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La maternidad espiritual de María
Ignace
de la Potterie
Jn
19,25-27
Estaban
junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María
la de Cleofás y María Magdalena. Jesús, pues, viendo a la Madre,
y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a la Madre: Mujer,
he ahí a tu hijo. Luego dice al discípulo: He ahí a tu Madre. Y
desde aquella hora el discípulo la acogió como algo propio[1]
En
nuestro libro sobre la Pasión según el evangelio de Juan tratamos
ampliamente de esta escena[2]. No vamos a repetir aquí todo lo que
expusimos en aquella obra. Con todo, reproduciremos lo esencial y
pondremos más en claro todo lo que se refiere a la madre de Jesús.
1.-
Síntesis de la historia de la interpretación
Puede
parecer un hecho sorprendente, pero lo cierto es que los Padres de
la Iglesia, en conjunto, no llegaron a interpretar estos versículos
como una revelación de la maternidad espiritual de María. Tal vez
haya que exceptuar a Orígenes en la introducción a su comentario
del evangelio de Juan[3]. Desgraciadamente, se ha perdido su
interpretación detallada de la Pasión. Ignoramos, pues, cómo
comprendió nuestro pasaje. Pero puesto que no encontramos eco
alguno de su pensamiento en la patrística posterior, parece que
tampoco él ahondó mucho en el tema que nos ocupa.
Los
textos patrísticos explican, prácticamente siempre, la escena de
María y el discípulo al pie de la Cruz en sentido moral. Ven en
esta escena un signo de la piedad filial de Jesús hacia su madre,
ya que, antes de morir, la confía a su discípulo amado. Los Padres
no fueron más lejos. Es cierto, por otra parte, que no dejaron
nunca de considerar a María como símbolo y “tipo” de la
Iglesia, como puede verse, por ejemplo, en los escritos de San Efrén
y de San Ambrosio[4].
Es
a partir de la Edad Media, sobre todo con Ruperto de Deutz[5],
seguido por otros, cuando se comienza a hablar de la maternidad
espiritual de María en la interpretación de Jn 19,25‑27. En
el Renacimiento, sin embargo, este tema pasa de nuevo a un segundo
plano, aunque encontramos ecos del mismo en los autores
espirituales. En el ámbito exegético se ha planteado de nuevo en
nuestro siglo.
Desde
hace unos cincuenta años, en efecto, se percibe en los exegetas un
nuevo interés por la maternidad espiritual de María en la
interpretación de esta perícopa. Este interés queda patente en
numerosos estudios especializados que en estos últimos años han
abordado el tema, estudios que no sólo proceden de los exegetas católicos[6],
sino también de los protestantes[7]. Pensamos de un modo muy
especial en el hermoso libro de Max Thurian, de Taizé[8]. El tema
se halla también ampliamente presente en los textos litúrgicos y
en los documentos pontificios[9].
Aunque
la interpretación moral, según la cual Jesús obró aquí
impulsado por un sentimiento de piedad filial, encuentre todavía
algunos partidarios, muchos exegetas de nuestro tiempo descubren en
la escena del Calvario la indicación de la maternidad universal de
María. Esta evolución en la exégesis se debe, ante todo, a los análisis
técnicos y literarios modernos, que no sólo permiten comprender
mejor la estructura del texto, sino también descubrir el trasfondo
bíblico de esta escena y su profundo simbolismo.
Como
dijimos al principio, esta orientación de la interpretación es
reciente en la historia de la exégesis. Es uno de estos casos en
que la interpretación de Juan en la Edad Media y la que lleva a
cabo la exégesis moderna suponen un progreso indiscutible con
relación a la interpretación de los Padres.
2.-
Contexto mesiánico y eclesiológico de los versículos 25‑27
En
el pasado, estos versículos se consideraban e interpretaban, de
ordinario, como una entidad aislada. Gracias a un mejor conocimiento
de la composición del cuarto evangelio, y también a una mejor
comprensión de la íntima unidad de los acontecimientos del
Calvario, se ha puesto de manifiesto que la escena de María y del
discípulo al pie de la cruz (v.25‑27) se halla estrechamente
vinculada tanto a los versículos que la preceden inmediatamente (la
túnica sin costura) como a los versículos que la siguen (“Todo
está consumado”). Esta escena también resulta ser formalmente
paralela de Jn 2,1-11 (las bodas de Caná). Sólo en este contexto,
a la vez inmediato y lejano ‑de un gran alcance teológico,
tanto desde un punto de vista mesiánico como eclesiológico‑,
puede comprenderse el sentido profundo de los versículos
25‑27. El contexto mostrará con toda evidencia que esta
escena de María y del discípulo al pie de la cruz significa mucho
más que la piedad filial de Jesús hacia su madre, y así se pondrá
de manifiesto la dimensión mesiánica y eclesiológica del
episodio.
Para
una mayor claridad, examinaremos este contexto en tres etapas.
a)
Paralelismo con la escena de las bodas mesiánicas
La
mayoría de los exegetas contemporáneos admiten que existe una
relación entre las bodas de Caná y el episodio de la Cruz,
particularmente en dos puntos. Como en Caná de Galilea, Jesús se
dirige aquí a su madre empleando el título “Mujer”. Este título,
como dijimos a propósito de Jn 2,11‑12, debe leerse teniendo
como fondo las profecías veterotestamentarias sobre la “Hija de
Sión”; tiene claramente una significación mesiánica. Es también
en las bodas de Caná donde Jesús advierte: “¿No ha llegado (ya)
mi hora?”, lo cual, como vimos, contiene una referencia implícita
a la hora de su muerte y de su glorificación en la cruz. Es en la
cruz donde repartirá generosamente el “vino bueno” de los
bienes de la salvación, la plenitud de su revelación.
Las
dos escenas forman, por decirlo así, una gran inclusión que abraza
y contiene la vida pública de Jesús. Ya San Agustín se refirió
al estrecho vínculo que une las dos perícopas:
“Esta
es la hora a que se refería Jesús cuando, poco antes de cambiar el
agua en vino, di o a su madre: “¿Qué hay entre tú y yo, mujer?
No es llegada aún mi hora”. Esta hora, que entonces no había
llegado aún y que él había anunciado, era la hora en la que,
estando ya para morir, había de reconocer (por madre) a aquella de
la que nació en cuanto mortal”[10].
Este
paralelismo es importante: el sentido mesiánico de las bodas de Caná
implica que el episodio paralelo de la Cruz se sitúa también en
una perspectiva mesiánica.
b)
Unión estrecha con la escena de la túnica “no dividida”
La
primera cosa a observar es que, por cierto artificio literario, las
dos escenas están, por así decirlo, conectadas entre sí.
Traducimos
muy literalmente:
v.24b Los
soldados, por un lado, esto hicieron.
v.25 Por
otro lado estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de
su Madre.
