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El Magnificat. La humildad de María
Padre Francisco Fernández Carvajal
Lc
1, 46-56
Humildad de la Virgen. Qué es la humildad.
- Fundamento de la caridad. Frutos de la humildad.
- Caminos para alcanzar esta virtud.
I. Portones, ¡alzad los dinteles! Que se alcen las antiguas
compuertas, va a entrar el Rey de la gloria (1).
La Virgen lleva la alegría por donde pasa: en cuanto llegó tu saludo
a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno (2), le dice Santa
Isabel refiriéndose a Juan el Bautista, que crecía en su vientre. A
la alabanza de su prima, la Virgen responde con un bellísimo canto
de júbilo. Mi alma glorifica al Señor; y mi espíritu está
transportado de gozo en Dios mi Salvador.
En el Magnificat se contiene la razón profunda de toda humildad.
María considera que Dios ha puesto sus ojos en la bajeza de su
esclava; por eso en Ella ha hecho cosas grandes el Todopoderoso.
En este tono de grandeza y de humildad transcurre todo la vida de
Nuestra Señora. “¡Qué humildad, la de mi Madre Santa María! -No la
veréis entre las palmas de Jerusalén, ni -fuera de las primicias de
Caná- a la hora de los grandes milagros.
“-Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, "juxta crucem
Jesu" -junto a la cruz de Jesús, su Madre” (3). No buscó nunca
gloria personal alguna.
La virtud de la humildad -que tanto se transparenta en la vida de la
Virgen- es la verdad (4), es el reconocimiento verdadero de lo que
somos y valemos ante Dios y ante los demás; es también el vaciarnos
de nosotros mismos y dejar que Dios obre en nosotros con su gracia.
“Es rechazo de las apariencias y de la superficialidad; es la
expresión de la profundidad del espíritu humano; es condición de su
grandeza” (5).
La humildad se apoya en la conciencia del puesto que ocupamos frente
a Dios y frente a los hombres, y en la sabia moderación de nuestros
siempre desmesurados deseos de gloria. Nada tiene que ver esta
virtud con la timidez, con la pusilanimidad o la mediocridad.
No se opone a que tengamos conciencia de los talentos recibidos, ni
a disfrutarlos plenamente con corazón recto; la humildad descubre
que todo lo bueno que existe en nosotros, tanto en el orden de la
naturaleza como en el de la gracia, a Dios pertenece, porque de su
plenitud hemos recibido todos (6). El Señor es toda nuestra
grandeza; lo nuestro es deficiencia y flaqueza. Frente a Dios, nos
encontramos como deudores que no saben cómo pagar (7), y por eso
acudimos como Medianera de todas las gracias a María, Madre de
misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano;
”abandónate lleno de confianza en su seno materno, pídele que te
alcance esta virtud que Ella tanto apreció; no tengas miedo de no
ser atendido. María le pedirá para ti a ese Dios que ensalza a los
humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María es
omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída” (8).
II. La humildad está en el fundamento de todas las virtudes y sin
ella ninguna podría desarrollarse. Sin la humildad todo lo demás es
“como un montón muy voluminoso de paja que habremos levantado, pero
al primer embate de los vientos queda derribado y deshecho. El
demonio teme muy poco esas devociones que no están fundadas en la
humildad, pues sabe muy bien que podrá echarlas al traste cuando le
plazca” (9). No es posible la santidad si no hay lucha eficaz por
adquirir esta virtud; ni siquiera podría darse una auténtica
personalidad humana. El humilde tiene, además, una especial
facilidad para la amistad, incluso con gente muy diferente en
gustos, edad, etc., que le prepara para todo apostolado personal.
La humildad es, especialmente, fundamento de la caridad. Le da
consistencia y la hace posible: “la morada de la caridad es la
humildad” (10), decía San Agustín. En la medida en que el hombre se
olvida de sí mismo, puede preocuparse y atender a los demás. Muchas
faltas de caridad han sido provocadas por faltas previas de vanidad,
orgullo, egoísmo, deseos de sobresalir, etc. Y estas dos virtudes,
humildad y caridad, “son las virtudes madres; las otras las siguen
como polluelos a la clueca” (11).
El que es humilde no gusta de exhibirse. Sabe bien que no se
encuentra en el puesto que ocupa para lucir y recibir
consideraciones, sino para servir, para cumplir una misión. No te
sientes en el primer puesto..., por el contrario, cuando seas
invitado ve a sentarte en el último lugar (12). Y si el cristiano se
encuentra entre los primeros puestos, ocupando un lugar de
preeminencia, sabe que “este motivo de excelencia se lo ha dado Dios
para que aproveche a los demás, de donde se sigue que tanto debe
agradarle al hombre el testimonio de los demás, cuanto que esto
contribuya al bien ajeno” (13).
