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Santa María Virgen, Reina
Padre
Pablo Largo, cmf
Lc
1, 26-38
Una
nueva fiesta mariana, aunque con otro rango que la Asunción de María.
Al fin y al cabo, no es sino uno de sus pliegues. El título resulta
particularmente extraño a oídos protestantes. De hecho, en la
Escritura, por dos veces aparece en labios de María la expresión
“esclava”: el diálogo de la anunciación del Señor concluye
con las palabras “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra”; y en el Magnificat repite María: “ha mirado
la humillación de su esclava”. El salto parece demasiado brusco;
reparemos, con todo, en que pocas líneas más adelante se lee:
“derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”.
Los pasos para asignar a María ese título pueden haber sido éstos:
Jesús, por su muerte y resurrección, recibe en la comunidad
cristiana los títulos de hijo de David, rey, Rey de reyes y Señor
de señores. A María se la puede llamar, en consecuencia,
madre del Rey. Así, Sedulio, en el s. VI, la saluda con estas
palabras: “Salve, Madre Santa, Tú que has dado a luz al Rey que
sostiene en su mano, a través de los siglos, el cielo y la tierra;
al Rey cuya divinidad y cuyo imperio, que abarca todo en su círculo
eterno, no tendrá fin”. De ahí se da el salto a designar a María
como reina que comparte la dignidad del rey. El arte la presentará
con los motivos y atributos de las emperatrices de la época. Siglos
más tarde, la lectura de Ap 12 en clave mariológica (como siguen
haciéndolo distintos autores) mostrará a María con la luna bajo
los pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza: la luna
representa la creación material; las estrellas, el mundo
espiritual. Según esto, María es reina y señora del universo.
Nosotros podemos recordar dos pasajes del Concilio Vaticano II en la
Constitución Lumen Gentium. Dice el primero: “La Virgen
Inmaculada […] fue enaltecida por el Señor como Reina del
Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de
los que dominan (Apoc., 19, 16) y vencedor del pecado y de la
muerte” (nº 59). Y poco más adelante se añade: “una vez
asunta a los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa
alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna
salvación. Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que
peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra
el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz” (nº 62).
En una palabra: en la comunión de los santos, María sigue
cooperando al designio salvador del Padre. Sigue siendo la misma, la
mismísima: la que se entrega rendidamente a la voluntad de Dios.
Fuente:
cuidadredonda.org
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