Mediante
el empleo, en el texto griego, de las partículas “men... de”,
procedimiento poco frecuente en Juan, las dos perícopas (la túnica
y el diálogo con María) se vinculan entre sí de una manera
particularmente estrecha.
La
tradición ha visto siempre en la escena de la túnica “no
dividida” un gran símbolo de la unidad de la Iglesia. Lo que los
soldados no hacen, a saber: “dividir” la túnica de Jesús
(Juan dice justamente “dividir”, y no “desgarrar”), es visto
por el evangelista como el anuncio de lo que en la escena siguiente
va a realizarse de manera positiva: la nueva comunidad mesiánica se
constituye en su unidad gracias a la Cruz[11]. María y el discípulo
son su prefiguración. Superada la antigua desunión de Israel, la
Hija de Sión realiza ahora su unidad en el nuevo pueblo de Dios. No
quiere esto decir que la Iglesia no vaya a conocer ya divisiones,
sino que, en el momento de su nacimiento, el pueblo de Dios,
superando sus pasadas divisiones, es reconducido a la unidad, en
Cristo crucificado. Del paralelismo de las dos escenas podemos con
razón concluir, con Barrett y Feuillet, que debían de tener
fundamentalmente el mismo sentido teológico. Barrett escribe
acertadamente: “Si la referencia de Juan a la túnica no dividida
de Jesús nos ofrece un símbolo de la unidad de la Iglesia
congregada por su muerte, aquí (en la perícopa de María) podemos
ver una ilustración de esta unidad”[12].
El
texto clave es el comentario que Juan añade a la profecía de Caifás
en 11,47‑52: “Conviene que muera un hombre... No dijo esto
(Caifás) de sí mismo, sino que como era pontífice aquel año,
profetizó que Jesús había de morir por su pueblo, y no sólo por
el pueblo, sino para reunir en uno todos los hijos de Dios
que estaban dispersos”. La fórmula griega “hina synagagéi eis
hen” es de tal concisión, que resulta difícil traducirla con
exactitud. Habitualmente se utiliza el término abstracto
“unidad”, y se vierte: “para reunirlos en la unidad”. Pero
el texto dice literalmente: “para reunirlos en uno solo”, en
neutro “eis hen”. Este “solo” lugar en que los hijos de Dios
dispersos son reunidos es probablemente Jesús mismo en la Cruz: en
torno a él, en él, se realiza la unidad para todos aquellos que
creen en él y que “miran su costado abierto” (19,37).
Concretamente ‑volveremos sobre ello más adelante‑, son
María y el discípulo que Jesús amaba: en su función simbólica,
representan aquí al conjunto del nuevo pueblo de Dios.
c)
Relación con la perícopa siguiente (sobre todo con el versículo
28)
El
exegeta protestante inglés G. Bampfylde[13] publicó, hace algunos
años, un estudio filológico sobre la construcción del versículo
de Jn 19,28. La conclusión a la que llega (conclusión que muchos
comentaristas admiten) es que la proposición final: “para que se
cumpliera la Escritura”, no debe relacionarse con “Jesús
dice”, que viene a continuación, sino con “todo estaba
consumado”, que precede inmediatamente. Quiere esto decir que el
cumplimiento de las Escrituras no consiste en el hecho de que Jesús
diga “tengo sed”, sino que este cumplimiento se realizó en el
episodio anterior, es decir, en la escena de María y del discípulo
al pie de la cruz. Si esto es así, entonces debemos leer: “Después
de esto (después de la escena que precede, a saber, del diálogo
con María y Juan), sabiendo que todo estaba ya consumado
para que se cumpliera la Escritura, Jesús dijo: Tengo sed”
(19,28). Por consiguiente, cumplióse la Escritura en lo que Jesús
dijo a su madre y al discípulo.
La
significación simbólica del episodio de la túnica no dividida se
hizo realidad en la escena de María y del discípulo al pie de la
cruz: allí, en estas dos personas, se hallaba representado el
pueblo mesiánico que Dios quería constituir; allí nació la
Iglesia. De este modo, cumplió Jesús hasta el fin (tetelestai) su
misión mesiánica tal como estaba descrita en la Escritura. Ahora
(“ya”) podía decir verdaderamente: “Todo está acabado”.
El
último acto mesiánico de Jesús se halla descrito, pues, en
los versículos 25‑27. Esta escena, que se encuentra en el
centro de los cinco episodios del Calvario, constituye, por así
decirlo, el cumplimiento de la historia de la salvación. Aquí, la
“hora” de Jesús alcanza su plenitud. Lo que aquí lleva a término
es mucho más que un acto de piedad filial con su madre. En la
plenitud de su hora realiza el acto mesiánico con el que consuma su
obra de redención y manifiesta hasta el extremo su amor por
nosotros. A. Feuillet escribió, con razón: “El evangelista, en
19,28, nos pide que en la escena que acaba de describirnos veamos la
cima de la obra mesiánica de Jesús y la manifestación suprema de
su amor salvífico”[14].
3.-
Interpretación de Jn 19,25‑27
a)
Las palabras de Jesús
Debemos
examinar más a fondo estas palabras de Jesús a su Madre: “Mujer,
he ahí a tu hijo”, y a su discípulo: “He ahí a tu madre”. Más
adelante hablaremos del versículo final 27b, que describe la
realización de la última recomendación de Jesús.
Uno
de los logros de la exégesis moderna es haber descubierto que, en
este caso, nos hallamos ante un género literario particular. Los
exegetas se planteaban la siguiente cuestión: ¿de qué género se
trata? Pensaban algunos ‑lo cual ha de excluirse, sin lugar a
dudas‑ que se trata de una fórmula de adopción. Pero al
principio de los años sesenta, el carmelita francés M. de Goedt
publicó a este propósito un artículo que se ha hecho clásico y
que ha recibido prácticamente la aprobación de todos[15].
La
novedad de su interpretación consiste en que demuestra que nos
encontramos aquí ante una fórmula técnica ‑él la llama un
“esquema de revelación”‑ que se presenta nada menos que
cuatro veces en el evangelio de Juan (1,21; 1,36; 1,47;
19,25‑27). Este esquema literario se compone de cuatro
elementos:
-
Las personas A y B (pueden también ser más);
-
la persona A ve a la persona B y
-
mirando a B, A declara a propósito de B algo que en griego
comienza siempre por idou o ¡de: “he ahí”;
-
sigue entonces un título que dice, anuncia o revela algo de la
persona B.
Para
comprender de manera concreta lo que el autor quiere decir, partamos
de un caso paralelo realmente claro; nos referimos a 1,36, donde se
habla de Juan Bautista a orillas del Jordán: “Al día siguiente,
otra vez hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista
en Jesús, que pasaba, y dijo: He ahí el Cordero de Dios”.
Los
cuatro elementos del esquema de revelación se distinguen aquí fácilmente:
-
Juan con dos discípulos cerca del
Jordán y Jesús que pasa;
-
Juan Bautista mira a Jesús,
-
y dice: He ahí…
-
el Cordero de Dios.
