosa paternidad toma de la mano a cada hombre, lo va llevando por el buen camino previniéndolo de las asechanzas y defendiéndolo de los asaltos. El obispo preside la grey en íntima vinculación con Cristo, obrando siempre “in persona Christi”.

  Los pastores de la Iglesia estamos llamados a “engendrar a Cristo” en nuestras Iglesias particulares. Somos prolongadores de la Encarnación del Hijo de Dios. Como padres alimentamos a los fieles con la gracia divina en la administración de los sacramentos (cfr. CD 15).

  Nuestra misión, como la de la Mujer-Madre del Apocalipsis, consiste también en defender la vida de la Iglesia, protegerla contra los ataques de sus enemigos.

  Se ha dicho también del Obispo que debe vivir en relación esponsal con la Iglesia, así como lo hace Cristo. Nuestra misión se sitúa también en esta dimensión: hemos de cuidar con esmero la familia que Dios nos ha confiado, nuestra esposa.

  No podemos perder lo que hemos recibido, no podemos dejárnoslo arrebatar ni perecer. Nosotros en la Iglesia somos los primeros en luchar contra todo aquello que hiere a Cristo en los hermanos, es más contra todo aquello que impide que Cristo tenga vida en el mundo.

  Una expresión, de la cual nos hemos servido para describir nuestra misión, nos indica lo que debemos hacer en este sentido: “celo pastoral”. Indica el “motor” que nos impulsa a estar siempre en función de cuidar el rebaño.

  El Obispo, como la Madre , vive su paternidad-maternidad en el sufrimiento y en la lucha continua. Es una realidad de la que no podemos huir. La figura de María al pie de la cruz, instante en el que ella se convierte en Madre, nos dice que también nosotros debemos estar al pie de la cruz.

 

I María, Discípula y Maestra. La Iglesia, discípula y maestra.

      Los pastores, discípulos y maestros

 

María, Madre Maestra en las bodas de Caná.

Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: “No tienen vino”.

Jesús le responde: “¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”. Dice su madre a los sirvientes: “Haced lo que Él os diga”. Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: “Llenad las tinajas de agua”. Y las llenaron hasta arriba. “Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala”. Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio y le dice: “Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora”. Así en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en Él sus discípulos (Jn 2, 1-11).

 

Notemos:

  El texto tiene una importancia particular en el Evangelio de san Juan. Aquí comienzan los signos. La clave de la interpretación es ante todo cristoló­gica porque da inicio a la revelación, idea central del cuarto Evangelio. Pero es también uno de sus grandes textos mariológicos.

  Desde el ángulo cristológico, el vino nuevo guardado hasta ahora, representa la revelación mesiánica, la gracia de la verdad, presente en Jesús.

  El tema mariológico sigue también esta línea; la Madre entra en la misma dinámica de la misión mesiánica del Hijo. María, exhortando a los sirvientes (nótese que son las últimas palabras de la Virgen en el Evangelio), suscita en ellos la diaconía, la perfecta docilidad a la palabra de Jesús, que es la verdadera actitud que debe tomarse frente a la nueva alianza. María se convierte así en maestra, su palabra conduce a aceptar la revelación del Hijo.

 

Aplicación-Reflexión:

En Caná María actúa como madre que alcanza para sus hijos la bebida exquisita de la sabiduría. Pide a su Hijo más con el corazón que con sus pocas palabras: “No tienen vino” (Jn 2, 3).

María también actúa como maestra dando una lección de pocas palabras que comprende muchas actitudes: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). Ella practicaba esa enseñanza pues había respondido al Ángel: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38) y se ajustaba en todo a la voluntad de Dios. Cuando el hombre sigue lo que María Madre y Maestra le enseña se logra la conversión y se cosechan frutos de santidad.

Según Padres y Doctores de la Iglesia como san Máximo de Turín, san Gaudencio y santo Tomás de Aquino, el vino de Caná es signo del vino purísimo del Espíritu Santo, de la sabiduría, de la doctrina y su inteligencia, de la justificación que llena las tinajas vacías y hace brotar la alegría verdadera en el corazón humano.

