Mujer he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre

Pablo Cardona

 

Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: Mujer he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa. (Juan 19,2527).

1º. La vida terrena de la Santísima Virgen se puede resumir en una sola palabra: Fidelidad a la Voluntad de Dios. 

Desde la Anunciación hasta el Calvario, Santa María fue respondiendo con un sí a todo lo que le pedía Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra». 

Su correspondencia fue total y su fidelidad llena de fe. 

María supo cumplir la voluntad de Dios aunque algunos de los sucesos que tuvieron lugar en su vida no los llegaba a comprender, pero por su inmensa fe y amor los iba aceptando.

2º. Ahora, con auténtico amor de Madre acompaña a su Hijo en el momento más doloroso: la crucifixión. 

Es el único consuelo que tiene Jesús en el momento terrible de la Cruz; pero no pensemos que es el único momento en que la Virgen acompaña a su Hijo. 

Ahí están reflejados en el Evangelio sus siete dolores: son ejemplos maravillosos de su constante sacrificio lleno de alegría, de fidelidad.

María en la cima del Calvario recordaría aquella frase de Jesús cuando juntos asistieron en Caná a la boda de unos amigos «Aún no ha llegado mi hora» (Juan 2, 4). 

Precisamente en esos momentos, en la Cruz, se hacía presente la hora de la Redención, la hora de Jesucristo, aquella que le había anunciado. 

Pero también era la hora de María Santísima. 

Ahora sí que entiende María el sentido de todos aquellos sufrimientos. 

Se estaba asociando a su Hijo en su Pasión.

El hecho de que María esté al pie de la Cruz es una manifestación de su amor hacia Jesús: «Al pie de la Cruz estaba María, su Madre» (Jn 19, 25). 

3º. A nosotros nos consuela que en esos momentos tan duros, Jesús esté acompañado de su Madre, de aquella a quien tanto había querido en la tierra. 

Pero, quizá, lo que más nos llena de gozo es el momento en que aparece la vocación maternal de María: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19, 26). 

La última mirada de Jesús a su Madre, el último favor que le pide el hijo a la madre es que nos acoja como hijos, que su misión como madre aquí en la tierra no termine con su muerte, sino que continúe velando por nosotros; y de esta suerte nosotros podamos decir con verdad que Santa María no sólo es Madre de Dios sino que es Madre de todos los hombres, Madre nuestra.

Santa Maria quiere que aprendamos una nueva lección: no hay cristianismo sin esfuerzo, sin lucha, sin sacrificio, sin cruz. 

Y todo esto porque cualquier amor requiere sacrificio. 

Nos comentaba el Papa Juan Pablo II desde Nueva Zelanda: «No tengáis miedo a la Cruz de Cristo. La Cruz es el árbol de la vida. Es la fuente de toda alegría y de toda paz. Fue el único modo por el que Jesús alcanzó la resurrección y el triunfo. Es el único modo por el que nosotros participamos en su vida, ahora y para siempre» (Auckland, 22XI1986). 

Comprendemos con estas palabras del Papa que la cruz no significa que nuestra vida de cristianos sea desagradable, sino que es tan magnífica la meta, que vale la pena hacer cualquier cosa, cualquier sacrificio, para alcanzarla.

4º. Pensemos un momento con María en el hecho de que en nuestra vida se nos suelen abrir dos caminos con sus correspondientes metas finales: 

Por un lado el camino fácil y cómodo de una vida sin complicaciones, aburguesada, egoísta, irresponsable, aburrida, estéril, cuya meta es la ausencia de Dios para vivir a nuestras anchas. 

Por otro lado el camino duro, exigente, a veces doloroso, del cumplimiento del deber, de la conquista de un ideal noble, de la entrega a una vocación divina, que tiene como fin el Reino de Dios con todo su atractivo y esplendor.

La Santísima Virgen es nuestra Madre y como Madre que es siempre quiere lo mejor para sus hijos y por eso nos anima a que sigamos el buen camino, el que acaba bien, el que acaba en el Cielo.

