Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores 

Elisabeth Alemán

 

Juan 19, 25-27

“ Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas…” Hb 5,7.
“En tus manos están mis azares” Sl 30
“Junto a la Cruz de Jesús estaba su Madre” Juan 19, 25-27

Es bueno y sano que la vida nos vaya cambiando, si con ello se abre en nuestro andar la esperanza. Lo malo y pernicioso es que la vida nos cambie hacia la amargura y la negación.

Tú sabes, Madrecita mía, María, qué pobremente te consideraba de adolescente y de joven. Te veía estática, siempre con las manos juntas. Algunos te llamaban “de Lourdes”, otros “de Fátima”, otros “Auxiliadora”, otros “Inmaculada”… Hasta que un día alguien te llamó Santa María de la Esperanza.

Aún hoy, al decir esperanza, identifico esta palabra con la juventud. La Esperanza es alegre, dinámica, audaz, fuerte, sonora. La Esperanza baila, sueña, goza, vibra. A partir de aquel día, siempre que te contemplo, “de Lourdes”, “de Fátima”, “Auxiliadora”, o “Inmaculada”, ya no te veo rígida e insulsa, sino como la Mujer joven, la Mujer vestida de Sol: Mujer Nueva, Arca de la Alianza y Mujer de Dolor, toda tú, vestida de Compasión, Mujer toda Corazón de Madre.

Al pie de la Cruz, a punto de ver morir a tu Hijo, se amontonan a borbotones los retratos de tu vida excepcional. En tu mente y en tu corazón, aquella luz que te envolvió y … el Verbo se hizo carne en tu ser. El recuerdo de tu abrazo con Isabel, bailando las dos de gozo: “El Señor es nuestro Dios. ¡Qué grande es el Señor!...” Los apuros de José camino de Belén: “Pepe, mira que viene el Niño”. Y, cuando nació Jesús, tan precioso, vinieron los proscriptos del mundo judío a contemplarle: los pastores… Vinieron de lejos a adorarle: unos magos de Oriente. Pero la Casa de Israel no le reconoció. No querían saber nada de aquel Don divino. Aún neonato, ya era una amenaza… De nuevo, José toma al Niño y a su Madre y se los lleva a Egipto. Pero algo pasó un poco antes de marcharse a toda prisa… Lo presentaron al templo… Aquella anciana, aquel anciano que le anuncia: “una espada atravesará tu corazón”….

Un viento fuerte te golpea el rostro y levantas la mirada y, ante tus ojos, tu Hijo destrozado… “Hijo mío, ¡cómo te han herido! ¿Por qué el mundo no te ha reconocido?...” Y, más rápido que la velocidad de la luz, tu mente revive el rostro de tu Hijo precioso, con el agua del Jordán corriendo por su frente y su barba, mientras su primo, Juan, le bautiza. Y aquel acontecimiento revelador en las bodas de Caná. Toda aquella agua convertida en el mejor vino. Le ves como la Compasión personificada en el Monte, hablando a la muchedumbre. Y aquel día con los panes y los peces, que no acababan de salir de las cestas. Se ensombrece tu rostro porque hace sólo unos instantes estabais Cenando... “¡Ay qué triste te veía, Hijo mío!...

Pero todo se ha precipitado y la muerte acecha a tu Hijo. 

Una voz ronca y débil llega a tus oídos: “Madre, ahí tienes a tu Hijo”. Tu mirada inteligente, dócil al Espíritu, te lleva a fijarte en el discípulo. Y vaya visión. Ves a tu Hijo en el discípulo. De pronto, Jesús obra el último milagro de su vida mortal, cuando afirma: “Hijo, ahí tienes a tu Madre”. El discípulo separó sus ojos de la visión cruel de aquel Hombre acabado, y fijó su mirada en la Mujer que tenía entre sus brazos. Notó algo en lo que no había caído en la cuenta: ¡Qué parecidos eran la Madre y el Hijo! … Y ¿quién más está ahí dentro de esos ojos enormes de Madre?... El discípulo ve reflejado su propio rostro. Ese discípulo eres tú y soy yo.

Ahora, ambos, Madre y discípulo, miramos al Crucificado. Ambos decimos al Hijo de Dios: ¡Hijo mío, Hermano mío, Esposo mío, Padre mío, mi Luz y mi Salvación!

Mientras el mundo tiembla, el templo se resquebraja, los discípulos estamos acobardados de preocupación por el futuro negro… Tú, mi nueva y recién estrenada Madre, ves desde tu Corazón lleno de compasión, que la noche se hace día. Madre, tú la primera, divisas la Aurora. Como en Nazaret, aquel primer día de la Encarnación, en tu ser crece la Esperanza.

Tus ojos llenos de esperanza me miran. Soy el discípulo a quien el Crucificado le regaló su Madre. Con el Corazón desgarrado y la fe bañada en la Sangre de tu Hijo, tú repites al discípulo amado: “Haced lo que El os diga”.

Fuente: cuidadredonda.org