Con
esta declaración, Juan Bautista revela (cf. v. 31) que el
desconocido que pasa es el Mesías de Israel.
Si
admitimos que en la escena que tiene lugar al pie de la cruz
(v.25‑27) el evangelista emplea una fórmula semejante,
entonces debemos admitir también que las palabras que Jesús dirige
a su madre y al discípulo forman parte de un esquema de revelación.
Significan, concretamente, que Jesús, poco antes de morir en la
cruz, revela que su madre ‑en cuanto “Mujer”, con
toda la resonancia bíblica de esta palabra‑ será también
desde ahora la madre del “discípulo”, y que éste, como
representante de todos los “discípulos” de Jesús, será desde
ahora el hijo de su propia madre. Dicho de otro modo: revela
una nueva dimensión de la maternidad de María, una dimensión
espiritual, y una nueva función de la madre de Jesús en la economía
de la salvación; pero, de manera correlativa, revela al mismo
tiempo que la primera tarea de los discípulos consistirá en ser
“hijos de María”.
Integrados
en la estructura de este esquema de revelación, los dos títulos
“madre” e “hijo” indican, pues, una nueva relación entre la
madre de Jesús y el discípulo. Es esta una relación querida por
el mismo Jesús en el contexto del acontecimiento mesiánico y
eclesiológico de la Cruz. A este propósito, debemos tener muy
presente lo que la exégesis moderna ha puesto definitivamente en
claro, es decir, que hay en Juan una tendencia constante a presentar
a las personas en su evangelio actuando como personificaciones de un
grupo, y en este sentido, como símbolos, como “tipos”. No lo
hace en modo alguno para dejar que se volatilicen en el vacío o en
la mitología, sino para mostrarlas como representativas de un grupo
determinado. Vemos así, por ejemplo, que en el cuarto evangelio las
conversaciones de Jesús se establecen casi siempre con personas
aisladas[16] y que estos individuos representan entonces una categoría
de hombres en su relación con Jesús. Los ejemplos principales son:
Nicodemo, la mujer samaritana, María y Marta (las hermanas de Lázaro).
Algo parecido puede decirse de las dos personas presentes al pie de
la Cruz. La madre de Jesús y el discípulo amado cumplen aquí una
función representativa.
b)
El discípulo que Jesús amaba
La
tradición ha pensado siempre, con gran verosimilitud, que el
“discípulo que Jesús amaba” era el apóstol Juan, “aunque,
intencionadamente sin duda, jamás se cita por su nombre en Jn”
(TOB); es como si se quisiera sugerir que, en este momento, no
interviene en calidad de persona individual.
El
carácter estereotipado y enfático de la fórmula “el discípulo
que Jesús amaba”[17] llama la atención sobre dos grandes temas
joánicos: la condición misma de discípulo y el amor de
Jesús por el discípulo. No hay que comprender esta expresión en
sentido exclusivo, como si se tratase del único discípulo que Jesús
amaba o de una preferencia que Jesús habría tenido por este discípulo.
Es en este sentido que F.‑M. Braun escribe: “La proposición
relativa hon égapa (que él amaba) es menos la indicación
de un amor de predilección por el discípulo que una explicación
que tiene por objeto situar al discípulo en la esfera del ágape”[18].
En
el cuarto evangelio, dice también Braun, los “discípulos” en
general son los “amigos” de Jesús (cf. 15,13‑15). “El
discípulo que Jesús amaba” representa, pues, a los discípulos
de Jesús, quienes, como tales discípulos, son acogidos en la
comunión con Cristo. Esta interpretación aparece también, en más
de una ocasión, en las encíclicas pontificias; entre otras, en las
de León XIII. En la actualidad la defienden no pocos exegetas,
tanto católicos como no católicos. Así, por ejemplo, M. Dibelius
escribe que con esta fórmula el evangelista quiere designar “el
"tipo" mismo del discípulo ( ... ). El discípulo amado
es hombre de fe, que no tiene necesidad de pruebas (20,8). Es
testigo del misterio de la Cruz (19,35) y al pie de la Cruz se hace
hijo de la madre de Jesús como representante de los discípulos
que, en su relación con Dios, han venido a ser hermanos de Jesús
(20,17)”[19]. M. Thurian, en el libro anteriormente citado, dice
casi lo mismo: “El discípulo designado como "aquel que Jesús
amaba" es, indudablemente, la personificación del discípulo
perfecto, del verdadero fiel a Cristo, del creyente que ha recibido
el Espíritu. No se trata aquí de un afecto especial de Jesús por
uno de sus apóstoles, sino de una personificación simbólica de la
fidelidad al Señor”[20].
Esta
visión reviste una gran importancia para la significación eclesiológica
de la escena que se desarrolla al pie de la Cruz. Deberemos tenerla
muy presente cuando tratemos de la función de María, porque surge
aquí un pequeño problema (María y el discípulo representan ambos
a la Iglesia); pero, como veremos, es un problema más aparente que
real.
c)
La madre de Jesús y la nueva comunidad mesiánica
Debemos
recordar, ante todo, lo que antes hemos dicho a propósito del
contexto, a la vez más amplio y más inmediato, de la escena que
tiene lugar junto a la Cruz: el paralelismo con el relato de las
bodas de Caná y el hecho de que esta escena se sitúe en el centro
del relato de los cinco episodios del Calvario. Porque, precisamente
por estas correlaciones, la escena de María y del discípulo al pie
de la Cruz reviste una significación netamente mesiánica y
eclesiológica. Además, no podemos perder de vista el género
literario de las palabras de Jesús: un esquema de revelación. Con
todos estos datos a la vista, podemos ahora comprender mejor la
significación central de la madre de Jesús en esta escena.
El
título “Mujer”
Como
en Caná, Jesús se dirige a María llamándola “Mujer”, y no
“Madre”, como hubiera sido más normal. Convendría introducir
aquí toda una exposición sobre el significado del título
“Mujer”, pero nos limitaremos a remitir al capítulo anterior,
donde hemos hablado del “misterio de las bodas”[21]. Si el título
“Mujer” se interpreta en este sentido, a saber: como la
personificación y la imagen de la “Hija de Sión”, entonces la
dimensión mesiánica y eclesiológica de este título se hace más
manifiesta.
Sobre
este telón de fondo ‑como explica acertadamente A.
Serra‑ debemos situar algunos grandes textos proféticos que
hablan de la “Hija de Sión” (Is 60,4‑5; 31,344; Bar
4,36‑37; 5,5 ... ): la “Hija de Sión” o la “Madre Sión”
llama a sus hijos del exilio a fin de formar en torno a ella el
nuevo pueblo de Dios sobre el monte Sión. Juan aplica esto, por
transposición, al misterio de la Cruz, y lo concreta en las
personas de María y del discípulo al pie de la Cruz: “Alza en
torno tus ojos y mira: Todos se reúnen y vienen a ti, llegan de
lejos tus hijos, y tus hijas son traídas a ancas...” (Is 60,4).
