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María guardaba todo en su corazón
Padre
Juan Pablo Menéndez
Lucas 2, 16-21
Empezamos el año festejando a la Virgen. Es una oportunidad de oro
para ponernos en sus manos desde el primer respiro del año.
Los hombres, al igual que hace dos mil años, siguen necesitando de
Cristo. Pero pocos le reciben y le aceptan, porque se olvidan del
ejemplo que nos dan María y los pastorcillos. El Evangelio nos dice
que los pastores después de escuchar el mensaje del ángel “fueron a
toda prisa”.. Porque los “sencillos de corazón verán a Dios”. Es
decir, pusieron en práctica lo que les pedía Dios: caminar hacia
Belén, donde encontrarían al Salvador. Y es precisamente esto lo que
necesitamos. Sabemos que para tener a Cristo hay que decidirse a
dejar los “rebaños” del egoísmo, de la comodidad, el placer y la
vanidad, pues no existe un Cristo a nuestra medida, sino el único
Cristo que encontraron los pastorcillos “un niño envuelto en pañales
recostado en un pesebre”. Para llegar a Él hace falta ser humildes,
pues la entrada de la cueva es pequeña y exige agacharse. Es Dios
mismo quien nos enseña, desde ese pesebre, que su seguimiento exige
cruz, dolor, humildad, pureza y pobreza de corazón, y obediencia a
la voluntad de Dios. Y es esto lo que da la paz y la felicidad en el
corazón. María, la Madre de Dios, nos enseña que para llegar a
Cristo hace falta también la oración. Ella “guardaba todas la cosas
y las meditaba en su corazón”.
Para ser Madre de Dios, María no tuvo que renunciar o dejar al
margen nada de su feminidad, al contrario, la tuvo que realizar en
nobleza y plenitud, santificada como fue por la acción del Espíritu
Santo.
Al nacer de una mujer Dios ha enaltecido y llevado a perfección "el
genio femenino" y la dignidad de la mujer y de la madre. La Iglesia,
al celebrar el uno de enero la maternidad divina de María, reconoce
gozosa que María es también madre suya, que a lo largo de los días y
los meses del año engendra nuevos hijos para Dios.
Madre, bendición y memoria. En el designio de Dios, que es fuente de
la maternidad, ésta es siempre una bendición: como a María, se puede
decir a toda madre: "Bendito el fruto de tu vientre". Una bendición
primeramente para la misma mujer, que mediante la generación da
cumplimiento a la aspiración más fuerte y más noble de su
constitución, de su psicología y de su intimidad. Bendición para el
matrimonio, en el que el hijo favorece la unidad, la entrega, la
felicidad. Bendición para la Iglesia, que ve acrecentar el número de
sus hijos y la familia de Dios. Bendición para la sociedad, que se
verá enriquecida con la aportación de nuevos ciudadanos al servicio
del bien común.
La maternidad es también memoria. María hacía ´memoria´ de todas
esas cosas en su corazón. Memoria no tanto de sí misma, cuanto del
hijo, sobre todo de los primeros años de su vida en que dependía
totalmente de ella. Memoria que agradece a Dios el don inapreciable
del hijo. Memoria que reflexiona y medita las mil y variadas
peripecias de la existencia de sus hijos. Memoria que hace sufrir y
llorar, que consuela, alegra y enternece. Memoria serena y luminosa,
que recupera retazos significativos del pasado para bendecir a Dios
y cantar, como María, un "magnificat",
Si queremos salir de estas Navidades “glorificando y alabando a Dios
por todo lo que hemos visto y oído” y de habernos encontrado con
Cristo niño, hace falta desprendimiento de nosotros mismos, humildad
y oración. Y así, todos los que nos escuchen se maravillarán de las
cosas que les decimos.
Fuente:
es.catholic.net
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