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¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Padre Francisco Fernández Carvajal
Lc
1,39-45
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Generosidad y espíritu de servicio de María.
- Hemos de imitar a la Virgen. Detalles de generosidad y de servicio
con los demás.
- El premio a la generosidad.
I. Por aquellos días, María se levantó, y marchó deprisa a la
montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó
a Isabel (1).
La Virgen se da del todo a lo que Dios le pide. En un momento sus
planes personales -los tendría- quedan en un rincón para hacer lo
que Dios le propone. No puso excusas. Desde el primer momento, Jesús
es el ideal único y grandioso para el que vive.
Nuestra Señora manifestó una generosidad sin límites a lo largo de
toda su existencia aquí en la tierra. De los pocos pasajes del
Evangelio que se refieren a su vida, dos de ellos nos hablan
directamente de su atención a los demás: fue generosa con su tiempo
para atender a su prima Santa Isabel hasta que nació Juan (2);
estuvo preocupada por el bienestar de los demás, como nos muestra su
intervención en las bodas de Caná (3). Fueron actitudes habituales
en Ella. Mucho tendrían que decirnos sus paisanos de Nazaret de los
incontables detalles de María con ellos en la convivencia diaria.
La Virgen no piensa en sí misma, sino en los demás. Trabaja en las
faenas de la casa con la mayor sencillez y con mucha alegría;
también con gran recogimiento interior, porque sabe que el Señor
está en Ella. Todo queda santificado en la casa de Isabel por la
presencia de la Virgen y del Niño que va en su seno.
En María comprobamos que la generosidad es la virtud de las almas
grandes, que saben encontrar la mejor retribución en el haber dado:
habéis recibido gratis, dad gratis (4). La persona generosa sabe dar
cariño, comprensión, ayudas materiales..., y no exige que la
quieran, la comprendan, la ayuden. Da, y se olvida de que ha dado.
Ahí está toda su riqueza. Ha comprendido que es mejor dar que
recibir (5). Descubre que amar “es esencialmente entregarse a los
demás. Lejos de ser una inclinación instintiva, el amor es una
decisión consciente de la voluntad de ir hacia los otros. Para poder
amar de verdad conviene desprenderse de todas las cosas y, sobre
todo, de uno mismo, dar gratuitamente... Esta desposesión de uno
mismo(...) es fuente de equilibrio. Es el secreto de la felicidad”
(6).
El dar ensancha el corazón y lo hace más joven, con más capacidad de
amar. El egoísmo empobrece, hace el propio horizonte más pequeño.
Cuanto más damos, más nos enriquecemos.
A la Virgen le suplicamos hoy que nos enseñe a ser generosos, en
primer lugar con Dios, y luego con los demás, con quienes conviven o
trabajan junto a nosotros, con quienes nos encontramos en las
diversas circunstancias de la vida. Que sepamos darnos en el
servicio a los demás, en la vida ordinaria de cada día.
II. Si sentimos que a pesar de nuestra lucha, aún nos puede el
egoísmo, miremos hoy a la Virgen para imitarla en su generosidad y
poder sentirla alegría de darnos y de dar. Necesitamos entender
mejor que la generosidad enriquece y agranda el corazón y la
posibilidad de recibir; el egoísmo, por el contrario, es como un
veneno que destruye, con lentitud a veces y siempre con seguridad.
Junto a María percibimos que Dios nos ha hecho para la entrega, y
que cada vez que nos “reservamos” para nuestros planes y para
nuestras cosas, a espaldas de Él, morimos un poco. “El Reino de Dios
no tiene precio, y sin embargo cuesta exactamente lo que tengas
(...). A Pedro y a Andrés les costó el abandono de una barca y de
unas redes; a la viuda le costó dos moneditas de plata...” (7). Todo
lo que tenían, como en nuestro caso.
Lo “nuestro” se salva precisamente cuando lo entregamos. “Tu barca,
tus talentos, tus aspiraciones, tus logros- no vale para nada, a no
ser que la dejes a disposición de Jesucristo, que permitas que Él
pueda entrar ahí con libertad, que no la conviertas en un ídolo. Tú
solo, con tu barca, si prescindes del Maestro, sobrenaturalmente
hablando, marchas derecho al naufragio. Unicamente si admites, si
buscas, la presencia y el gobierno del Señor, estarás a salvo de las
tempestades y de los reveses de la vida. Pon todo en las manos de
Dios: que tus pensamientos, las buenas aventuras de tu imaginación,
tus ambiciones humanas nobles, tus amores limpios, pasen por el
corazón de Cristo. De otro modo, tarde o temprano, se irán a pique
con tu egoísmo” (8).
Cada uno, donde y como Dios le llame, ha de hacer como aquella mujer
de Betania que muestra su gran amor por el Señor rompiendo un frasco
de nardo puro de gran precio (9). Es la muestra exterior de su gran
amor por el Señor. Esta mujer no quiere reservarse nada, ni para sí,
ni para nadie. Es un gesto de entrega sin reservas, de amistad, de
ternura profunda por Cristo. La casa se llenó de la fragancia del
perfume. De nosotros también quedarán las muestras de amor y entrega
a Cristo. Sólo eso. Lo demás se irá perdiendo y pasará como agua de
río.