Existe probablemente un cierto contacto literario entre este texto
de Isaías y la fórmula de revelación de Jn 19,26.
Si
consideramos este texto de Isaías u otros análogos como trasfondo
del versículo de Juan, entonces este versículo se hace realmente
muy sugestivo. María, la “Madre Sión”, realiza aquí en su
persona concreta y representativa lo que estaba anunciado en la gran
tradición profética. El discípulo que se hace “hijo” suyo es
la personificación de los “hijos de Israel”, que ahora forman
en torno a ella (la “Madre Sión”) el nuevo pueblo de Dios sobre
el monte Sión, en la Cruz. El título “Mujer” con el cual Jesús
se dirige a su madre, aquí más aún que en Caná, parece ser el
eco de esta gran tradición profética sobre la “nueva Sión”,
que con cierta frecuencia se representa bajo el símbolo de una
mujer (la “Hija de Sión”, la “Virgen Israel”, etc.), y esto
en relación con su maternidad mesiánica y escatológica.
Junto
a este trasfondo veterotestamentario, es de capital importancia
considerar también algunos textos paralelos de los escritos joánicos,
que arrojan abundante luz sobre nuestros versículos 25‑27.
Tenemos, en primer lugar, el texto de Jn 16,21, sobre el que se
apoya expresamente Ruperto de Deutz: “La mujer, cuando pare,
siente tristeza, porque llega su hora; pero cuando ha dado a luz un
hijo, ya no se acuerda de la tribulación, por el gozo que tiene de
haber venido al mundo un hombre”. En este texto, Jesús habla de
su pasión y de su muerte empleando la imagen de los dolores del
parto. Entre 16,21 y 19,25‑27 hay claramente tres puntos de
contacto: la mujer, su maternidad, la hora. La imagen de la mujer
que da a luz es frecuente en la tradición bíblica y judía. Esta
mujer que alumbra es la comunidad mesiánica, Sión, personificada
en la “Mujer” que está de pie junto a la cruz de Jesús. A propósito
de 16,21, A. Feuillet escribe: “Jesús presupone aquí la
identificación de su hora con la hora de la Mujer (Sión), de la
que ha de nacer el nuevo pueblo de Dios representado por sus discípulos”[22].
Los
diferentes contactos literarios entre los dos pasajes nos permiten
suponer que el evangelista, al escribir el texto 16,21, pensó en la
hora de Jesús y en la “Mujer” que el mismo Jesús da como
“madre” al discípulo. En razón de esta función de María en
la hora de Jesús, los versículos 25-27 no pueden comprenderse
simplemente en un sentido individual y moral. María representa una
colectividad, o mejor aún, en ella nace el nuevo pueblo mesiánico
que alumbra a sus hijos. “A los ojos de Cristo, escribe en otro
lugar A. Feuillet, ella representa a Sión y así ( ... ) quiere
atribuirle la maternidad metafórica y sobrenatural que los profetas
predijeron de Sión”[23].
Otro
de los pasajes paralelos que es preciso considerar es un texto del
Apocalipsis (12,1‑8). Puesto que hablaremos de ese texto con más
detalle en el capítulo siguiente[24], bastará indicar brevemente
algunos puntos de contacto. Sea quien fuere el autor del
Apocalipsis, lo cierto es que el libro vio la luz en el ámbito de
la tradición joánica. Ahora bien: en Ap 12 se habla también
‑en un contexto mesiánico‑ de una mujer que sufre los
dolores del parto. Según la mayoría de los exegetas, el texto
describe metafóricamente la comunidad mesiánica, la Iglesia. Por
dos veces (v.2 y 5) se hace referencia explícita a Is 66,7, donde
se describe la Sión mesiánica que da a luz. Por otra parte, según.
algunos autores, esta mujer también se refiere indirectamente a María,
la madre del Mesías, como imagen de la Iglesia. El paralelismo con
Jn 19,25‑27, donde aparece igualmente la palabra “Mujer”,
se confirma por la función comunitaria y eclesiológica que María
cumple junto a la Cruz.
Significación
personal y significación eclesiológica
No
sería acertado, sin embargo, interpretar la escena de María y del
discípulo al pie de la cruz inmediata y exclusivamente en un
sentido eclesiológico. María y el discípulo amado siguen siendo,
a fin de cuentas, personas individuales que conservan su función
personal y su significación propia en el misterio de la salvación.
Sin duda, el misterio se hace aquí más amplio, pero no hasta el
punto de volatilizar enteramente a las personas concretas y de
convertirlas en puros símbolos. La madre de Jesús conserva su
función maternal y el discípulo que Jesús amaba ha de venir a
ser, de manera cada vez más perfecta, un verdadero discípulo y el
hijo de María. Y esto resulta válido tanto para él como para
todos los discípulos a quienes él representa. Orígenes lo expresa
muy bien en un texto célebre, al que nos hemos referido al
principio de este capítulo:
“Nos
atrevemos a decir que, de todas las Escrituras, los evangelios son
las primicias y que, entre los evangelios, estas primicias
corresponden al evangelio de Juan, cuyo sentido nadie logra
comprender si no se ha inclinado sobre el pecho de Jesús y no ha
recibido a María por madre de manos de Jesús. Y para ser otro
Juan, es necesario hacerse tal que, exactamente como Juan, lleguemos
a sentirnos designados por Jesús como siendo Jesús mismo. Porque,
según aquellos que tienen de ella una sana opinión, María no
tiene más hijos que Jesús; cuando, pues, dice Jesús a su madre:
"He ahí a tu hijo", y no: "He ahí a este hombre,
que es también hijo tuyo", es como si le dijese: "He ahí
a Jesús, a quien tú has alumbrado". En efecto, quien alcanza
la perfección "ya no vive él, es Cristo quien vive en él"
(cf. Gál 2,20) y, puesto que Cristo vive en él, de
él se dice a María: "He ahí a tu hijo", Cristo”[25].
Es
importante mantener unidas la significación personal y la
significación eclesiológica de la maternidad de María. Al venir a
ser madre de todos los discípulos de Jesús, María se hace madre
de toda la Iglesia. Este título de “Madre de la Iglesia”
‑no podemos olvidarlo‑ fue atribuido a María por el
papa Pablo VI después del Concilio. Se halla sólidamente fundado
en el pasaje de Juan que estamos examinando. No hay contradicción
alguna en decir que María es, al mismo tiempo, imagen de la
Iglesia y madre de la Iglesia. Como personal individual, ella es la
madre de Jesús, y se hace la madre de todos nosotros, la madre de
la Iglesia. Pero su maternidad corporal con respecto a Jesús se
prolonga en una maternidad espiritual hacia los creyentes y hacia la
Iglesia. Y esta maternidad espiritual de María es la imagen y la
forma de la maternidad de la Iglesia. La maternidad de María y la
maternidad de la Iglesia, inseparablemente consideradas, son
importantes para la vida filial de los creyentes.
