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Adviento, tiempo de esperanza
Padre
Francisco Fernández Carvajal
Lc
1, 39-45
-
Santa María, Maestra de esperanza. Origen del desánimo y del
desaliento. Jesucristo, el bien supremo.
- El objeto de nuestra esperanza.
- Confianza en el Señor. Nunca llega tarde para darnos la gracia y
las ayudas necesarias.
I. El espíritu del Adviento consiste en buena parte en vivir cerca
de la Virgen en este tiempo en el que Ella lleva en su seno a Jesús.
La vida nuestra es también un adviento un poco más largo, una espera
de ese momento definitivo en el que nos encontraremos por fin con el
Señor para siempre. El cristiano sabe que este adviento ha de
vivirlo junto a la Virgen todos los días de su vida si quiere
acertar con seguridad en lo único verdaderamente importante de su
existencia: encontrar a Cristo en esta vida, y después en la
eternidad.
Y para preparar la Navidad, ya tan cercana, nada mejor que acompañar
en estos días a Santa María, tratándola con más amor y más
confianza.
Nuestra Señora fomenta en el alma la alegría, porque con su trato
nos lleva a Cristo. Ella es “Maestra de esperanza. María proclama
que la llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48).
Humanamente hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza?
¿Quién era Ella, para los hombres y mujeres de entonces? Las grandes
heroínas del Viejo Testamento -Judit, Ester, Débora- consiguieron ya
en la tierra una gloria humana (...). ¡Cómo contrasta la esperanza
de Nuestra Señora con nuestra impaciencia! Con frecuencia reclamamos
a Dios que nos pague enseguida el poco bien que hemos efectuado.
Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos. Somos, muchas
veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la esperanza”
(1).
No cae en desaliento quien padece dificultades y dolor, sino el que
no aspira a la santidad y a la vida eterna, y el que desespera de
alcanzarlas. La primera postura viene determinada por la
incredulidad, por el aburguesamiento, la tibieza y el excesivo
apegamiento a los bienes de la tierra, a los que considera como los
únicos verdaderos. El desaliento, si no se le pone remedio, paraliza
los esfuerzos para hacer el bien y superar las dificultades. En
ocasiones, el desánimo en la propia santidad está determinado por la
debilidad del querer, por miedo al esfuerzo que comporta la lucha
ascética y tener que renunciar a apegamientos y desórdenes de los
sentidos. Tampoco los aparentes fracasos de nuestra lucha interior o
de nuestro afán apostólico pueden desalentarnos: quien hace las
cosas por amor a Dios y para su Gloria no fracasa nunca: “Convéncete
de esta verdad: el éxito tuyo -ahora y en esto- era fracasar. -Da
gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo!” (2). “No has fracasado:
has adquirido experiencia-. ¡Adelante!” (3).
Dentro de pocos días veremos en el belén a Jesús en el pesebre, lo
que es una prueba de la misericordia y del amor de Dios. Podremos
decir: “En esta Nochebuena todo se para en mí. Estoy frente a Él: no
hay nada más que Él, en la inmensidad blanca. No dice nada, pero
está ahí...Él es Dios amándome” (4). Y si Dios se hace hombre y me
ama, ¿cómo no buscarle? ¿Cómo perder la esperanza de encontrarle si
Él me busca a mí? Alejemos todo posible desaliento; ni las
dificultades exteriores ni nuestra miseria personal pueden nada ante
la alegría de la Navidad que ya se acerca.
II. La esperanza se manifiesta a lo largo del Antiguo Testamento
como una de las características más esenciales del verdadero pueblo
de Dios. Todos los ojos están puestos en la lejanía de los tiempos,
por donde un día llegaría el Mesías: “los libros del Antiguo
Testamento narran la historia de la Salvación, en la que, paso a
paso, se prepara la venida de Cristo al mundo” (5).
En el Génesis se habla ya de la victoria de la Mujer sobre los
poderes del mal, de un mundo nuevo (6).
El profeta Oseas anuncia que Israel se convertirá y florecerá en el
amor antiguo (7). Isaías, en medio de las decepciones del reinado de
Ezequiel, anuncia la venida del Mesías (8), Miqueas señalará a Belén
de Judá como el lugar de su nacimiento (9).
Faltan pocos días para que veamos en el belén a Nuestro Señor, a
quien todos los profetas anunciaron, la Virgen cuidó con inefable
amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y lo señaló después entre
los hombres. El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con
alegría al misterio de su Nacimiento, para encontrarnos así, cuando
llegue, velando en oración y cantando su alabanza (10).
Jesucristo proclama, desde el pesebre de Belén hasta el momento de
su Ascensión a los cielos, un mensaje de esperanza. Jesús mismo es
nuestra única esperanza (11). Él es la garantía plena para alcanzar
los bienes prometidos. Miramos hacia la gruta de Belén, “en
vigilante espera”, y comprendemos que sólo con Él nos podemos
acercar confiadamente a Dios Padre (12).
El Señor mismo nos señala que el objeto principal de la esperanza
cristiana no son los bienes de esta vida, que la herrumbre y la
polilla corroen y los ladrones desentierran y roban (13), sino los
tesoros de la herencia incorruptible, y en primer lugar la felicidad
suprema de la posesión eterna de Dios.
Esperamos confiadamente que un día nos conceda la eterna
bienaventuranza y, ya ahora, el perdón de los pecados y su gracia.
Como una consecuencia, la esperanza se extiende a todos los medios
necesarios para alcanzar ese fin. Desde este aspecto particular,
también los bienes terrenales pueden caer en el ámbito de la
esperanza, pero sólo en la medida y en la manera con que Dios los
ordena a nuestra salvación.