María, Madre y Maestra, quería compartir con sus hijos y discípulos el vino de la Sabiduría de que Ella estaba llena: “Llena eres de gracia” (Lc 1, 28). Tenía a su lado la Sabiduría encarnada, su Hijo. Sabía de su dulzura, de su exquisitez, lo mismo que de su poder para convertir lo desabrido en vino espiritual que alegra la vida.

 

María, Discípula en la escuela de Jesús

 

María es Madre de la Sabiduría misma, Jesucristo; es a la vez discípula, hasta llegar a reflejar de manera perfecta la imagen de su propio Hijo. En su diálogo íntimo con Jesús, María se llenaba más y más de la sabiduría divina. Las palabras de Jesús eran como tesoros que Ella siempre guardaba y “meditaba en su corazón” (Lc 2, 51). Las facultades de su alma eran perfectísimas, por lo tanto su inteligencia y su memoria le permitían conservar todo presente en su verdad total y dar razón de ello con la pedagogía y el encanto de la más perfecta maestra.

María es la discípula más aventajada de la escuela de Jesús. El salmista había recibido estas palabras que se aplican en María: “Voy a instruirte, a mostrarte el camino a seguir, sin quitarte los ojos de encima, seré tu consejero” (Sal 32, 8). María se convierte en maestra de santidad y modelo de todas las virtudes, llevando en sus entrañas la misma Ley de amor que es su hijo Jesucristo. Como el Arca de la Alianza encerraba el Maná y las tablas de la Ley , así María, “Arca de la Nueva Alianza ” lleva esculpida la Palabra de Dios en su alma y la Ley evangélica en su corazón para enseñarla a la Iglesia como la más capacitada de las maestras.

 

María es Maestra de la Iglesia

 

María es maestra de oración y alabanzas. Ella no solo “ayudó con sus oraciones a la Iglesia naciente”, sino que también ahora intercede “en la comunión de todos los santos ante su Hijo” (LG, 69). Por su participación tan cercana de la eterna Sabiduría, en cuanto Madre de Dios, estaba dotada de capacidad para orar como a Dios agrada y de inventar cánticos nuevos a la Santísima Trinidad fuente de todas las gracias.

Mientras la Sabiduría encarnada llamada “Jesús” se formaba corporalmente de la sangre de María, la Madre a su vez se llenaba recibiendo de su Hijo torrentes de esa misma Sabiduría. Ella aprendió muy directamente de su Hijo verdades ocultas para los demás, las guardaba y meditaba en su corazón. Por obra del Espíritu Santo, Dios acampaba entre nosotros en las entrañas virginales de María y, por gracia de un admirable intercambio, María resultaba de tal manera transformada que ya no podía ser sino Madre de la Sabiduría y Maestra de la Iglesia.

A María todo honor y gloria. Con toda propiedad se aplican en Ella las sublimes palabras del Eclesiástico 24, 1ss:

“La sabiduría hace su propio elogio, se gloría en medio de su pueblo. En la asamblea del Altísimo abre su boca... Yo salí de la boca del Altísimo y como niebla cubrí la tierra. Yo puse mi tienda en las alturas y mi trono era una columna de nubes... He arraigado en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad... He crecido como cedro del Líbano, como ciprés de las montañas del Hermón. He crecido como palmera de Engadí como plantel de rosas en Jericó... como mirra exquisita he derramado aroma... mis flores son frutos hermosos y abundantes... Venid a mí los que me deseáis y saciaros de mis frutos, que mi recuerdo es más dulce que la miel, mi heredad más dulce que los panales... Haré que mi enseñanza brille como la aurora, y que resplandezca en la lejanía. Derramaré mi enseñanza como profecía, la transmitiré a las generaciones futuras”.

 

Los Apóstoles junto a María, Madre y Maestra

 

Después de la Resurrección , los Apóstoles se reunían en torno a Ella como Madre y Maestra en la espera del Espíritu Santo. El principio de autoridad y gobierno estaba en Pedro, pero el amor a María cohesionaba la naciente familia. María era como un silencioso cimiento de la comunidad eclesial.

Hacía poco tiempo que los discípulos habían recibido a María como Madre y Ella a ellos como hijos. Ella y ellos, en un gozo inmenso y muy conscientes de la voluntad del Señor, estaban viviendo la herencia espiritual dada por Jesús desde la Cruz : “Mujer, he ahí a tu hijo” (Jn 19, 26).