Para
venir a ser hijos de Dios, debemos hacernos hijos de María e hijos
de la Iglesia. Su Hijo único es Jesús, pero nos hacemos conformes
a él si nos convertimos en hijos de Dios e hijos de María.
Recordemos una vez más el texto del prólogo (1,12‑13), que
habla de la potestad que hemos recibido de venir a ser hijos de
Dios, según el modelo de aquel que no ha sido engendrado por
“voluntad de varón”, sino que “de Dios ha nacido”. En la
medida en que profundicemos nuestra fe en él, el Hijo único del
Padre, crecerá nuestra vida de hijos de Dios. Lo que se anuncia en
el prólogo encuentra su cumplimiento en la maternidad espiritual de
María al pie de la cruz: María, que, en virtud de la Encarnación,
concibió y dio a luz corporalmente a Jesús (de manera virginal),
concibe y alumbra espiritualmente a los discípulos de Jesús (también
ahora de manera virginal).
Madre
y arquetipo de la Iglesia
Lo
que hasta ahora hemos dicho acerca de los versículos 25‑27
nos permite comprender que este texto de San Juan, de tan denso
contenido, alberga varios elementos. junto a la Cruz, María es
efectivamente incorporada a la misión mesiánica de su Hijo. Se
encuentra allí representada como la “Madre” de los discípulos
de Jesús; así se prolonga en ella la función de la “Hija de Sión”
en el Antiguo Testamento. Esta función de María tiene un carácter
tanto individual como comunitario. Ella es la madre de Jesús y de
sus discípulos, pero es también la Consummatio Synagogae, la
Ecclesiae sanctae nova inchoatio, el “arquetipo” de la
Iglesia. Las nuevas relaciones entre la “Mujer” y el “discípulo”,
que se establece al pie de la Cruz en virtud de las palabras de Jesús,
son la manifestación del amor extremo de Jesús en el momento de su
hora” (cf. 13,1). Estas nuevas relaciones constituyen la verdadera
base de la unidad de la Iglesia.
Teniendo
esto presente, podemos sintetizar la interpretación de Juan
19,25‑27 de la manera siguiente.
María
y el discípulo amado representan conjuntamente a la Iglesia:
“Recapitulando todas estas consideraciones ‑escribe el
exegeta protestante R. H. Lightfoot‑ vemos con claridad que la
madre del Señor y el discípulo amado, que a partir de esta hora la
toma “en su compañía” representa a la Iglesia y a sus
miembros, en la "nueva creación" que ha recibido del Espíritu
Santo”[26]. Juntos personifican a la Iglesia, aunque de manera
diferente. El discípulo que Jesús amaba simboliza a los “discípulos
de Jesús” en cuanto tales, es decir, a todos los creyentes, y en
este sentido, a toda la Iglesia. María, la madre de Jesús,
simboliza a la Iglesia misma en su función materna. Ella es el
“tipo”, la imagen de la Iglesia y la madre de todos los
creyentes: “Después de recibir el título y la función de
"madre de Dios", recibe el título y la función de
"figura de la Iglesia‑madre". Comprendemos la
maternidad de la Iglesia meditando sobre la maternidad de María,
madre del Señor y madre del discípulo amado”[27]. La doctrina
según la cual María es la figura de la Iglesia es clásica en toda
la Tradición: “Maria‑Ecclesia, Ecclesia‑Maria;
ambos nombres irán siempre unidos en la reflexión de los Padres de
la Iglesia”[28].
De
todo ello se desprende claramente que la doctrina mariana de Juan se
integra en su eclesiología. Como ya dijimos antes, toda la escena
de la Cruz tiene en Juan un alcance principalmente eclesiológico;
pero esto ha de afirmarse sobre todo de la parte central de esta
escena, de las palabras de Jesús a su madre y a su discípulo. Así
podemos concluir, con A. Feuillet: “...nos parece anacrónico
sostener que Juan pudo celebrar una maternidad espiritual de María
concebida de manera autónoma, sin relación estrecha con la
maternidad de la Iglesia ( ... ). Si, sobre todo, es Lucas el
evangelista que pone de relieve la maternidad propiamente divina de
la Virgen, es San Juan, sin lugar a dudas, el que más empeño pone
en mostrar en ella el prototipo de la Iglesia”[29].
d)
El versículo 27b
Este
reviste una gran importancia para la interpretación fundamental de
toda la escena del Gólgota. La traducción habitual:
“Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”, no
refleja exactamente la significación profunda del texto griego:
“elaben ho mathétés autén eis ta idía”.
El
verbo lambáno que aquí se utiliza tiene tres
significaciones en el evangelio de Juan. Cuando se trata de un
objeto material, lambáno tiene el sentido activo de
“tomar”; por ejemplo: “tomó entonces los panes” (6,11).
Cuando el verbo lambáno tiene como complemento directo una
realidad puramente espiritual, significa en sentido pasivo:
“recibir”, por ejemplo, cuando Jesús dice a sus discípulos:
“recibid el Espíritu Santo” (20,22), o en el prólogo: “de su
plenitud recibimos todos, gracia por gracia” (1,16). Estos
son dos casos extremos: el objeto del verbo es bien un objeto
puramente material, bien una realidad exclusivamente espiritual.
Pero
se da un tercer caso: cuando el complemento del verbo lambáno es
una persona viviente; las más de las veces se trata de la persona
de Jesús. En estos casos, lambáno no puede traducirse por
“tomar” ni por “recibir”. No se “toma” una persona
viviente como se toma un pan o un libro, ni tampoco se la
“recibe” como se recibe la gracia o el Espíritu Santo. Las
lenguas germánicas no disponen de ningún verbo que traduzca
exactamente este matiz; pero las latinas tienen uno excelente: en
francés, es accueillir, en italiano, accogliere, en
español, acoger. En realidad, este verbo expresa una actitud
de fe, como puede verse en tres o cuatro textos en que el verbo lambáno
se emplea en este sentido y donde es puesto en relación con el
verbo “creer”. Concretamente, se trata siempre de la persona de
Jesús, que es “acogida” con fe o rechazada por la incredulidad
de los hombres. Hallamos un nuevo ejemplo, muy claro, en el prólogo:
“Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron (ou parélabon).
Mas a cuantos le acogieron (élabon) dióles poder.... a
aquellos que creen en su Nombre ...” (1,11‑12). En
otros lugares del cuarto evangelio encontramos también esta misma
relación entre lambáno (con el sentido de acoger) y
“creer” (5,43‑44; 13,19‑20). También aquí se
trata de “acoger” a Jesús. La única ocasión en que este verbo
no se refiere a la persona de Jesús es precisamente en la escena
que tiene lugar al pie de la Cruz, donde el verbo tiene como
complemento a la madre de Jesús, María.