Vamos a luchar, estos días y siempre, con todas nuestras fuerzas
contra esas formas menores de desesperación que son el desánimo, el
desaliento y el estar preocupados casi exclusivamente por los bienes
materiales.
La esperanza lleva al abandono en Dios y a poner todos los medios a
nuestro alcance, para una lucha ascética que nos impulsará a
recomenzar muchas veces, a ser constantes en el apostolado y
pacientes en la adversidad, a tener una visión más sobrenatural de
la vida y de sus acontecimientos. “En la medida en que el mundo se
canse de su esperanza cristiana, la alternativa que le queda es el
materialismo, del tipo que ya conocemos; estoy nada más. Su
experiencia del cristianismo ha sido como la experiencia de un gran
amor, el amor de toda una vida...Ninguna voz nueva (...) tendrá
ningún atractivo para nosotros si no nos devuelve a la gruta de
Belén, para que allí podamos humillar nuestro orgullo, ensanchar
nuestra caridad y aumentar nuestro sentimiento de reverencia con la
visión de una pureza deslumbradora” (14).
III. Escuchadme, los desanimados, que os creéis lejos de la
victoria. Yo acerco mi victoria; no está lejos, mi salvación no
tardará (15).
Nuestra esperanza en el Señor ha de ser más grande cuanto menores
sean los medios de que se dispone o mayores sean las dificultades.
En cierta ocasión en que Jesús vuelve a Cafarnaúm, nos dice San
Lucas (16) que todos estaban esperándole. En medio de aquella
multitud sobresale un personaje que el Evangelista destaca diciendo
que era un jefe de sinagoga y pide a Jesús la curación de su hija:
se postró a sus pies; no tiene reparo alguno en dar esta muestra
pública de humildad y de fe en Él.
Inmediatamente, a una indicación del Señor, todos se ponen en
movimiento en dirección a la casa de Jairo. La niña, de doce años,
hija única, se estaba muriendo. Debe de estar ya agonizando.
Precisamente entonces, cuando han recorrido una parte del camino, y
al amparo de la multitud, una mujer que padece una enfermedad que la
hace impura según la ley se acerca por detrás y toca el extremo del
manto del Señor. Es también una mujer llena de una profunda
humildad.
Jairo había mostrado su esperanza y su humildad postrándose delante
de todos ante Jesús. Esta mujer pretende pasar inadvertida, no
quería entretener al Maestro; pensaba que era demasiado poca cosa
para que el Señor se fijara en ella. Le basta tocar su manto.
Ambos milagros se realizarán acabadamente. La mujer, en la que había
fracasado la ciencia de tantos médicos, será curada para siempre, y
la hija de Jairo vivirá plena de salud a pesar de que cuando llega
la comitiva, después del retraso sufrido en el trayecto, haya
muerto.
Durante el suceso con la hemorroísa, ¿qué ocurre con Jairo? Parece
que ha pasado a segundo plano, y no es difícil imaginarlo un tanto
impaciente, pues su hija se le moría cuando la dejó para buscar al
Maestro. Cristo, por el contrario, no aparenta tener prisa. Incluso
parece no dar importancia a lo que ocurre en casa de Jairo.
Cuando Jesús llega, la niña ya había muerto. Ya no hay posibilidad
de salvarla; parece que Jesús ha acudido tarde. Y precisamente
ahora, cuando humanamente no queda nada por hacer, cuando todo
invita al desaliento, ha llegado la hora de la esperanza
sobrenatural.
Jesús no llega nunca tarde. Sólo se precisa una fe mayor. Jesús ha
esperado a que se hiciese “demasiado tarde”, para enseñarnos que la
esperanza sobrenatural también se apoya, como cimiento, en las
ruinas del esperar humano y que sólo es necesario una confianza sin
límites en Él, que todo lo puede en todo momento.
Nos recuerda este pasaje nuestra propia vida, cuando parece que
Jesús no viene al encuentro de nuestra necesidad, y luego nos
concede una gracia mucho mayor. Nos recuerda tantos momentos junto
al Sagrario en que nos ha parecido oír palabras muy semejantes a
éstas: No temas, ten sólo fe. Esperar en Jesús es confiar en Él,
dejarle hacer. Más confianza, cuanto menores sean los elementos en
que humanamente nos podamos apoyar.
La devoción a la Virgen es la mayor garantía para alcanzar los
medios necesarios y la felicidad eterna a la que hemos sido
destinados. María es verdaderamente “puerto de los que naufragan,
consuelo del mundo, rescate de los cautivos, alegría de los
enfermos” (17). Pidámosle que sepamos esperar, en estos días que
preceden a la Navidad y siempre, llenos de fe, a su Hijo Jesucristo,
el Mesías anunciado por los Profetas. “Ella precede con su luz al
peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de
consuelo, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2 Pdr 3, 10)”
(18).
(1) J. ESCRIVA DE BALAGUER , Amigos de Dios, 286.- (2) IDEM ,
Camino, n. 404.- (3) Ibídem, n. 405.- (4) J. LECLERQ , Siguiendo el
año litúrgico, Madrid 1957, p. 78.- (5) CONC. VAT. II, Const. Lumen
gentium, 55.- (6) Cfr. Gen 3, 15.- (7) Os 2, 16-25.- (8) Is 7,
9-14.- (9) Cfr. Miq 5, 2-5.- (10) Prefacio II de Adviento.- (11)
Cfr. 1 Tim 1, 1.- (12) 1 Tim 3, 12.- (13) Mt 6, 19.- (14) R. A. KNOX
, Sermón sobre la Navidad, 29-XII-1953. .- (15) Cfr. Is 46, 12-13.-
(16) Lc 8, 40-56.- (17) SAN ALFONSO M0 DE LIGORIO , Visita al Stmo.
Sacramento, 2.- (18) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 68.
Fuente:
franciscofcarvajal.org
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