Preguntémonos: ¿No seremos capaces de seguir por el camino adecuado? ¿Por qué no nos decidimos a corresponder a Dios? ¿Por qué no evitamos el protestar por cualquier incomodidad? ¿Por qué buscamos siempre lo más fácil y nos olvidamos de preocuparnos por los que sufren más que yo? ¿Por qué nos molestamos por tonterías? 

Si queremos seguir más de cerca a Jesús hay que escoger ese camino, hay que dar respuestas generosas a estas preguntas.

La Santísima Virgen se comportó y se comporta como una buena Madre porque aceptó la gran responsabilidad de ser la Madre de Dios con todo lo que ello iba a suponer de renuncia, de incomodidades y sufrimientos. 

Vamos a comportarnos nosotros como buenos hijos aceptando siempre la gran responsabilidad de vivir una auténtica vida cristiana aunque ello suponga renuncias, abnegación y sacrificio.

La fidelidad de María, Virgen fiel, se va a poner de manifiesto una vez más. 

Ahora tiene una nueva misión de Dios: estar al cuidado de los hombres.

Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.

Fuente: almudi.org

 

Pablo Cardona

 

«En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel departe de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María. Y habiendo entrado donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba que significaría esta salutación. Y el ángel le dijo: No temas, Ma­ría, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin.

María dijo al ángel: ¿De que modo se hará esto, pues no conozco varón? Respondió el ángel y le dijo: El Espíritu San­to descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá será llamado Santo, Hijo de Dios (...). Dijo entonces Maria: He aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su pre­sencia.» (Lucas 1, 26-38)

1º. Madre, el Evangelio de hoy narra el momento de la anunciación: el día en el que conociste con claridad tu vocación, la misión que Dios te pedía y para la que te había estado preparando desde que na­ciste. 

«No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios.»

No tengas miedo, madre mía, pues aunque la misión es inmensa, también es extraordinaria la gracia, la ayuda que has recibido de parte de Dios.

«¿De que modo se hará esto, pues no conozco varón?» 

Madre, te habías consagrado a Dios por entero, y José estaba de acuerdo con esa donación de tu virginidad. 

¿Cómo ahora te pide Dios ser madre? 

No preguntas con desconfianza, como exigiendo más pruebas antes de aceptar la petición divina. 

Preguntas para saber cómo quiere Dios que lleves a término ese nuevo plan que te propone.

«El Espíritu Santo descenderá sobre ti.» 

Dios te quiere, a la vez, Madre y Virgen. 

«Virgen antes del parto, en el parto y por siempre después del parto» (Pablo IV). 

«He aquí la esclava del Señor, hágase en mi se­gún tu palabra.» 

Madre, una vez claro el camino, la respuesta es de­finitiva, la entrega es total: aquí estoy, para lo que haga falta. 

¡Qué ejemplo para mi vida, para mi entrega personal a los planes de Dios! 

Madre, ayúdame a ser generoso con Dios. 

Que, una vez tenga claro el camino, no busque arreglos intermedios, soluciones fáciles. 

Sé que si te imito, Madre, seré enteramente feliz.



2º. «Nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divini­zar nuestra existencia ordinaria. (...) Tratemos de aprender, siguien­do su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no en­tiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumpli­miento de la voluntad divina: «he aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra». ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntima­mente a que descubramos «la libertad de los hijos de Dios» (Es Cristo que pasa.173).

Madre, hoy se ve a mucha gente que no quiere que le dicten lo que debe hacer, que no quiere ser esclavo de nada ni de nadie. 

Para­dójicamente, se mueven fuertemente controlados por las distintas modas, y no pueden escapar a la esclavitud de sus propias flaquezas. 

Tú me enseñas hoy que el verdadero señorío, la verdadera libertad, se obtiene precisamente con la obediencia fiel a la voluntad de Dios y con el servicio desinteresado a los demás.

Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.

Fuente: almudi.org