¿Cuál
es su significación? No significa, ciertamente, que el discípulo
“toma” a María para conducirla a su casa. Esta interpretación
corriente es demasiado material. Pero tampoco quiere decir que el
discípulo la “recibió” pasivamente (¿de quién la
“recibe”?). El objeto del verbo lambáno es aquí la
persona de María; como en los casos anteriores, se trata de un
“acoger en la fe”, en el sentido de una actitud de fe, de una
reacción positiva al testamento de Jesús. El discípulo pone en práctica
en su vida misma lo que Jesús acaba de pedirle, es decir, hacerse
hijo de María. Ha de hacerse, en otros términos, un verdadero
creyente: creyente con respecto a María y con respecto a la
Iglesia.
Pero
son las tres últimas palabras del versículo las que plantean el
problema más grave: “eis ta idía”, que la Vulgata traduce:
“in sua”. ¿Cómo han de entenderse estas palabras? ¿Y cómo
traducirlas? Hay una versión de todos conocida: “El discípulo la
tomó (o la acogió) en su compañía”, con lo cual se
entiende, de ordinario, en el sentido de: en su casa. Creemos
haber demostrado en otro lugar que esta traducción es inexacta.
Pero ésta es una toma de posición que ha suscitado prolongados
debates[30]. Aquí no podemos hacer otra cosa que presentar un
resumen muy sucinto de la interpretación que, a nuestro juicio,
impone el análisis detallado del vocabulario y de los paralelos.
Es
verdad que eis ta idía significa, con frecuencia, “en la
casa”, “en su patria”, etc.; pero, en este caso, la expresión
se emplea siempre con un verbo que describe un desplazamiento
material. Se sale de viaje y, después de una larga ausencia, se vuelve
a casa. O bien, se envía a alguien a su casa. Hallamos
algunos ejemplos en el Nuevo Testamento; así, en Hech 21,6: “...
subimos a la nave, volviéndose ellos a sus casas”. Pero
en la escena de la Cruz, élaben no describe un
desplazamiento material. Como ya hemos indicado, este verbo
significa el principio de una actitud de fe; se trata de un
“movimiento”, si se quiere, pero de un movimiento puramente espiritual
(“acoger”), la primera etapa del itinerario de la fe. Cierto
es que, junto con esta actitud de fe, pudo darse también un
desplazamiento físico; pero tal desplazamiento queda totalmente
fuera de la perspectiva del versículo y de toda la perícopa, que
se sitúa en un plano propiamente teológico. Sin embargo, a pesar
de que se trata de una actitud espiritual, se añade aquí eis ta
idia. ¿Cuál es entonces el sentido de estas tres palabras? No
se hace referencia ciertamente a una casa, sino a lo que es
“propio” del discípulo, como lo sugiere la utilización
reiterada de ¡díos en San Juan (p. ej., 10,4). Es preciso
comprender eis ta idía en el sentido de una apropiación
metafórica, en relación con el discípulo: él la acogió “como
propia, como suya” (G. Blaquière). Pero ¿cómo traducir esta
significación metafórica? Porque la preposición eis tiene
un sentido dinámico en San Juan; describe siempre un movimiento
hacia el interior (físico o metafórico).
El
comentario del cardenal Toledo[31], que data de la época del
Renacimiento, pero que remite aquí a San Ambrosio, nos servirá de
punto de partida para la exégesis que vamos a proponer. Ambrosio,
según Toledo, habla a este propósito de los “bienes
espirituales” (spiritualia bona) que el discípulo había
recibido de Jesús. Toledo resume esta exégesis de in sua de
Jn 19,27b en una hermosa fórmula: “inter sua spiritualia bona”.
En traducción literal, esto significa: “entre sus bienes
espirituales” (cf. L. de la Palma: “y la miraba... como la mayor
y mejor parte de sus bienes.... la contaba entre los bienes
espirituales”). Aunque esta expresión resulta algo extraña en
las lenguas modernas, nos permite comprender claramente el sentido
del texto. En su gran trilogía L’Église du Verbe Incarné[32],
C. Journet entiende también estas palabras de la misma
manera: “La tomó (digamos, más bien, la acogió) en su
intimidad”, en su vida interior, en su vida de fe. Esta
interioridad del discípulo no es otra cosa que su disponibilidad a
abrirse en la fe a las últimas palabras de Jesús y a poner en práctica
su testamento espiritual, haciéndose hijo de la madre de Jesús,
acogiéndola como a su propia madre: desde este momento, la
madre de Jesús es también la suya, el discípulo “la ha acogido
como algo propio”.
Es
interesante mencionar, además ‑son varios los autores que
también lo han indicado‑, que la fórmula eis ta idía presenta
un claro paralelismo con el versículo 11 del prólogo. Jesús,
cuando tuvo lugar la Encarnación, vino a sus propios dominios: eis
ta idía. Es literalmente la misma fórmula. El “dominio
propio” de Jesús no es un lugar, sino el pueblo de Israel. La
idea de “dominio”, de “su posesión”, ocupa el primer plano.
Este dominio es “el suyo”; está constituido por “los
suyos”, que acogen o que no acogen al Mesías. Se trata también
aquí de una actitud de fe (cf. el v.12b).
4.-
Conclusión: el “rostro mariano” de la iglesia
La
significación de “la Mujer Sión” veterotestamentaria se aplica
tanto a María como a la Iglesia. María, “tipo” de la Iglesia,
es un tema clásico, del que se ha hecho eco el Vaticano II; debemos
abordar todo lo que en este tema se halla implicado.
María
al pie de la Cruz es verdaderamente la personificación de la
Iglesia, la Kirche ¡m Ursprung (la “Iglesia naciente”),
en palabras de J. Ratzinger y H. Urs von Balthasar[33]; quiere esto
decir que nos encontramos aquí con un dato teológico importante,
tanto para la eclesiología como para la mariología; este tema ha
sido ya objeto de notables estudios por parte de algunos teólogos
modernos. H. Urs von Balthasar, por ejemplo, habla del “rostro
mariano de la Iglesia”[34] y C. Journet escribió en su gran
trilogía sobre la Iglesia: “Toda la Iglesia es mariana”[35].
Citamos gustosamente un hermoso texto de esta obra, en el que se
describe a María como arquetipo de la Iglesia y como Esposa:
“María
se nos presenta como la forma, es decir, como el modelo y
el tipo de la Iglesia. San Pedro pedía a los presbíteros
que condujesen a la Iglesia, que fueran los modelos, los tipos del
rebaño que se les había confiado (1 Pe 5,3). En un sentido
incomparablemente más elevado, María es modelo y tipo de la
Iglesia. Ella es, en el interior de la Iglesia, la forma en la que
la Iglesia se perfecciona como Esposa para darse al Esposo. Cuanto más
se parece la Iglesia a la Virgen, más se hace Esposa; cuanto más
se hace Esposa, más se asemeja al Esposo, y cuanto más se asemeja
al Esposo, más se asemeja a Dios: porque estas instancias
superpuestas entre la Iglesia y Dios no son más que transparencias
en las que se refleja el único esplendor de Dios”[36].