El amor de María se vierte sin interrupción sobre sus nuevos hijos, los hombres de toda raza y credo. Ella es modelo de maternidad perfecta. María es fiel al encargo dejado por su Hijo de amar y defender a los hombres rescatados con el precio de su Sangre.

El primer beneficiado del amor maternal de María fue el apóstol san Juan, discípulo amado de Jesús y con él todo el Colegio Apostólico. Los sucesores de los Apóstoles continúan en el tiempo este beneficio de la predilección maternal de María. En una continua hermenéutica de la vivencia mariana apostólica, podemos llamarla Madre y Maestra de los prolongadores de los Apóstoles, los obispos y pastores de todos los tiempos en la vida de la Iglesia.

María es Maestra, es Depósito del tesoro de la divina Revelación, es Arca de la ley y de la ciencia divina, es Catequista del Credo, es Intérprete de la doctrina de los sacramentos, es “modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos” (LG, 65).

Si María es Maestra tiene una escuela siempre abierta que nos invita a matricularnos para aprender a ser hijos de Dios, pastores y maestros en la Iglesia mediante la luz de su ejemplo, la sabiduría de sus palabras, la pedagogía de su magisterio, la eficacia de su oración y la ternura de sus cuidados maternales. María es el Faro puesto en lo alto del monte (cf. Lc 11, 33), para que brille delante de los hombres y se dé gloria al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 16). Quien se dispone a escuchar con humilde corazón las lecciones de María pronto se llenará de amor, de sabiduría y de ciencia divina como ha sucedido a los verdaderos sabios y santos de la Iglesia.

 

Los pastores siguiendo a María Maestra

 

Es oportuno volver a escuchar unas palabras del Santo Padre en su encíclica Fides et Ratio. En la parte introductoria habla de las motivaciones que lo llevaron a publicar la encíclica y encontramos allí una indicación para nosotros, en cuanto somos testigos de la verdad:

“Me mueve a esta iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las palabras del Concilio Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son testigos de la verdad divina y católica” (LG, 25). Testimoniar la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros, los Obispos; no podemos renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que hemos recibido”.

Recordemos, de otra parte, las Palabras de san Pablo a su discípulo Timoteo: “Procura cuidadosamente presentarte ante Dios como hombre probado, como obrero que no tiene por qué avergonzarse, como fiel distribuidor de la Palabra de la verdad (2 Tim 2, 15).

Hemos visto como María conduce con su palabra sencilla a la Palabra Encarnada , y me parece que también en esto hemos encontrado un modelo concreto para imitar, si asumimos en toda su exigencia la diaconía de la verdad.

Uno de nuestros servicios es el de “enseñar”, lo hemos reflexionado ampliamente en esta reflexión; más ahora, a modo de recapitulación, conviene insistir ante todo por la urgencia del momento actual, en la necesidad de ser servidores de la verdad. El relativismo y el subjetivismo han invadido por doquier nuestras Iglesias. Aún pienso en muchos sacerdotes de nuestros presbiterios que han tomado caminos equivocados y dedican más tiempo a hablar de autoestima, nueva era y cosas por el estilo que de Dios mismo.

 

I María, Madre del Buen Pastor

 

La Lumen Gentium dedica todo el n. 55 a las profecías del Antiguo Testamento, sobre la función de María como Madre del Mesías. Esta madre aparece ya “proféticamente bosquejada en la promesa de victoria sobre la serpiente hecha a los primeros padres caídos en pecado”. “Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza, mientras acechas tú su calcañar” (Gén 3, 15).

Isaías la preanuncia como virgen-madre: “He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7, 14). Miqueas predice el engrandecimiento de la pequeña Belén Efrata porque allí nacerá el “gobernador de Israel”, quien “pastoreará firme con la fuerza de Yahvé”, cuando “la parturienta dé a luz...” (Miq 5, 1-3). El Mesías será esperado entonces como “pastor” asistido por la fuerza de Dios.

Todas las promesas se cumplieron cuando hace ya dos mil años, en un período maduro llamado “plenitud de los tiempos”, en una noche fría, en las afueras de Belén y más precisamente en una cueva de animales, “envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gál 4, 4).