La generosidad con Dios se ha de manifestar en la generosidad con
los demás: lo que hicisteis con uno de éstos, conmigo lo hicisteis
(10).
Es propio de la generosidad saber olvidar con prontitud los pequeños
agravios que se pueden producir durante la convivencia diaria;
sonreír y hacer la vida más amable a los demás, aunque se estén
padeciendo contradicciones; juzgar con medida ancha y comprensiva a
los demás; adelantarse en los servicios menos agradables del trabajo
y de la convivencia; aceptar a los demás como son, sin estar
excesivamente pendientes de sus defectos; un pequeño elogio, con el
que, en ocasiones, podemos hacer mucho bien; dar un tono positivo a
nuestra conversación y, si es el caso, a alguna posible corrección
que debamos hacer; evitar la crítica negativa, frecuentemente inútil
e injusta; abrir horizontes -humanos y sobrenaturales-a nuestros
amigos, etc. Sobre todo, hay que facilitar el camino a quienes nos
rodean para que se acerquen más a Cristo. Es lo mejor que podemos
dar.
Todos los días tenemos un tesoro para distribuir. Si no lo damos, lo
perdemos; si lo repartimos, el Señor lo multiplica. Si estamos
atentos, si contemplamos su vida, Él nos descubrirá ocasiones de
servir voluntariamente donde, quizá, pocos quieran hacerlo. Como
Jesús en la Ultima Cena, que lavó los pies a sus discípulos (11), no
nos detendremos ante los trabajos más molestos, que son con
frecuencia los más necesarios, y cargaremos con las ocupaciones
menos gratas. Aprenderemos que las ocasiones de servir se hacen
realidad con sacrificio, como fruto de una actitud interior de
abnegación y de renuncia; nos daremos cuenta de que para encontrar
estas oportunidades de servicio es necesario buscarlas: pensando en
el modo de ser de quienes conviven o trabajan con nosotros, en
aquello que necesitan, en qué podemos serles útiles. El egoísta, que
pasa el día lejos de Dios, sólo se da cuenta de sus propias
necesidades y de sus caprichos.
La Virgen no sólo fue generosa con Dios en grado sumo, sino también
con todas aquellas personas con las que se encontró en su vida
terrena. También de Ella se puede decir que pasó haciendo el bien
(12). Lo mismo deberían decir de cada uno de nosotros.
III. El Señor recompensa aquí, y luego en el Cielo, nuestras
muestras, siempre pobres, de generosidad. Pero siempre colmando la
medida. “Es tan agradecido, que un alzar los ojos con acordarnos de
Él no deja sin premio” (13).
En la Sagrada Escritura encontramos múltiples testimonios de la
generosidad sobrenatural de Dios en relación a la generosidad del
hombre. La viuda de Sarepta dio un puñado de harina... y un poco de
aceite (14), y recibe harina y aceite inagotables. La viuda del
Templo echa dos monedas pequeñas, y Jesús comenta: ha echado en el
cepillo más que nadie (15). El siervo que procuró hacer rendir los
talentos recibidos, oirá de boca del Señor: Puesto que has sido fiel
en lo poco, recibirás el gobierno de diez ciudades (16).
Un día Pedro le dijo: Ya ves que nosotros hemos dejado todo y te
hemos seguido. Y Jesús le contestó: En verdad os digo que ninguno
que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por amor al
reino de Dios, dejará de recibir mucho más en este siglo y la vida
eterna en el venidero (17).
Quien tiene en cuenta hasta la más pequeña de nuestras oraciones,
¿cómo podrá olvidar la fidelidad de un día tras otro? Quien
multiplicó panes y peces por una multitud que le sigue unos días,
¡qué no hará por los que hayan dejado todo para seguirle siempre! Si
éstos necesitaran un día una gracia especial para seguir adelante,
¿cómo podrá negarse Jesús? Él es buen pagador.
El Señor da el ciento por uno por cada cosa dejada por su amor.
Además, quien sigue a Jesús así, no sólo se está enriqueciendo cien
veces en esta vida, sino que está predestinado. Al final oirá la voz
de Jesús, a quien ha servido a lo largo de su vida: Ven, bendito de
mi Padre, al cielo que te tenía prometido (18). Oír estas palabras
de bienvenida a la eternidad ya habría compensado la generosidad. Se
entra en la eternidad de la mano de Jesús y de María.
(1) Evangelio de la Misa, Lc 1, 39-40.- (2) Lc 1, 31.- (3) Jn 2, 1
ss.- (4) Mt 10, 8.- (5) Hech 20, 35.- (6) JUAN PABLO II, Alocución,
1-VI-1980.- (7) SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 5 sobre los Evangelios.-
(8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 21.- (9) Jn 12, 3.- (10)
Mt 25, 40.- (11) Cfr. Jn 13, 4-17.- (12) Hech 10, 38.- (13) SANTA
TERESA, Camino de perfección, 23, 3.- (14) I Rey 17, 10 ss.- (15) Mc
12, 38.- (16) Lc 19, 16-17.- (17) Lc 18, 28-30.- (18) Cfr. Mt 25,
34.
Fuente:
hablarcondios.org
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