En
Occidente se tiende, en general, a ver únicamente en la Iglesia un
organismo constituido por hombres, en el que, en el plano de la
dirección y la organización, las mujeres desempeñan un papel de
escasa importancia. En realidad, se ha acentuado de una manera
demasiado intensa y exclusiva su aspecto institucional y masculino,
de modo que el “rostro, mariano”, el “rostro femenino y
maternal”, el aspecto místico de la Iglesia ha quedado
oscurecido. Para corregir esta perspectiva unilateral a partir de la
Escritura, H. Urs von Balthasar nos ofrece una interesante
sugerencia. Toma como punto de partida el texto misterioso de Jer
31,22: “Vuelve, Virgen de Israel (Virgo Israel); retorna a
esas tus ciudades. ¿Hasta cuándo has de andar titubeando, hija
descarriada? Pues hará Dios una cosa nueva en la tierra: la
Mujer buscará a su marido”[37]. La “Hija de Sión”, la
“Virgen Israel”, en tiempos infiel, buscará a Dios, su esposo,
y se unirá a él. A partir de este texto, H. Urs von Balthasar
muestra el lugar de la mujer en la Iglesia. Ella es el símbolo de
la Iglesia en su relación de Alianza, en su relación esponsal con
Dios. Únicamente la mujer puede dar a la Iglesia este rostro
femenino y mariano. Únicamente la mujer puede simbolizar a la
Iglesia‑Esposa.
De
una manera hasta cierto punto alegórica puede aplicarse el mismo
tema a la escena de María y del discípulo al pie de la Cruz. Una
“Mujer” y un hombre permanecen junto a la Cruz de Jesús, en una
función de representación tipológica. Pensemos por un instante en
otras palabras que Jesús habría podido pronunciar en esta ocasión:
palabras diferentes de aquellas que encontramos en Jn
19,26‑27, parecidas a las del discurso de misión del
Resucitado en los sinópticos (cf. Mt. 28,29‑30; Mc
16,15‑18); habría podido decir a María, por ejemplo, que
observara todo lo que el apóstol le mandase hacer (cf. Mt. 28,20)
en nombre del mismo Jesús. Pero ¡nada de esto encontramos! ¿Quién
es aquí la figura principal, la que tiene el papel más importante?
No es el discípulo, sino la “Mujer”: María. En cuanto al
“discípulo que Jesús amaba”, la única misión que recibe es
la de tener a María por madre. Su primera tarea no es ir a predicar
el evangelio, sino hacerse “hijo” de María. Para él y para
todos los demás, es más importante ser creyente que apóstol. La
misión apostólica le será confiada más tarde, después de la
Resurrección (Jn 20,21; 21,20‑23). Pero ser hijo de María y
de la Iglesia‑madre es el primero y más fundamental aspecto
de toda su existencia cristiana. Y esto tiene plena validez tanto
para el sucesor de Pedro, para los obispos y los sacerdotes, como
para cualquier creyente. jugando un poco con las palabras, podemos
decir: ser incorporados como hijos de Dios al misterio de la
Iglesia, nuestra madre, es más esencial que ejercer un ministerio
en la Iglesia. En el Calvario, en el momento en que la Iglesia
nace en estas dos personas, en esta mujer y en este hombre que
simbolizan la Iglesia, las palabras de Jesús son de una importancia
crucial para su recíproca relación. No se trata todavía de enviar
al discípulo en misión apostólica, ni de encomendarle la tarea de
proclamar la Buena Nueva y de enseñar, sino de una previa invitación
a hacerse “hijo” de María, “hijo” de la Iglesia, es decir,
un verdadero creyente en la Iglesia. Y ‑como leíamos en el prólogo‑
aquellos que creen vendrán a ser hijos de Dios y hermanos de Jesús
haciéndose hijos de María e hijos de la Iglesia.
De
nuevo se pone aquí de relieve la significación providencia¡ de la
constitución Lumen gentium del Vaticano II, que describe la
Iglesia como “pueblo de Dios”, y no, sin más, como una
organización diversamente articulada. La estructura de la Iglesia
es necesaria, ciertamente, y la jerarquía de la Iglesia tiene su
importancia; pero no constituye su más profunda esencia. La esencia
de la Iglesia, que es la Hija de Sión, es ser el pueblo de
Dios, que vive en relación de Alianza con Cristo, y en él, con
Dios. Estas reflexiones no hacen otra cosa que prolongar la teología
de Jn 19,25‑27.
¿Cuál
es entonces, de acuerdo con esta interpretación, el lugar de la
mujer en la Iglesia? Las ideas de H. Urs von Balthasar en torno al
doble rostro de la Iglesia concuerdan perfectamente, a nuestro
juicio, con la eclesiología de Juan, que presenta en dos ocasiones
a la madre de Jesús como “Mujer”. Hay, por una parte, el
aspecto petrino e institucional, que H. Urs von Balthasar enmarca en
lo que él llama “el cauce apostólico”[38]; pero hay también,
por otra parte, el aspecto mariano y femenino de la Iglesia. Este último
enfoque es, en gran medida, una adquisición de la eclesiología
contemporánea[39]. Los dos aspectos tienen una importancia esencial
para una teología equilibrada de la Iglesia, bíblicamente
cimentada.
El
simbolismo de la “Hija de Sión” es el dato bíblico más
fundamental de este aspecto mariano de la Iglesia. Concuerda
perfectamente con la eclesiología de Juan, que es en esencia una
teología de la relación de Alianza. En el plano simbólico, la
Iglesia, como María, es la Mujer” que se encuentra en relación
de Alianza con su Esposo, Cristo. Esta es la estructura básica de
la Iglesia en cuanto Esposa de Cristo y Madre del pueblo de Dios;
como enseña claramente el Vaticano II, la Iglesia es esto en primer
lugar. En cuanto “pueblo de Dios” y “Esposa de Cristo”, la
Iglesia ha de interpretarse bíblicamente sobre el trasfondo de la
teología de la Alianza. Ahora bien: es ahí precisamente donde se
sitúa también la dimensión mariana de la Iglesia. Se pone así de
manifiesto una relación dialéctica entre los dos rostros de la
Iglesia, el rostro mariano y el rostro petrino. Ambos pertenecen a
la estructura de la Alianza; son las dos caras de una misma
realidad. Pero el rostro mariano expresa el aspecto más interior y
más profundo del misterio de la Iglesia.