José y María que estaba encinta llegaron al santo lugar escogido por Dios. “Mientras estaban ahí, se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre porque no tenían sitio en el albergue” (Lc 2, 6-7). San Juan nos transmitirá este hecho feliz y trascendental de la historia con brevedad y precisión: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1, 14).

Los primeros visitantes del “Pastor de Israel” serían “unos pastores que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño” (Lc 2, 8). Esa visita de los humildes y pobres pastores era como el reconocimiento de su “Mayoral” (cf. 1 Ped 5, 4) que se les había acercado, del Pastor de los pastores, de quien se definiría a sí mismo más tarde diciendo: “Yo soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11).

María Virgen, la “predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la encarnación del Verbo... fue en la tierra la Madre excelsa del divino Redentor... Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la Cruz , cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia” (LG, 61). En estas líneas el Concilio implícitamente se habla de María Corredentora, para más adelante acoger los títulos de Abogada, Auxi­liadora, Socorro, Mediadora que la Iglesia siempre le ha reconocido.

Es justo y muy grato llamar “MADRE DEL BUEN PASTOR”, a María, la dichosa Virgen-Madre, la “Nueva Eva” que “dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos” (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno” (LG, 63). En lógica consecuencia, todos los que nos identificamos en nuestro ser y en nuestra misión con el Buen Pastor, llenos de gozo y esperanza, podemos llamar a María “Madre de los Pastores”, es decir, nuestra propia Madre.

He aquí algunos textos patrísticos que remiten a la figura “pastoral” de María. Ellos, por sí solos, hablarán de la relación estrecha entre nosotros pastores y María, nos recordarán al Buen Pastor y, como siempre sucede con todo aquello que se diga de María, nos remitirán al Hijo a quien prologamos con nuestro ministerio.

  Melitón de Sardes en la Homilía sobre la pascua, presenta a la Virgen María en una dimensión que está íntimamente ligada al mundo pastoral y al misterio de la salvación:

    Él es Aquel que se ha encarnado en una Virgen...

    Él es el Cordero que no tiene voz.

    Él es el Cordero inmolado.

    Él es Aquel que ha nacido de María, la bella cordera.

  San Efrén (+ 373) es quizás quien con mayor claridad aplica a María un lenguaje pastoral:

    “Todos saben que María es la puerta de la Luz : a través de ella el mundo y sus habitantes han sido iluminados” (Himno sobre la Natividad ).

    “En la primavera, cuando los corderos vagan por los campos, Cristo entra en el vientre virginal, luego entra en el río... En invierno los corderos recién nacidos son vistos primero por los pastores y justamente ellos conocieron primero el nacimiento del verdadero Cordero anunciado desde el cielo. El lobo antiguo vio al Cordero tomando el alimento materno y tuvo miedo porque se había disfrazado con la piel de una oveja, mientras el Pastor universal se convirtió en un cordero del rebaño: así dispuso Él mismo hacerse devorar como Cordero manso para poder derrotar al sanguinario con su propia potencia. El Santo habitó con su cuerpo en el seno materno, mientras ahora tiene su morada, con su Espíritu, en el alma: si María, que lo concibió, se abstuvo de las bodas (en el sentido de fiesta de pecado), el alma que es por Él habitada se abstenga del libertinaje” (Sermones de Nativitate).

    “María Madre es un prodigio divino: acogió al Señor y lo hizo hacerse siervo; acogió la Palabra encarnada y la hizo convertirse en muda; acogió a Aquel que truena y le cortó la voz; acogió al Creador y Salvador y los transformó en Cordero (Sermones de Nativitate).

    “Oh Virgen, Señora, Madre de Dios, que llevaste en el vientre a Cristo Salvador y Señor nuestro, en ti yo coloco toda mi esperanza, en ti confío, porque eres la más excelsa de todas las potencias celestiales. Protégeme con tu gracia purísima que viene de Dios, muéstrame el camino para hacer la santa voluntad de tu Hijo y Señor nuestro” (Precationes ad Deiparam).

    En uno de los himnos a María, san Efrén, lee poéticamente el pasaje del sacrificio de Isaac y en especial la sustitución con un cordero en el momento de la inmolación: “Ni antes, ni después el árbol generó un cordero sobre la tierra, ni otra Virgen generó sin el concurso de hombre. María y el árbol representan una sola realidad. El cordero estaba sujeto a las ramas, mientras el Señor nuestro lo estaba en el Gólgota. El cordero salvó a Isaac y nuestro Señor a las creaturas”.