Hemos de estar en nuestro sitio (en conversaciones, familia, etc.),
trabajando cara a Dios, y evitar que la ambición nos ofusque. Mucho
menos convertir la vida, llevados por la vanidad, en una loca
carrera por puestos cada vez más altos, para los que quizá no
serviríamos y que más tarde habrían de humillarnos, creando en
nosotros el profundo malestar de sentir que no estamos en el lugar
que nos corresponde y para el que tampoco estábamos dotados. Esto no
se opone a la llamada del Señor para hacer rendir al máximo nuestros
talentos, con muchos sacrificios a la hora del aprovechamiento del
tiempo.
Sí se opone, por el contrario, a la falta de rectitud de intención,
síntoma claro de soberbia. La persona humilde sabe estar en su
papel, se siente centrada y es feliz en su quehacer. Además, es
siempre una ayuda. Conoce sus limitaciones y posibilidades, y no se
deja engañar fácilmente por su ambición. Sus cualidades son ayuda,
mayor o menor, pero nunca estorbo. Cumple su función dentro del
conjunto.
Otra manifestación de humildad es evitar el juicio negativo sobre
los demás. El conocimiento de nuestra flaqueza impedirá “un mal
pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den
pie para juzgar así razonablemente” (14). Veremos a los demás con
respeto y comprensión, que llevarán, cuando sea necesario, a hacer
la corrección fraterna.
III. Entre los caminos para llegar a la humildad está, en primer
lugar, el desearla ardientemente, valorarla y pedirla al Señor;
fomentar la docilidad ante los consejos recibidos en la dirección
espiritual, y esforzarse por ponerlos en práctica; recibir con
alegría agradecida la corrección fraterna, llena de delicadeza, que
nos hacen; aceptar las humillaciones en silencio, por amor al Señor;
la obediencia rápida y de corazón; y, sobre todo, la alcanzaremos a
través de la caridad, en constantes detalles de servicio alegre a
los demás. Jesús es el ejemplo supremo de humildad. Nadie tuvo jamás
dignidad comparable a la suya, y nadie sirvió a los hombres con
tanta solicitud como Él lo hizo; yo estoy en medio de vosotros como
un sirviente (15). Imitando al Señor, aceptaremos a los demás como
son y pasaremos por alto muchos detalles quizá molestos que, en el
fondo, casi siempre carecen de verdadera importancia. La humildad
nos dispone y nos ayuda a tener paciencia con los defectos de
quienes nos rodean y, también, con los propios. Prestaremos pequeños
servicios en la convivencia diaria, sin darles excesiva importancia
y sin pedir nada a cambio; y aprenderemos de Jesús y de María a
convivir con todos, a saber comprender a los demás, también con sus
defectos. Si procuramos ver a los demás como los ve el Señor, será
fácil acogerles también como Él los acoge.
Al meditar los pasajes del Evangelio en los que se manifiestan las
imperfecciones de los Apóstoles, aprenderemos nosotros a no
impacientarnos con las nuestras: el Señor cuenta con ellas, y cuenta
con el tiempo, con la gracia, con nuestros deseos de mejorar en esas
virtudes o en esa determinada faceta del propio carácter.
Terminaremos este día nuestra oración contemplando a Nuestra Madre
Santa María, que alcanzará de su Hijo para nosotros esta virtud que
tanto necesitamos. “Mirad a María. Jamás criatura alguna se ha
entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de
la ancilla Domini (Lc 1, 38), de la esclava del Señor, es el motivo
de que la invoquemos como causa nostrae laetitiae, causa de nuestra
alegría (...). María, al confesarse esclava del Señor, es hecha
Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de
Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a
Ella ‑a Santa María-, y así nos pareceremos más a Cristo” (16).
(1) Antífona de entrada, Sal 23, 7.- (2) Lc 1, 44.- (3) J. ESCRIVA
DE BALAGUER, Camino, n. 507.- (4) Cfr. SANTA TERESA, Moradas sextas,
c. 10 b.- (5) JUAN PABLO II, Angelus, 4-III-1979.- (6) 1 Cor 1, 4.-
(7) Cfr. Mt 18, 23-25.- (8) J. PECCI (LEON XIII), Práctica de la
humildad, 56.- (9) SANTO CURA DE ARS, Sermón sobre la humildad .-
(10) SAN AGUSTIN, Sobre la Virginidad, 51.- (11) SAN FRANCISCO DE
SALES, Epistolario, fragm. 17, vol. II, p. 651.- (12) Lc 14, 7 ss.-
(13) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 131.- (14) J. ESCRIVA DE
BALAGUER, cfr. Camino, n. 442.- (15) Lc 22, 27.- (16) J. ESCRIVA DE
BALAGUER, Amigos de Dios, 109.
Fuente:
hablarcondios.org
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