H.
de Lubac ha reunido numerosos textos de la tradición que hablan de
la función maternal de la Iglesia[40]. Fundamentalmente, la Iglesia
es nuestra “madre”. ¿Por qué? Porque es a ella a la que
debemos el haber nacido a la vida sobrenatural. Es nuestra madre, la
Iglesia, la que nos hace descubrir a Cristo. Es nuestra madre, la
Iglesia, la que nos ha engendrado como cristianos. Es nuestra madre,
la Iglesia, la que nos ha instruido en la fe. Gracias a la Iglesia,
nuestra madre, venimos a ser hijos de Dios. Aunque algunos de sus
representantes nos inspiren aversión y nos hagan sufrir, estos
sentimientos no tienen nada que ver con la realidad fundamental de
la Iglesia. El aspecto maternal de la Iglesia guarda un paralelismo
perfecto con todo lo que una madre hace por su hijo: concebirle,
darle a luz, educarle, hacerle crecer, afirmarse y madurar en el círculo
familiar; todo esto se aplica a la Iglesia y a María. Sorprende ver
cómo se identifican aquí, por así decir, las dos figuras, la
Iglesia y María. María es verdaderamente la “realización
suprema de la Iglesia” (C. Journet).
Desde
un punto de vista bíblico, la significación fundamental del
misterio de María se encuentra, pues, en su función esponsal y
materna: ella es madre de Jesús y madre de los discípulos; pero en
su relación con Cristo viene a añadirse otro aspecto, su función
de Esposa: ella, la “Mujer”, la Hija de Sión es la Esposa de
Cristo, como antes hemos visto. No deja de ser extraño que haya
tantos teólogos que todavía duden en afirmarlo. ¿Cómo María, se
preguntan, puede ser a la vez madre de Jesús y su Esposa? Es
evidente que esto no es posible más que en dos planos diferentes.
Como persona individual, ella es la madre de Jesús; pero en virtud
del lugar que ocupa en la misión de Jesús y de su función simbólica
y representativa como “Hija de Sión”, María es también su
esposa y su colaboradora en la obra de la salvación. No vacilemos
en aceptar esta verdad, porque se halla claramente contenida en la
Escritura. Lo que acabamos de decir de María puede aplicarse analógicamente
a la Iglesia, la cual es también Esposa y Madre, como subraya con
vigor Isaac de Stella en una hermosa página que antes hemos
reproducido[41].
Antes
de concluir, detengámonos por un momento en otro significativo
texto, del que es autor el comentarista alemán Gerhoh von
Reichersberg (siglo XII). Completa felizmente la fórmula de la Edad
Media, que ha hemos citado[42], y sintetiza perfectamente lo que
decimos. Según los autores medievales, María es, en cierto modo,
el cumplimiento de la esperanza del Antiguo Testamento, pero ella es
también la primera realización del pueblo de Dios de la Nueva
Alianza. María se encuentra, pues, orientada en dos direcciones
opuestas. Es el punto de unión de la Sinagoga y de la Iglesia. La
orientación hacia el pasado se expresa en las fórmulas medievales:
Figura Synagogae y Consummatio Synagogae; pero en el texto de
Gerhoh von Reichersberg estas dos orientaciones encontradas se
presentan juntamente.‑ “Fuit ac permanet... Beata
virgo Maria... consummatio Synagogae ( ... ); et Ecclesiae
sanctae nova inchoatio”, es decir “La bienaventurada Virgen
María fue y permanece siendo el cumplimiento de la Sinagoga ( ...
); y es el nuevo comienzo de la Iglesia santa”.
Debemos
plantear una última cuestión: ¿cómo la madre de Jesús
ejerce su función de madre del discípulo amado y, por
consiguiente, de todos los discípulos de la Iglesia? No nos lo dice
el pasaje de 19,25‑27. Pero también aquí puede venir en
nuestra ayuda una perícopa cercana, la que nos relata el episodio
del costado traspasado (19,31‑37), con el que se concluye el
relato joánico de la pasión; el último versículo es
particularmente sugestivo: “(Ellos) miraban al que traspasaron”
(19,37). Pero ¿a quiénes designa el pronombre “ellos”?
Casi sin ninguna duda designa, en primer lugar, al discípulo mismo
(cf. el v.35); pero el plural “ellos” ha de designar a las dos
personas presentes al pie de la Cruz, la madre de Jesús y el discípulo;
además, el discípulo representa a todos los discípulos, a toda la
Iglesia[43].
En
esa mirada de María y de los discípulos al costado abierto de Jesús,
la madre de Jesús ejerce ya su papel de madre. Viene a confirmarse
así un nuevo paralelismo con las bodas mesiánicas. En Caná, María
dijo a los servidores que hiciesen todo lo que Jesús les dijera.
Estas palabras eran palabras de Alianza, como ya hemos mostrado; tenían
por finalidad orientar a los servidores hacia Jesús
y constituir de este modo el nuevo pueblo de Dios. De la misma
manera que Moisés en el Sinaí fue el mediador de la Alianza entre
Yahweh e Israel, así también María, según el relato de Caná,
ejerce el papel de mediadora en la realización de la Alianza entre
Jesús y aquellos que le sirven. De estas últimas palabras de María
en el evangelio se desprende un simbolismo general de la función de
María en relación con los creyentes, en relación con la Iglesia.
María y el discípulo amado al pie de la Cruz, con la mirada fija
en el costado atravesado de Jesús, forman conjuntamente la imagen
de la Iglesia-Esposa, orientada hacia su Esposo, Cristo. Así se
cumple la profecía de Caifás: Jesús muere “para reunir en uno
todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (11,52); se cumple
también lo que el mismo Jesús había anunciado: “Y yo, si fuere
levantado de la tierra, atraeré todos hacia mi” (12,32). Hacia
él se orienta la mirada de María y del discípulo; hacia él,
con el costado abierto, y, por tanto, hacia “la puerta de la
vida” (San Agustín). La vida profunda de Jesús, la vida de su
corazón, simbolizada por el agua del Espíritu que sale de
su costado, viene a ser la vida de la Iglesia; el corazón de Jesús
se hace el corazón de la Iglesia. El discípulo fija la mirada en
el corazón de Jesús, pero lo hace gracias a la mirada de María,
su madre, del mismo modo que las palabras de María en Caná
orientaron a los servidores hacia Jesús. En este sentido, puede
decirse, con una larga tradición, que la Iglesia nació del costado
atravesado (del corazón) de Jesús[44]. Pero en este nacimiento de
la Iglesia es María la que ejerce la función de madre con
su fe y con su mirada fija en la llaga del costado de Jesús, ella
invita a los creyentes, sus hijos, a acercarse al corazón de Jesús,
este corazón donde la Iglesia habita en su misterio:
“Cuando
abrieron su corazón, (ya) había él preparado la morada, y abrió
la puerta a su Esposa. Así, gracias a él, pudo ella entrar y pudo
él acogerla. Así pudo ella habitar en él y él en ella”[45].
Ignacio
de la Potterie
María
en el misterio de la Alianza
BAC,
Madrid, 1993, pp. 255-281.
Fuente:
apologetica.org
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