  San Proclo de Constantinopla (+ 446) en su cuarto discurso de Navidad:

    “Corran los pastores porque ha nacido el Pastor de la Cordera Virgen... De hecho, el Pastor ha querido revestirse en forma nueva...”.

  San Andrés de Creta (+ 740):

    “María da alimento a Quien todos nutre, María es el vestido sin mancha de Aquel que es al mismo tiempo Cordero y Pastor, María es la oveja sin mancha que generó al Cordero Cristo, María es la mesa inteligente de la fe que ha preparado el pan de la vida para el mundo entero” (Homilia in laudem 5. Mariae).

  San Juan Damasceno (+ 750):

    “Exulte la naturaleza: viene al mundo la Cordera , en la cual el Pastor se transformará en oveja y arrancará la túnica de la antigua muerte... María es la Cordera que genera al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

  El himno Akathistos (s. VI):

    Los pastores oyeron los angélicos coros,

    que al Señor hecho hombre cantaban.

    Para ver al Pastor van corriendo;

    un cordero inocente contemplan

    que del pecho materno se nutre

    y a la Virgen le cantan...

    Salve, nutriz del Pastor y Cordero;

    salve, aprisco de fieles rebaños.

• Entre las muchas oraciones a María, Madre y Maestra, quisiera traer estas dos preciosas invocaciones:

    En el famoso himno Ave Maris Stella le insistimos: “Monstra te esse Matrem... muestra que eres mi Madre, el Verbo Encarnado que de ti procede, recibirá tus preces.

    La Liturgia de las Horas en un himno del Oficio a la Virgen María la describe como aguerrida pastora que defiende a sus ovejas: “Sois Pastora de tal suerte, que aseguráis los rebaños de mortandades y daños, dando al lobo cruda muerte... Si vuestro ejemplo tomases los pastores y pastoras, yo fío que de dolores para siempre se librasen”.

 

I Conclusiones

      Madre del Buen Pastor y Madre nuestra

 

El Hijo es el “Buen Pastor”, María es la “Madre del Buen Pastor”. El Hijo es el Señor, Ella es la Señora. El Hijo es el “Cordero de Dios”, Ella es la “casta Cordera”. El Hijo es el Mayoral de los pastores, Ella es la divina “Pastora”. El Hijo es el príncipe de los pastores, Ella es la Reina de los pastores. El Hijo es el Maestro, Ella es la Maestra de los pastores. Pues bien, si nosotros somos prolongadores y actual presencia del Buen Pastor hemos de acudir a la Madre y Maestra para que Ella nos enseñe cómo apacentar en el tiempo presente.

Ella, la Madre de la Iglesia, la llena del Espíritu Santo, el “icono viviente del Espíritu” nos acompañe en esta hora a los pastores de la Iglesia así como estuvo al lado de los apóstoles en las primeras dificultades de la Iglesia. Con ellos estuvo en Caná (cfr. Jn 2, 1-11) y allí su intercesión fue escuchada por su Hijo. Con el apóstol Juan estuvo al pie de la cruz y allí nos la entregó el Señor como el más precioso tesoro de su corazón. Unida a los apóstoles vivió, y como primera, anticipándose a ellos, el indecible gozo de la resurrección; con ellos esperó y recibió el Don del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Junto a Juan, alentando a la Iglesia en su primera expansión, vivió después de la Ascensión (cfr. Hech 1, 12-14). Ella, la tierna Madre, presente en todo momento en el corazón de la Iglesia, está también guiando a sus hijos como Madre, Maestra y Reina de inagotable misericordia y sabiduría.

El seno bendito de María en donde se formó Jesús, el Verbo Encarnado, por el Espíritu Santo, siga siendo la cuna sacerdotal en donde nos formemos los actuales pastores. El corazón de María que enseñó a palpitar y a amar al Sagrado Corazón de Jesús, “manso y humilde’, nos enseñe a tener un corazón que arda en amor a Dios y a la Iglesia, amor que se haga visible a través de una entrega renovada a la Evangelización de nuestros fieles.

Fuente: Seminario Pontificio Mayor de Santiago. Chile